– ¡Elvira! –Grita hacia
adentro mi abuela. –¡Elvira! –Y lo hace con voz de sumo peligro.
– ¡Sí, señora Sofía!
–Responde alarmada y haciéndose presente mi mamá.
– ¡Jesús! ¡Dios mío! Estos
niños han venido corriendo y dicen que al Fredito lo han llevado al Puesto
Policial. ¡Corre! No lo vayan a pegar al chiquillo.
– ¿Qué? –Se espanta mi
madre–. ¿Mi hijo en el Puesto de la Policía?
– ¡Lady! –Grita mi abuela,
llamando a mi tía, rozagante, risueña y casadera que vive dos cuadras más
arriba y que justo pasa en este momento, inocente y desprevenida, delante de
nuestra casa. –Corre tú más rápido. ¡Al Fredito lo ha llevado el guardia a la
comisaría!
Mi tía da media vuelta y
corre calle abajo, mientras mi madre se jala los pelos y se arranca los
vestidos lamentándose de la suerte que le está deparando el destino, de que un
hijo suyo, y que aún no cumple 8, años ya lo está haciendo pisar el suelo de
las comisarías. Por eso, levanta los ojos y la cara al cielo, clamando:
– ¡Dios mío! ¿Qué mal he
hecho en esta vida, para merecer este castigo?
2. Se apresuró
a decir
Mientras tanto, a mi tía Lady
la veo entrar sin que pudiera verme, sentado como yo estoy a un costado de la
tenebrosa habitación en una silla que el sargento me ha puesto para que yo me
siente, mientras él me mira con rostro severo y preocupado desde su escritorio.
– ¡Cómo es esto! –Entra
gritando mi tía Lady–. ¡Quién se ha atrevido a traer aquí a mi sobrino!
– Ha sido el cabo Pinto,
recién llegado. –Se apresura a decir el sargento titubeante, disculpándose,
puesto que es sobrino de mi abuela y primo de mi tía.
– ¿Quién? –Vuelve a gritar mi
tía, vociferando.
– El cabo Luis Pinto. Él lo
ha cogido mientras colgaba trepado al camión.
– Y, ¡qué!
– ¡Y lo ha traído!
– ¿Y tú no eres capaz de
decirle que se dé cuenta qué clase de niño es? Y más, ¿para traerlo arrastrando
al Puesto de la Policía? –Grita mi tía.
3. Y,
cogiéndome
de la mano
– Cálmate Lady. –Trata de
apaciguarla el sargento–. Hay una orden de traer a todo chiquillo que se sube o
trepa al camión, porque puede ocurrir un accidente.
– ¡Qué orden ni qué orden!
¡Este es un atropello!
– Pero, ¿cómo es que el hijo
del maestro se atreve a hacer algo que sólo hacen los vagos de la esquina?
Este argumento desarma por
breves segundos a mi tía, tanto que me mira, pero es un solo instante. Porque
la veo verdaderamente indignada, furiosa y con ganas de golpear a alguien.
– ¡Oye! –Dice volteándose
hacia el sargento–. Le dices a ese tal por cuál, cabo Pinto o cómo se llame, ¡y
que no sé quién diablos es! –Increpa todavía mi tía–. ¡Que se cuide!, que en
cualquier momento lo atamos a un burro y lo botamos por el camino de regreso.
– ¡Le diré, le diré de quién
y de qué se cuide! –Bufa el sargento.
Y, cogiéndome de la mano, mi tía
me saca por la puerta sin dignarse gastar más palabras, mientras la oigo decir
entre dientes:
– ¡Badulaques del cuerno!
¡Vamos Fredito!
4. Antes
yo prefiero morir
Pero mi madre en la casa está
bañada en un mar de lágrimas. Al verme, su mirada es de una condena implacable
que me arroja insalvable al décimo círculo del infierno, mucho más allá y más
abajo de lo que está Satanás, y de lo que es la comisaría.
Siento que esta mirada me
alcanzará hasta el fin de mis días. Y recién entonces me siento reo infame y
culpable de haber mancillado atrozmente el nombre y el honor de mi familia.
– ¡Jamás pensé –exclama
airada– que por un hijo mío tenía que andar yendo a las cárceles! ¡Qué irás a
ser cuando a tu edad hay que estarte sacando de las comisarías! –Es su reproche
inapelable. Y sigue llorando:
– Pero antes yo prefiero
morir, a tener que estar andando de prisión en prisión para verte.
Yo apenas tengo ocho años,
sin ningún antecedente policial y ya mi madre se lamenta de ese modo. ¡Como si
antes ya hubiera caído bajo rejas en alguna celda o prisión!
– ¡Qué desengañada me siento,
Dios mío! ¡Qué traición la de un hijo para con su madre! –Y otra vez rompe a
llorar y a gemir, tanto que parece que algo ha muerto en nuestras vidas.
5. ¿Qué
ocurre?
La manera cómo llora mi mamá
me asusta tanto que estoy a punto de empezar también a gemir y lloriquear como
ella lo hace, cuando escucho que me dice:
– ¡Pero espera a que venga tu
padre! ¡Le voy a pedir que te muela a palos para que te saque la mala sangre
que llevas!
Esta manera de hablar atajó
mis lágrimas, me da coraje y me envalentono, y no tanto por justificar el
hecho, sino por lo exagerado de sus deducciones, y ya casi afirmaciones
condenatorias.
Aunque por el drama que se ha
armado me da cierto miedo de lo que hará mi papá conmigo.
Cavilaba yo por algún lado
cuando llega mi padre.
– ¿Qué ocurre? –Pregunta
asustado al escuchar sus sollozos que otra vez empiezan justo cuando él entra,
y al ver lo enrojecido de sus ojos como el gesto doliente que ella tiene en
todo su rostro y hasta en su cuerpo, indaga quedándose inmóvil.
Allí, rápidamente le cuenta
los hechos de la captura y, sobre todo, la vergüenza del aviso y el rescate
ignominioso.
6. No sé
por qué
– ¿Y por qué ha sido?
–Pregunta mi padre buscando mi mirada.
Yo no puedo hablar,
compungido y anonadado como estoy.
– ¡Háblale pues a tu papá!
Para eso sí no eres valiente, ¿no? ¡Pero para otras cosas, sí! ¡Ha sido por
colgarse a un camión! –Le dice mi madre, acuseta.
Mi padre guarda silencio,
pensativo. Y sube el escalón a su biblioteca, signo de que entra a leer o a
escribir en el cuarto del segundo piso.
– ¿Qué? ¿Cómo? –Grita mi
madre–. ¿No vas a molerlo a palos? ¿Ni siquiera vas a darle un par de
chicotazos? ¡Claro! ¡Por eso este niño se ha vuelto un malcriado y atrevido que
hasta lo lleva la policía! –Chilla.
Mi padre, tan severo en
corregirme hasta en la forma en que doblo un pañuelo, no sé por qué no le da
importancia a esta primera, grave, y felizmente la única incursión en mi vida,
hasta el día de hoy, en el mundo oprobioso de las comisarías.
Claro. Ya me había librado de
la paliza que me había sido anunciada, pero no de las miradas acusadoras y
condenatorias de mis hermanos menores quienes no se dignaron dirigirme la
palabra durante todo ese santo –o no sé qué– día.
7. Meses
más tarde
Ahora eran ellos quienes con
sus ojos acusadores me lanzaban fieros reproches, porque entendían que yo era
el culpable de ese llanto inconsolable en que se desangraba mamá, quien no se
resignaba y seguía llorando.
Pero todo pasó y se olvidó,
como todo pasa y se olvida en esta vida. En el fondo el hecho de que mi padre
no me hubiera castigado era para mi madre el indicio de que la falta no tenía
importancia ni estaba condenado yo a ser un mal hijo ni un réprobo.
Al otro día temprano mi madre
me ordenó hacer algo, y yo corrí a obedecerle. Mis hermanos entendieron que las
pases se habían hecho y se acercaron a preguntarme, fascinados y expectantes:
– ¿Es lindo pasearse en un
camión?
Lo curioso de este hecho
luctuoso es que, meses más tarde, mi tía Lady y el cabo Pinto contraían solemne
matrimonio, habiendo sido mi incursión en el mundo del delito la ocasión para
que ambos tuvieran noticia de que el uno y el otro existían en este caprichoso
y, a veces, temible mundo en que vivimos.
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