26 DE DICIEMBRE
PUENTES
SOBRE
LOS ABISMOS
Danilo Sánchez Lihón
Los hombres construimos
demasiados muros
y
no suficientes puentes.
Isaac
Newton
1. En
una flor
En esta época del año los
ríos en la serranía se precipitan en cascadas espumantes porque es invierno en
la cordillera. Llueve en la jalca, ¡y llueve en el caserío!
Lluvias que se hacen
tempestades con granizo bajo los cielos anubarrados, desde los cuales se
descargan centellas, relámpagos y truenos.
Las aguas en los torrentes
golpean en los cantiles y salpican a las piedras y a las rocas de las orillas,
en donde crecen unas flores de belleza exquisita e inigualable, ¡las
achupallas!
Quizá su encanto se deba a que
al fondo de esos abismos y hendiduras ellas contemplen imágenes que nadie podría
imaginar ni contemplar jamás, sino solo ellas.
Quizá porque las aguas
tengan sueños de hermosura sin par. Y, así como en todo, estas flores tengan el
privilegio de expresar lo innombrable como algo providencial en su callar.
Como, en este caso, corresponde
esta dicha hacerla a flores que nosotros mortales no alcancemos a comprender
jamás.
2. Arriesgar
la vida
Pero quería referirme a algo
aparentemente más rústico y pedestre: a lo que significa en esta época cruzar
un río.
Con frecuencia,
repentinamente turbulento por alguna avalancha, como son aquellos que recorren
como venas doloridas y atormentadas la geografía de la cordillera de los andes
del Perú.
Que, si cruzarlos de día es
ya solemne, cruzarlos de noche es retar a la muerte y arriesgar la vida
impunemente. Es dramático y hasta trágico.
Pero siempre hay el anhelo
de llegar a la casa del bohío, donde espera la esposa y los hijos, sin saber ni
presentir el peligro que se cierne abajo. Que corremos y afrontamos, porque nos
atrae el fogón, el abrigo bajo el alero, las voces cotidianas de la compañera y
de los hijos que nos esperan.
Tanto que buscamos un
atajo, unas piedras por donde saltar, que sobresalgan de la correntada, las
cuales saltamos; mientras abajo se revuelven las aguas, ruge el turbión y
espantan los remolinos aciagos.
Donde cruzar un río siempre
es arriesgar la vida.
3. Fuerza
del tiempo
Otras veces cruzamos
buscando una playa en donde el caudal se extienda y hay que vadearlo sujetos a
una vara, báculo o cayado.
En otros casos, estamos
dispuestos a cruzarlo a nado y bracear en sesgo, visualizando siempre a cuál
orilla recurrir o de cuál borde cogernos.
Por eso, qué presencia
fortalecedora y de aliento es un puente. ¡Qué coraje y qué señal de vida y de
triunfo desafiando al río!
¡Qué hazaña es verlo
erigido sobre el abismo! Un puente que resiste y afronta su designio mientras
abajo ruge lo funesto.
Un puente que día y noche
enfrenta esa prueba de las aguas que retumban, se revuelven y precipitan,
Sin saber en dónde el
puente comienza y en dónde termina, siendo que reta a todo el abismo, y él se
alarga por todo el camino.
Así como no se alcanza a
saber ni comprender dónde comienza y dónde termina el aullido, el devenir ni la
fuerza del tiempo ni el destino que aquí zumba, samaquea y vibra.
4. Tajo
en la mejilla
Tampoco hay hora en que
comienza ni hora en que termina un puente, que pareciera que es al principio de
todo sendero.
Porque, ¿quién va a saber
dónde es el comienzo y el principio de una vía, si todo se teje y entrelaza en
uno y en otro sentido?
¿Ni cuando es el comienzo y
el final de cruzar esta vida que se junta a las otras vidas y en torno a
diversas e inabarcables orillas?
Por eso, el puente al
anochecer es un héroe empinado sobre la oscuridad y la noche desolada.
Es un semidiós ante el
infierno y demonio que son las aguas que pasan, rugen y discurren con violencia.
Y que, a veces, la calma
suprema del puente no logra contener ni sosegar los pasos de la gente que
camina.
Un puente es un tajo en la
mejilla del río y de lo eterno. ¡Un hálito que se sobrepone al rugido!
5. Casi
alados
Un puente es el aliento, el
resuello donde lo minúsculo le hace frente a lo cósmico y desmesurado.
Es una voz susurrada al
oído en medio del estruendo del infinito que aquí jadea.
Son dos o más los maderos
tendidos que se abrazan, hunden sus manos, sus hombros y sus pies para sostenerse
sin desunirse.
A fin de calmar tanta
crueldad y ceguera que se blande, con la amenaza temible de muerte y fugacidad
en la esencia de todo lo creado.
El puente es quien desde lo
alto contempla cómo llega y pasa fugazmente bajo su sombra lo eterno.
Siente, tanto el fragor de
las aguas que se deslizan, como el dolor de las almas cuyos leves pasos sopesa
sobre la superficie de lo efímero.
Y registra el aliento de
sus bocas y el palpitar de sus corazones estremecidos, pese a que sean leves y
casi alados y etéreos.
De lo que resulta que un puente
es sueño suspendido sobre la esencia y la ausencia del ser que es el río.
6. El pálpito
y aliento
Y no hay puentes como
aquellos que se atreven a hacerle una señal de la cruz a los ríos de mi tierra.
Y que en estos días ya
sabemos que resisten con denuedo el embate de las aguas desbocadas e insomnes.
Y el fragor del turbión que
se debate incontenible allá abajo.
Y que en verdad no pasa,
sino que se queda con su gemido en el fondo de nuestros sueños, incansable de
socavar golpeando la roca inmutable.
Y me refiero a los puentes
de los caminos de a pie. Y no tanto a los puentes de las pistas o las
carreteras.
Me refiero a los puentes
encarados o hechos desde el temblor, el pálpito y el aliento primigenios.
El puente de la sangre
sobre los abismos de piedra, de cascajo y lodo de que estamos hechos.
7. Descalzos
y a pie
Puentes que a estas horas
estarán a oscuras, porque es de noche cuando esto te escribo, y que tú lees desvelado
lector.
Que estarán soportando la
eternidad que se debate abajo en el peñón de sus cimientos. Y en los
precipicios de su luz titubeante. Y de su sombra; y de su aire inevitables.
Puentes que resisten que se
desmorone el barro con que se recubren los muros y maderos para hacerlos menos
sufridos y más valerosos.
Y para que no se deshaga el
barro que nos conforma mientras dura la vida. Y resistan los cigüeñales que se
extienden de piedra a piedra o de peñasco a peñasco.
Puentes que permiten que un
esposo, o que un padre, o que un hijo llegue a sus casas sorteando la fragosidad
del sendero.
Y la fatalidad, que se
cierne bajo las plantas de los pies de todo ser humano que camina, se exorcice.
Y más, cruzando los puentes
que se tienden y por los cuales pasamos a oscuras, descalzos y a pie.
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