29 DE
DICIEMBRE
EL AÑO QUE VIENE Y EL QUE
SE VA
MUDOS
TESTIGOS SON
LOS CAMINOS
Y si
hay algo quebrado en esta tarde,
y que
baja y que cruje,
son
dos viejos caminos blancos, curvos.
Por
ellos va mi corazón a pie.
César Vallejo
1. Diana
en el aire
Confidentes y mudos testigos de
cuanto pasa, como también de cuanto se oculta y se calla, siempre viejos y
siempre nuevos en lo hondo y a la vera del día, la tarde y la noche, ¡son los
caminos!
Cuanto ocurrió, como las voces
que se dijeron y las que no alcanzaron a ser dichas, ¡todo permanece detrás de
estas piedras! ¡Cuánto se habló o se ocultó, late inmutable en cada corpúsculo
del aire que aquí palpita!
No se apagan ni se pierden los
hechos ni las voces, o bien sus opuestos, ¡sino que aquí se guardan! Están
vibrantes en la luz impalpable de la mañana o de la tarde, o de la noche indesmayables.
Así, pasó por este lugar el
hombre que no quería hablar de su pena, y ella quedó registrada. Muchas leguas después
de andar callado por la senda, ora llana y ora pedregosa, decidió retractarse.
No lo dijo, pero ello también quedó grabado.
Por todo eso, las palabras de
quienes por aquí pasan ya no puede ser de engaños, sino que más bien adquieren dimensión
de trasgos, espectros y fantasmas.
2. Tierra
estremecida
Por eso, cuando ha caído la tarde
sabemos que más pueblan y recorren las almas por los caminos. Y con ellas los
recuerdos dichosos o tristes. Y es que más que los vivos que transitan por
estos lugares, ya sean felices o infelices, habitan estos lugares los que se
fueron.
Aunque se oiga venir el sonido de
la tinya y el tambor, de las guitarras y flautines, o del rondín; o, por
último, del simple silbido, imitando el trino del huaychao, y los de la
calandria cuando se aparea.
Aunque pasen las cornetas y los
clarines de los músicos que concurren a la fiesta del pueblo, con retazos de
marchas que resuenan en los bosques cercanos.
Y venga a cobijarse aquí el
sonido por sobre los muros de piedra, de las cercas y los portillos. Y rasgue
el silencio con su sonido largo y ululante. Sonido de sol, de arco iris y rayo.
¡Sonido de agua y de metal!
Sea la Banda de Carrizos de
Cochabuc. Sea las traveseras de Surubara. Sea la caja del Chiroco que baja de
Uningambal.
Que ocurre en este mundo y en esta
tierra estremecida. ¡Porque viejos y siempre desconsolados aquí son los
caminos!
3. Ni de ti,
ni de mí
¡Mudos testigos de lo que
acontece, y de lo que no sucede! Y, en los caminos, ¡las piedras! Y las cruces en
lo alto de las colinas que tienen siempre un resplandor nuevo.
Además de los arroyos que mojan nuestros
pasos. Y saben, palpando las plantas de nuestros pies, lo que ellos soportan. Mientras
el moscardón zumba conjuros en nuestros oídos.
Aparte de la sombra que se
esconde y amilana en el recodo del sendero. ¡Y la curva con un signo
ineluctable que sobresale, lo más al borde y empinado!
Y, sobre todo, ¡el maguey que aquí
se estira hacia lo alto! Quien es vigía y tótem de lo que ocurre y no ocurre.
Los caminos tienen muchas heridas
atroces, verdaderos cuchillos hundidos en sus brazos y en su seno; espadas y
lanzas.
Lo testimonian también las pencas
que tienen sus puntas afiladas a lo alto como preguntas sin respuestas.
4. No sabemos
qué
Pero que no confesarán nada de lo
que saben; de ti, o de mí. ¡Ni de nadie! No lo
dirán el tantal ni el sugán, que permanecen aparentemente ensimismados.
Ni menos quieren decir nada las
retamas de las cuales ya hemos hablado, como tampoco las flores leves del dulce
y discreto tomillo que crece al pie de las cercas y cuidando los atajos.
De quien sus hojas, que son
lanceoladas, los delatan como escoltas y guerreros.
Como también la yerba santa que
mora al pie de los puquiales, denominada así porque cura dolores del alma, que
permanece ahora callada.
Como asimismo la zarzaparrilla de
flores amarillas que crece debajo de los cercos de espinas.
O el suncho de las praderas que trepa
al altozano de las rocas inhiestas. Y las dolientes margaritas de las acequias.
O de las campanillas solitarias y
translúcidas que hacen tintinear sus péndulos y corolas por no sabemos qué
presencias aladas.
5. Rojo
sangre
¡Todos ellos han sentido no solo
las voces sino el hablar a solas de la gente que pasa, rumoreando sus cuitas y
sus penas por los caminos!
Como acontece también con los
queñuales, alisos y eucaliptos, árboles grandes y robustos que crecen en las
quebradas y en lo alto de los cerros.
O con las frutillas dulces del
sugán, que son de un rojo sangre cuando están
tiernas, y de un rojo escarlata cuando maduran.
Y no solo ellos sino también el
Juan Alonso de semillas verdecidas que crece entre la hierba, con espinitas que
se tira al cabello de las muchachas en las celebraciones y en las fiestas.
O del cadillo que tiene una flor
con unos palitos negros y en punta. Y que cuando se los roza saltan y se pegan al
borde de las polleras de las mujeres, y al borde de las bastas de los
pantalones de los varones.
Todo eso hay en los caminos que
yo he recorrido tanto de niño.
6. ¡Un
lucero!
La mayoría de plantas del camino
son, por eso, acorazonadas, porque escuchan el alma de la gente que transita
sobre el sendero y adoptan el perfil de su corazón.
Y si así son sus hojas lo es también
el centro de su tronco y de su copa. Como el de la penca que cuando se la corta
revela esa forma, que además está teñida en sangre.
Y es que por el camino pasa la
niña enamorada, la esposa enternecida, la viuda que extraña; como el joven que
canta o toca el rondín o la vihuela.
La muchacha que lleva en las
caderas maternales al hijo que espera que nazca fuerte y sano.
Pasa por aquí la señora que vende
leche contando las monedas que le faltan; el niño que repasa las lecciones de
la escuela. Pasa el anciano temblequeante.
Por eso, ¡nada más primitivo y
bello que la noche en un camino. Y dentro de ella ¡un lucero!
7. El colibrí
mensajero
¡Mudos testigos de todo lo que acontece
son los caminos! Aunque no lo sepamos, el agua que pasa por un arroyuelo adonde
solemos detenernos para aliviar un cansancio lee lo que nos pasa mientras
escuchamos el rumor y el gorgoteo del tiempo transcurriendo en la cascada.
¡El agua, a la cual no deja de
dirigirse quien tiene secretos que a nadie más quiere confesar! Salvo a ella
que corre rumorosa y que lleva a no sé qué mares los dolores que no se quiere
que queden aquí.
Ya sea que nos hayamos detenido a
confesarle algo, o ya sea para guardarlos ante ella más fuertemente y bajo mil
llaves. Aunque aquí es terrible la soledad entre los árboles y las luces de los
rayos lejanos en el horizonte.
Quizá sea así por el asombro de
los paisajes que nos oyen o contemplan. O por ellos mismos que nos tienen fe,
en quien ellos creen, ¡y que no quisieran olvidar!
Por eso, hay una diana en el aire,
momento en que llega a revolotear en el aire el colibrí
mensajero a llevarse todo lo que nos acongoja, ave del tiempo que es
infaltable en estos senderos.
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