1 DE DICIEMBRE
DÍA
DEL BIOQUÍMICO,
QUÍMICO
Y FARMACÉUTICO
EL
BOTIQUÍN
DE MI CASA
Danilo
Sánchez Lihón
Elvira, mi madre
y la función
de
la yerba purísima
César
Vallejo
1. Míralo
sus ojos
Desde la sala de mi casa, con la puerta de par en par que da a la calle,
vemos que pasa un señor manoteando con su bastón el aire del vano de la puerta,
con una mano, y con la otra tratando de cogerse de algo; con los ojos
estrambóticos, nublados y abiertos; sin mirar nada salvo el cielo en una
actitud ingenua y desolada.
– ¡Mira, ahí va el ciego! –Musita una de mis tías.
– ¿Qué le pasó, mamá a ese señor? –Le imploro que me cuente.
– Le pasó que, a él, pobrecito, le tostaron los ojos. –Cuchichea otra de
mis tías, hablando bajito y tratando de ser solemne. Pero todo como para que yo
escuche
– Y ¿cómo lo tostaron, ah? –Reacciono airado.
– En una callana. ¿No sabes cómo se tuesta? ¿No has visto tostar cancha,
trigo, alverjas?
– Sí. ¿Entonces le sacan y ponen a tostar ahí sus ojos?
– ¡Claro! ¡Y se tuestan como habas! Si no, acércate. ¿Y míralo cómo son sus
ojos!
– Y, ¿por qué tostaron sus ojos? –Suplico.
– Por coger los alfeñiques de su mamá sin pedir permiso. Y por mentir, sin
decir: ¡yo lo hice! –Interviene otra tía aguafiestas mirándome maliciosa.
2. Destino
de ciego caminante
– ¡Como si Dios a los humanos no nos hubiera dado lengua para pedir y decir
la verdad!
Agrega otra vieja antipática.
– Y miren, por coger los confites lo que le pasa. ¡Que todo su cuerpo se
hace alfeñique, sino míralo cómo camina!
– ¡Ya ves! –Me advierten entonces–. ¡Eso pasa por comer tantos dulces! Y,
además, sin pedir permiso.
A partir de ese momento me enojo, porque veo en ese pobre anciano reflejado
mi destino de ciego caminante por las calles y aledaños de mi bella comarca que
ya no veré cuando sea grande.
Pero mi madre, que de mí todo lo sabe, siente que yo me he resentido en el
alma. Y disimuladamente con los ojos me hace una seña invitándome a salir.
Desde su bolsillo me tiende alfeñiques que yo rechazo airado, ya con mis
ojos llenos de lágrimas.
– No les hagas caso. –Me advierte.
3. Deja
de llorar
Serán las últimas lágrimas que llore porque se tostarán mis ojos por tantos
alfeñiques que he robado, por ser un ladrón desalmado de dulces y chocolates
que mi padre le regala a escondidas a mi mamá, pero que yo advierto o me doy
cuenta, o que mi mamá de puro buena me los da.
A ella mi papá le obsequia en esas latas tan lindas con paisajes que, ya
vacías, mi hermana con precocidad antipática, ¡yo no sé cómo la sabihonda está
enterada de todo!, dice que unos son paisajes de Inglaterra y otros de
Alemania. ¡Imagínense cuánto sabe, y parece zonza!
– ¡Ven, vamos! –Me consuela mi madre–. Momento en que vuelvo a gimotear mi
horrenda desgracia de quedarme ciego.
– No les hagas caso. ¿No ves que te quieren? ¡Quisieran apachurrarte, pero
tú no te dejas! Eso les molesta y te fastidian de ese modo. ¡Deja de llorar! Y
no les des el gusto de que te vean llorar.
Y me lleva a dar un paseo.
4. La hierba
mora
Pero, ni bien
salimos a la puerta, yo restregando mis lágrimas que me empañan los ojos,
cuando ya se acercan las mujeres humildes del vecindario a decirle a mi madre:
– ¡Ay niña Elvira!
Mi Catita se ha llenado de la erisipela. Dígame, ¡qué le diera!
Ahí recién se me
pasa el enojo. Alzo las cejas y estoy atento para ayudar a quien me dio la vida
en ese oficio de médico, farmacéutico o curandero, y en dar la receta correcta
y con ella el alivio y la curación ante tanto mal que hay esparcido sobre la
faz de la tierra.
– Le puedes
dar.... –Se demora en decir. Y en cambio yo aduzco:
– ¡Hierba mora! –Diciéndole
bajito a mi mamá, jalándole su pañolón a cuadros de color verde, sombreado de
negro, con flecos que cuelgan y de los cuales ando cogido.
– Hierba mora en
ajenjo. –Completa mi mamá.
– ¿No tendrá
usted, niña?
5. Un temblor
desde dentro
– ¡Sí! ¡Tenemos,
mamá! –Intervengo yo, como si la cosa fuera conmigo, Y sin ningún sentido de la
discreción anunció:
– ¡Ahorita lo traigo!
–Y corro, subiendo el escalón hasta el segundo piso, y voy directo a la ventana
y a los cajones que allí colocamos, a los cuales llamamos “El botiquín”, lleno
de frascos y botellas, de embaces y enseres que son como ilusiones y esperanzas
puestas en aliviar dolores y sanar heridas.
Acercarse al
botiquín es llenarse de fragancias, de iridiscencias y de alquimia secreta,
donde los colores, los tipos de estuches y sus letreros guardan todo el estupor
de la casa cuando nos enfermamos. Pero es en el primer estante donde está la
caja clasificada con todas las plantas que curan.
Pero, ¿qué
buscaba? ¡Ah, ya! Aquí está. ¡Cómo no! La hierba mora es buena para combatir la
erisipela; pero también los diviesos, los flemones, los panadizos.
¡Y las quemaduras!
En infusión, mezclada con verbena y hierba santa, es santo remedio también para
las penas. Pero es buena también para aliviar la fiebre del tabardillo que
samaquea a la gente como si un temblor desde dentro le sacudiera todo el
cuerpo, ¡y el alma!
6. El olor
remoto
Lo sé, porque mi
madre y mi tía Zarela heredaron de don Benigno Rojas, mi abuelo, el arte y
afición de administrar el poder curativo de las plantas. Y mi madre me lo
inculcó a mí. O yo lo aprendí, sin que tuviera la intención de enseñarme.
Es por eso que
tenemos una caja de madera con divisiones, la misma que vendría seguramente
desde Hong Kong, o bien de Borneo o Sumatra, importada por mi abuelo que era
comerciante; e industrioso, tanto que, además de preparar remedios y curar, tenía
en Santiago de Chuco hasta una fábrica de aretes y de anillos; otra de velas y
cirios; y otra de jabones y bisutería.
Digo yo que
vendría desde esos lugares remotos por el olor exótico y original de las
maderas. O vendría esa caja procedente de cualquier otro sitio, pero eso sí
lejano y misterioso, desde donde mi abuelo importaba productos para su tienda.
Allí vino cierto
producto oloroso, como esencia de almizcle, porque ese aroma rezuma sus tablas
amarillas, con ranuras para las divisiones y una tapa que se desliza entre dos
estrías.
Cementerio de Santiago de Chuco
7. De altura
y de temple
Allí guardamos las
hierbas en sobres, donde yo soy el almacenero, y como tal el médico, el brujo y
el demiurgo fascinado por sus prodigios.
Y mi madre me
ayuda en ese rol que hago con entusiasmo impetuoso, pero también seguramente
con inocente torpeza.
Y muchos paisanos
míos estuvieran ya muertos y en el cielo, gozando de buena vida y no padeciendo
esta existencia afligida de aquí en la tierra, en este valle de lágrimas en que
nos debatimos, si es que ella no me hubiera corregido a tiempo en las recetas,
ayudándome en tales menesteres decisivos.
¡Horas he pasado
oyéndola hablar del valor curativo de cada hierba! Ayudándola a envolverlas,
rotulándolas y anotando sus virtudes milagrosas. Y, sobre todo, además de
palpar cada tallo y cada hoja, ¡oliéndolas y palpándolas!
Aprendiendo a
identificarlas por su forma, distinguiendo su color, memorizando su forma;
reconociendo su tersura como su profundo y embriagante aroma. Y hasta probando
su sabor en la boca, con mis labios, y hasta mordiéndolas con mis dientes y
saboreándolas con mi lengua; y depositando su esencia en mi alma por ellas
extasiada.
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