Don Baldomero Vásquez,
amigo de mi abuelo Desiderio, al ver salir a quien sería mi padre al corredor
del patio de la casa en donde se encontraba de visita, dirigiéndose al
jovencito, le dijo:
– Felicitaciones, niño. Qué
bien tocas la guitarra. Lo haces como el mejor de los artistas.
Lo dijo sin saber que esas
palabras iban a provocar la más violenta de las tempestades y borrascas en el
corazón de mi abuelo y del joven quien sería años después mi padre. Y, ¿por qué
sucedía así? Porque, quien sería mi abuelo le había prohibido total, expresa y
terminantemente a quien sería mi padre, que siguiera practicando la guitarra. Y
lo hizo en ocasión de haberlo encontrado un día pulsando ese instrumento, que
no sabía quién lo había prestado a su hijo.
Pero quiso cortar de modo
drástico esta afición porque consideraba que no hay músico que no sea un
borrachín, un trasnochador y un mujeriego. Y hasta un vago sin trabajo, quien
anda de fiesta en fiesta y de jarana en jarana, perdiendo todas las
oportunidades de ser persona con una ocupación honorable y de llegar a ser un profesional,
de tener empleo y un hogar digno y seguro. Y de criar a sus hijos bajo un buen
ejemplo; sin angustias, vergüenzas ni sobresaltos.
Mi abuelo Desiderio
2.
Tempestad
de
todos modos
Lo prohibió entonces de
manera tajante seguir tocando la guitarra, para evitar que su vida se vuelva
una desgracia y perdición. Y con ello para su familia, “como un calvario para quienes
serán tu mujer y tus hijos” –le dijo–, “cuando los tengas algún día”. Y bien
claro te lo digo y recalco: “No quiero verte más con una guitarra”.
Por eso, al escuchar la
felicitación de don Baldomero, quien sería mi padre trastrabilló. Y tembló de
miedo y pavor. Pero, más que temer a una reprimenda, o bien ser expulsado de la
casa, algo peor le estremeció: que la prohibición esta vez fuera tan drástica
que nunca más volviera a pulsar una guitarra.
– Así, ¿no? –Expresó mi
abuelo arrastrando las palabras que le salieron de la boca después de un buen
rato, lo cual era una pésima señal, de que no había dudas de que estaba
conteniéndose–. Así que estás tocando la guitarra.
Y la impresión que alcanzó
a tener su voz hizo voltear a su amigo, quien tuvo que mirarlo a fin de ver que
había causado sin quererlo una gran calamidad, y que la desgracia estaba por
suceder.
Al observar la coloración
del rostro de mi abuelo recién comprendió la magnitud del tremendo lío en el
cual había puesto al chico. Y el abismo en el cual había metido a mi propio
abuelo, por la decisión que tenía que tomar a partir de ese momento y en ese
instante, cuál era seguramente botarlo de la casa.
3.
Para salvar
alguna
vida
La tempestad de todos modos
ya estaba desatada. Y aún, más nubes tenebrosas se apelotonaban en lo alto,
revolviéndose agitadas en el cielo antes azulino y sobre los campos aún
sembrados de trigales y de flores.
Nunca mi abuelo imaginó un
desacato de parte de ese hijo suyo, a quien consideraba un dechado de virtudes:
juicioso, atinado y cauto. Y ejemplo para sus demás hermanos.
De este hijo andaba
orgulloso ante todos, por su seriedad y compostura. Y porque de todo salía
airoso. A quien consideraba su sostén, la garantía de vida en su vejez, y su
lámpara encendida y votiva cuando viniera el anochecer. Pero, ¿qué ese hijo le
era desleal? ¿Así lo había traicionado?
– ¡Bien! –Se oyó que dijo
después de largo rato mi abuelo. Rato en absoluto silencio, en que su amigo no osó
intervenir ni siquiera con una palabra demás. Ni un gesto. Él también, don
Baldomero, guardaba tenso silencio, sabiendo que sin querer había provocado que
dos destinos en ese minuto tengan que quebrarse y dividirse para siempre.
– ¡Bueno pues! –Se volvió a
oír decir, costándole que las palabras salieran naturales de su boca–. ¡Entonces,
vamos a ver! ¡Quiero oírte tocar en este instante! –Fue la decisión inesperada.
Y lo dijo sin mirar a su hijo ni mirar a su amigo, que era lo peor.
Pero allí fue que el propio
Baldomero avizoró una luz en el túnel, en ese paso intrincado y abismal. Un
fósforo se prendió en esa noche ya tenebrosa.
4.
Tampoco
quiso
afinarla
Y él mismo don Baldomero
fue corriendo a traer una guitarra. Para ello miró en la calle todas las
puertas y atinó ir a la que estaba más cerca y entreabierta. Era la de don Juan
Rojas, llamado El Macarano.
– ¡Qué pasa! –Le dijo al
verlo pálido y agitado como si la vida se le estuviera escapando.
– ¡Présteme, don Juan, su
guitarra!
Este al verlo y escuchar el
pedido, supo que la guitarra no era para ser tocada, sino para salvar alguna
vida humana que en ese instante estaba en peligro de caer fulminada. Por esa
razón, sin preguntar nada, fue corriendo, la descolgó y la entregó, tal como
estaba. Mientras, aquel que sería mi padre, tenía los ojos y los pies
petrificados en el corredor, sin que su progenitor se dignase ni siquiera
murmurar algo, ni decir nada.
– No te acerques. Toca
desde ahí, desde el umbral, bajo el alero. Y ya te digo: no te acerques. –Reiteró.
Con eso trazaba una raya divisoria
ya de la separación definitiva, y en el suelo concreto y no imaginario. Y lo
dijo justo cuando mi padre quiso dar unos pasos para buscar una silla, adoptar
alguna posición cómoda que le permitiera manejar el instrumento con cierta
soltura. Pero mi abuelo delineó las cosas así para que se supiera que no iba ya
a involucrarse en nada de ese hijo. Y para que no le cupiera duda de lo que
haría, ni le doliera mucho la decisión que ya había tomado, y que solo faltaba
decirla. El joven tuvo entonces que sentarse en la piedra del umbral del
corredor con la guitarra en sus brazos. Queriendo también dejarse llevar por la
fatalidad, tampoco quiso afinar la guitarra. Y la tocó, así como estaba.
5.
Un adiós
irreparable
Bordoneó entre la quinta y
sexta cuerda. Y la pulsó como si ya fuera una despedida. Y como ya sabía
hacerlo, que era haciendo temblar los hilos con las yemas de los dedos,
oprimiéndolos sobre el diapasón con un movimiento de agonía, como yo no he
visto a nadie que sepa hacerlo jamás. La pulsó como si le apretara el corazón a
cada cuerda, como si le cortara la respiración y le apretujara las venas a
alguien.
Así hacía que la cuerda se
retuerce de dolor y lastime el alma, quedando aprisionada bajo la sangre viva
de sus venas o arterias, de su pulso y de su aliento y de sus nervios, que esta
vez se balanceaban para bien morir bajo ese movimiento absoluto, ineluctable y
letal; en donde ya no la guitarra sino la vida gime, solloza, grita y clama.
Baldomero Vásquez se había
quedado de pie en el patio, queriendo salvar de algún modo a ese adolescente
que se había suicidado mucho antes con el desacato. Y sin querer lo había
ayudado a morir y a sepultarlo de ese modo.
Tocó mi padre primero “El
indio llora”, resumiendo los siglos de dolor, de expolio y de aniquilamiento de
toda una raza, incluidos varones mujeres y niños. Y lo hizo como un desgarro,
como diciéndole a su padre: ya me voy, adiós para siempre, e irreparablemente.
Porque no se le escapaba que la orden ya estaba dictada. Sabía que la desobediencia
era castigada de modo inexcusable. Y lo
tocó como una agonía.
Había visto que por causas
menores habían salido expulsados para siempre de la casa su hermano menor
Baltasar, quien tuvo que emigrar a Trujillo sólo por hacer un gesto de enojo a
sus dictámenes. Y otros hermanos por faltas menores ya estaban lejos. En realidad,
nadie había sido perdonado.
6.
En la misma
casa
El joven a continuación
tocó “Vírgenes del Sol”, y lo hizo sublimando todo lo sufrido, elevando el alma
en una suerte de alivio y paz, queriendo que en la vida todo sea perdonado. Y
después, tocando y cantando con voz trémula y quebrada: “Llora, llora corazón”.
Pensó que ya por gusto. Pero mi abuelo que estaba en la sombra no pudo
disimular sus lágrimas. Le corrían por las mejillas sin atreverse a sacar su
pañuelo y enjugarlas. Como tampoco avanzó a abrazar a su hijo. Fue mi padre el
que lo hizo, apoyándose en su hombro y diciéndole.
– ¡Adiós, padre! Te he
desobedecido.
Y mi abuelo solo alcanzó a
decirle:
– Quédate, hijo.
Estaba arrepentido de la
decisión que ya había tomado de antemano, quizá hacía muchos años atrás. Y era
más bien como si ahora lo recibiera de regreso a casa. Mi padre después de
aquel suceso quedó libre para ser músico. Nunca lo vi tomar un vaso de licor ni
de vino, ni de ron, ni de cerveza. Integró como el más joven de sus miembros,
el plantel del Orfeón Leandro Albiña de mi pueblo, siendo el más tierno de sus
integrantes. Después fundó su propia orquesta de cuerdas a la que puso por
nombre “Ollantay” porque en sus lecturas él se prendó para siempre de Cusi
Coyllur, mientras se reservaba el rol del protagonista de aquella gesta
incaica.
7.
En el umbral
bajo
el alero
Hoy día esa orquesta ensaya
en la sala de la que fue mi casa de infancia, en la misma casa donde don Danilo
Sánchez Gamboa protagonizó la historia que he contado. Y aún gente que nunca lo
escuchó dicen que lo escuchan en el umbral del corredor y bajo el alero desde
donde estuvo a punto de ser expatriado de Santiago de Chuco, de esta tierra que
él jamás dejó.
Mi padre, así como a la
guitarra le extraía quejumbres y gemidos a la mandolina y al violín. Y lo hizo
tocando incluso en las misas solemnes de la iglesia. Y de continuo en la casa,
cuando ensayaba a solas.
Ahora cuando la gente pasa
por la calle dice que lo escuchan. Y hasta refieren que se asoman a mirar hacia
adentro de la puerta de la sala. Y en las leyendas que se tejen acerca de él, describen
que al pasar ven que el violín se toca solo. Porque a él lo ven, así lo relatan:
con los ojos cerrados y profundamente dormido. Pensando seguramente en lo que
le dijo al principio mi abuelo aquella vez en que se jugó entero su destino:
– No te acerques. Toca ahí,
desde el umbral, bajo el alero
Por eso, a estas
actividades de revivir la orquesta Ollantay” en la sala de nuestra casa, y que
dirigió mi padre, la llamamos ahora de ese modo: “Música desde el umbral, bajo
el alero”. Y lo hacemos cada vez que vamos con Capulí, Vallejo y su Tierra.
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