lunes, 30 de marzo de 2020

30 de marzo. Día de los Trabajadores del Hogar. / Los platos de loza.


30 DE MARZO
DÍA DE LOS TRABAJADORES DEL HOGAR

LOS
PLATOS
DE LOZA

Danilo Sánchez Lihón



Sentados a los extremos, yo y Juvenal. 
Al centro mis primos: Roger y Víctor.


1. Ese
mismo día

Mi madre era la niña más linda y comedida del pueblo. Su rostro incluso cuando yo era niño lo veía como el de la virgen María, pero su corazón es más todavía parecido al de una santa, mucho más cuando sonríe con ademán tímido y compasivo. Conmueve su delgadez, aunque de joven había sido sonrosada y rolliza porque procedía de un hogar donde todo lo había tenido, hija del señor más rico de toda la comarca.
Pero se enamoró de mi padre que provenía de un hogar modesto, aunque digno y lleno de virtudes; que él acentúa más con su carácter noble y apacible, amante de las causas justas y honestas con su convicción a favor de lo humilde; tanto que, en su libreta militar que yo guardo, en el rubro ocupación hizo anotar: campesino.
Cuando mi padre investido de coraje fue a pedir la mano de quien sería mi mamá, mi abuelo tuvo que llenarse de paciencia para no arrojarlo después de titubear al responder a la pregunta de cuáles eran sus ingresos económicos como profesor de educación primaria. Y las hermanas de mi mamá se rieron en su cara cuando salía de la casona que tenían. Pero mi madre ese mismo día renunció a todo lo que tenía, y salió de su casa dejando todas sus riquezas para seguirlo a él por los caminos de este mundo.


Elvira Lihón, mi madre

2. Hundiendo
sus labios

Cuando lo hizo, renunciando a todo, solo le permitieron sacar cuatro cosas que reconocían que eran regalos personales que le habían hecho a ella: un baulito en donde guardaba anillos y collares que poniéndolos en su falda al lado de nosotros ya sus hijos, vuelve a probarse en sus dedos ahora delgados en donde bailan los aros que ella mueve con ojos enternecidos.
Le permitieron sacar unos guantes de gamuza de color azul Danubio hecho de una maravilla de pequeñas piezas y costuras, y que caben justo en nuestras manos pequeñas cuando nos lo enseña, y ella misma nos lo calza, y que aprovechamos, como un gozo supremo, para palmearnos y frotarnos la cara con ellos, como si lo hiciéramos con la pelusa de un animal divino.
Recogió una chalina o bufanda de zorro por cuya boca de dientes blandos y lábiles introducimos la mano. Y que mi madre suele volver a probarse envolviéndola en su cuello, poniéndose de pie y dando unas vueltas por el cuarto para terminar hundiendo sus labios en su terso pelaje ya con sus ojos lagrimeantes.
Y el cuarto tesoro que trajo fue un juego de platos de Loza de Bavaria traídos especialmente para ella desde el Puerto de Hamburgo, e ingresados por el Puerto de Salaverry en Trujillo, y que fue un regalo hecho por mi abuelo a quien no conocí porque murió por aquel tiempo en que ocurrieran los hechos que narro afligido.


Mi abuelo Benigno, padre de mi mamá

3. Y esto
compensa

Ahora que ya somos una familia compuesta por papá, mamá, Juvenal, yo, Rosita y Jaime, quien recién va a cumplir un añito, (después vendrían seis hermanos más) comemos en esos platos de loza fina y de relumbre antiguo. Y que son unos “hondos” para la sopa y otros “tendidos”, para el guiso o segundo, que mamá lo sirve sabroso y humeante, salido siempre de sus manos. Es un orgullo tener esos platos porque son consistentes y muy primorosos, que le dan un brillo y una distinción especial a nuestra casa pobre.
Tanto es así que hemos tomado la mala costumbre de reunión a la cual vamos inmediatamente y en silencio nos fijamos en los platos en que se sirven los potajes y que evidentemente no tienen el estampado profundo de verde jade que tienen los nuestros. Y, ciertamente, no hay familia del contorno ni distante que los tengan.
Y esto yo lo sé a ciencia cierta por ese defecto que tengo de que a toda casa adónde voy miro la vajilla en que se sirve la comida, y nunca se igualan a los platos de loza de mamá; lo que, para nosotros, nos da, ingenua y secretamente cierta categoría y distinción que compensa la austeridad, las privaciones y hasta la escasez con que vivimos.

De arriba abajo: Mamá, abuela Sofía y papá.
Juvenal y yo.

4. Al
final

Pero mi hermano Juvenal y yo tenemos la tarea, que cumplimos a cabalidad y responsablemente después de la merienda de cada día, de acomodar la cocina y lavar los platos y acomodar la cocina. Para lo cual tenemos nuestros respectivos mandiles, mientras papá y mamá se apuran en terminar con la confección de alguna prenda de vestir.
Nuestra cocina queda al borde del patio de la casa de mi abuela Sofía en la parte alta del corredor empedrado con chungos de río. Como es un espacio pequeño a la hora de comer sacamos la mesa hacia afuera para que entren las sillas que quedan pegadas a la pared. Y terminada la jornada la arrimamos para tener mayor espacio.
Cada uno de nosotros nos alternamos uno lavando los platos y el otro echando el agua con una jarra que cae a un balde, operación en donde hay que tener un gran entendimiento al punto que se tiene que adivinar la acción del otro, y saber cuándo echar más o menos agua. Y siempre con el cuidado de no golpear los platos de loza de mamá, ni siquiera levemente. Y al final de los finales hay que barrer el piso y no dejar nada fuera de su sitio.


Sentados: Papá, tía Carmen y abuela Sofía.
De pie, Juvenal y yo.


5. Quizá
en nuestro afán

Lo último que nos falta hacer hoy es coger la lámpara, cerrar la puerta, entrar a la sala y subir el escalón, para estar en el cuarto de arriba, junto a papá y mamá.
Pero antes tenemos que alzar la mesa y arrimarla a la pared.  Juvenal de un lado y yo del otro.
Cuando ya la tenemos alzada y en alto vemos con espanto que no hemos puesto los platos en la alacena, sino que están haciendo una torre encima de la mesa.
En nuestro afán por evitar la tragedia hemos bamboleado la mesa y toda la vajilla ha caído al empedrado con un horrendo estrépito.
Esto ha ido acompañado de un alarido simultáneo mío y de Juvenal que mamá y papá han oído desde el segundo piso y se han lanzado por el escalón atropelladamente. El ver la escena mamá ha gritado:
– ¡Mis platos!
Con el estupor de verlos todos caídos y rotos en el piso.


Mi abuela Rosa, madre de mi mamá

6. Ningún
reproche

Nosotros con los cuerpos petrificados y con la mesa aún en alto la vemos de rodillas delante de los pedazos esparcidos.
Y así arrodillada va sacando pedazo tras pedazo roto. Ninguno se ha salvado. Todos se han quebrado por el centro en dos, tres, o más fragmentos.
Nosotros aún con nuestros mandiles puestos empezamos a llorar. Papá al ver la escena con palabras calmadas dice:
– Ha sido un accidente. Cuidado de cortarse con los bordes de los pedazos rotos. ¡Elvi, deja que yo los junte!
Ha traído una caja donde todos los pedazos han quedado recogidos. Mamá ha estado sentada todavía largo rato en el suelo y nosotros cogidos de su mano, llorando con ella.
No ha habido ningún resondro ni reproche. Al contrario, mamá nos ha juntado a su lado y abrazado a su pecho, diciéndonos:
– No se asusten hijitos, ha sido un accidente. –Repitiendo las mismas palabras que ha dicho papá. Y agregando: ­ – ¡Solo son unos platos!


La casa de infancia

7. La suavidad
de la vida

Eso sí, la cocina nunca me parece más triste y oscura que nunca, las paredes más grises, la madera de la mesa más opaca y la luz más tenue y mortecina. Los ojos enrojecidos de mamá al cubrirnos con las frazadas para dormir esta noche me dicen cuánto de irreparable hay en la vida. ¡Y cómo los tiempos se van y nunca vuelven ni regresan!
No he tenido hasta ese día la experiencia de que se me muriera un ser querido, ni siquiera un perro o un gato, pero esta vez ha sido igual o mucho peor como si hiciéramos que en el fondo del alma y el corazón de mamá algo muriera.
Hoy en el almuerzo hemos tenido que ayudarla a conseguir cualquier cosa que se pareciera a un plato, como mates de calabaza que son disparejos y no asientan bien sobre la mesa. Y que se bambolean, porque debajo tienen un muñón retorcido al centro debido a que fueron el fruto de una enredadera, por dónde la calabaza se sostenía a la rama como si fuera su ombligo, con cáscara bruna y pulida por fuera y por dentro con la suavidad de la vida que allí ha florecido.

Mi pueblo, Santiago de Chuco

8. Decidida
y trascendente

Pasó mucho tiempo en que no pudimos comprar nuevos platos porque el sueldo de maestro de papá da para lo exacto que requerimos.
Con todo este avatar de los platos, se terminaron los recuerdos dorados de la época de infancia de mamá. Y tuvimos que afrontar la vida con otros aires y de otro modo.
Mi madre dejó de conservar su baulito con incrustaciones de oro y nácar que anduvo largo tiempo entre nuestros juegos. Y su bufanda de zorro andaba atada a nuestros cuellos.
Y hasta colgadas del cuerpo de algunas muñecas de mis hermanas. Y sus guantes de gamuza ruedan por uno y otro cajón de la casa.
Igual que rodaron los platos de loza y nuestras lágrimas para afrontar la vida de otra manera, creo que más valerosa, decidida y trascendente.

Foto 8
Jaime Sánchez Lihón



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Techos de la casa de César Vallejo en Santiago de Chuco.
Al fondo el panteón del pueblo

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