sábado, 15 de febrero de 2020

15 de febrero. Nace el pintor Eladio Ruiz Cerna. El pintor de mi aldea.


NACE EL PINTOR ELADIO RUIZ CERNA

EL PINTOR
DE
MI ALDEA
CONFIDENTE
Y AMANTE DE SU PUEBLO

 Danilo Sánchez Lihón

  

Eladio Ruiz Cerna. Autoretrato

1. Paradoja
de lo íntimo

Eladio Ruiz Cerna fue y es en la pintura el primer cronista, confidente y amante de su pueblo, que también es mi pueblo, Santiago de Chuco. Quien andaba nuestras calles a grandes pasos, como en zancos, con los ojos entrecerrados, oteando siempre a lo lejos el confín de los horizontes y al fondo de las cosas, sorbiéndose el derecho y el revés de los paisajes, como también captando el gesto de las gentes, para luego estamparlos con intensos colores violetas, rojos, amarillos y azules en el lienzo de sus cuadros.
Y, ¡oh paradoja de lo íntimo!, para que en los últimos años de su existencia desde sitios tan lejanos y exóticos como Polonia, Yugoslavia y Rusia; desde Francia, Italia y Alemania –tres exposiciones en la Galería Weidenmann, en la Universidad de Humboldt y en Kollinschin Park en menos de seis meses– no resistan el anhelo de conocerlo personalmente y de no saber más acerca de su vida y obra.
Y tiene que soportar en esos países el asedio de los lentes fotográficos, el parloteo de la radio, el paroxismo de la televisión, la congestión del internet y de la vía satélite para informarnos acerca de uno u otro detalle de sus presentaciones, sea alguna característica de sus cuadros o ya sea del artista como persona.


2. Sus ojos
fantasmales

Situados los agentes del periodismo cultural al frente de sus obras, tratan de transmitir el hechizo de un alero que se curva o de una luz que agoniza en una ventana y otra que se subleva, junto a los grumos de polvo de adobe de un muro de Santiago de Chuco que se desmorona y que gracias a Dios han quedado eternizados ahora en sus pinturas.
Sin embargo, para quienes lo conocimos cuando éramos niños y él pintaba en Santiago de Chuco, era otra la perspectiva que teníamos de él desde nuestra aldea; donde lo encontrábamos al amanecer, o en los lentos mediodías, o cayendo la tarde; en cualquier pasaje de una calle apartada y vetusta, o en el recodo imprevisto de un camino, o en lo empinado de una colina, o bien a la orilla de un sembrío.
Allí estaba él, de pie frente a su caballete, con su figura esmirriada y severa, disputándole visiones, ternuras y crepúsculos a los espantapájaros que detrás de él abrían los brazos asombrados de ver revelarse en la tela idénticos y distintos colores a los que veían sus ojos de trapo fantasmales.


3. El rojo
sangrante

Pero antes lo veíamos pasar por la calle como quien va a un combate, como quien lleva un carcaj en los hombros, que era su caballete, sus lienzos, sus brochas; armado como para una guerra y él con vestimenta de batalla.
Como después era normal encontrarlo frente al atardecer en medio de un sembrío dibujando los celajes, los cambios de tonos de colores en el horizonte, el movimiento de los árboles del bosque, y el aire impalpable de la tarde o de la alborada.
Y ya con su caballete puesto en pie y elevado como el mástil de una nave, con el lienzo virginal y en espera; y él con los brazos abiertos, erizadas sus brochas insignes, largas y tupidas junto a su paleta, extraía de sus cajas y chisquetes los pigmentos absolutos que a brochazos iba extendiendo en la tela.
Que luego se convertía en ondulantes campos de espigas de trigo mecidas por el viento, de colores naranjas; o en asombrados campos de cebada, de colores amarillos tenues; o en apelotonados copos de nubes, los blancos esenciales; y en el perfil cárdeno de las montañas, los rojos sangrantes.


4. Todo
en silencio

Los chiquillos tomábamos asiento en el suelo, sentados a su alrededor en la parte de atrás, a no menos de ocho metros de donde él estaba pintando, distancia que elegíamos tácitamente dado que él nunca nos dijo nada; y permanecíamos allí extasiados, en absoluto silencio, sin hacer un solo ruido ni comentario frente al rito sagrado de la creación artística.
Porque no mirábamos en detalle el cuadro sino el acto mismo de pintar, el hecho ritual de convertir la realidad de afuera en otro mundo de adentro, y el prodigio de que lo pasajero quedara eternizado en algo fijo y duradero.
De tanto mirarlo y mirar el paisaje que estaba ante sus ojos hacíamos la suposición de haber pintado el camino, o el río o el muro de una casa, solo él sabiendo qué colores correspondían al retazo de mundo que trasponía a la tela. Solo {el sabiendo la vibración de la luz, a la cual dar el tono exacto, el aura cabal y un compás o melodía que fuera la precisa de ese momento.
Éramos allí reunidos una parvada de niños sentados en círculo alrededor de alguien en absoluta soledad. Nunca le oímos dirigirnos la palabra. No hablaba con ninguno. Eso sí, tenía un gesto severo, cáustico y hasta doloroso. Jamás llamó a nadie la atención, ni nos mencionó por nuestros nombres, como ocurría en otros momentos cuando lo saludábamos. Todo lo hacía en silencio, hierático y ritual.


5. Un acto
sagrado

¿Y qué clase de niños seríamos nosotros para permanecer horas de horas contemplando algo que no tenía nada de concreto, de movimiento externo ni menos de espectacular? Nada que se graficara en una acción ni en algo práctico. Ni en una lámina que siquiera viéramos desarrollar ante nosotros y que él mismo nos mostrara. No. Nada.
Hasta que, siempre en silencio, cogía el cuadro que había pintado, entrecerraba los ojos, lo miraba largamente. Miraba otra vez el paisaje y la tela. Guardaba el cuadro en el estuche que tenía inherente al caballete.
Arreglaba pacientemente cada cosa poniéndola en su sitio y salía por algún cerco o portillo, sin decirnos una sola palabra. Sin un saludo de despedida, aunque fuera duro o seco. Pero eso sí quedándonos a nosotros la sensación de haber participado en un acto sagrado.
Idéntica a la forma cómo él se fue de este mundo el 1 de mayo del año 2013, casi a la media noche, en la ciudad de Trujillo, donde murió el grande e inmenso pintor indigenista de mi tierra, el egregio Eladio Ruiz Cerna, hombre austero, lacónico y sin concesiones y quien naciera un día como hoy 15 de febrero en un altozano como es el lugar donde queda su casa en el barrio de Andamarca de Santiago de Chuco.


6. La espada
y la pluma

Pero él sabía lo que hacía. En primer lugar, fue insobornable en su arte, ya sea ante la figuración o el dinero. Sin ningún miramiento ni halago para las modas, las tendencias ni las mendacidades del mercado, de allí que aquí en nuestro medio sea un perfecto desconocido, lo cual no siempre está mal.
Con una adhesión profunda por la justicia social y su compromiso con los humildes y desheredados de la tierra, con una adhesión apasionada por lo andino e indígena que ha logrado que su mensaje tenga capacidad sublevante y fuerza redentora.
Después de César Vallejo es el artista más grande que ha producido esta tierra generosa, que ha dado a luz a hombres de valor imperecedero en todos los campos, sea en las artes, las ciencias, el sindicalismo, el foro o la milicia. En lo que sea. Y hasta creo que más en lo que se esconde y al final vuelve a la tierra sin sentido aparente o sin haberse hecho ostensible su valía.
Sea en el mundo académico o bien como montoneros en la defensa de los sagrados intereses de lo humano y lo divino, seres que se elevan cogiendo en la mano la espada y en otro la pluma, o el pincel como es el caso de Eladio Ruiz Cerna.


7. Las flores
silvestres

Es pintor legendario, celebrado en Francia, Alemania, Italia e Inglaterra donde exponía en los últimos años, y no tanto entre nosotros que colocamos en las paredes de galerías y museos espantajos, extravagancias y trivialidades.
Lo peor es que reemplazando a aquella verdadera pintura que se desvela en los desvanes a cambio de estropajos, hechos por bufones y mequetrefes. Pero, felizmente, todo lo sabe el pueblo, al cual no se le engaña. Que aparenta que te cree, pero sabe cuál es lo verdadero.
Quiero decir que Santiago de Chuco su pueblo ha quedado indeleble transpuesto en sus lienzos. Cada rincón, fogón o techumbre; cada pared, esquina o balcón; como también sus caminos, sus colinas, sus parvas y bajíos; como la luz y la sombra de sus amaneceres y crepúsculos.
Siento que las flores silvestres que recogemos todo el año, ya sea en sueños o despiertos, son en parte para ponerlas al pie de las cruces o para ornar todo lo que consideramos valioso.
Como también para deshojar sus pétalos y ungir la frente y las sienes de estos combatientes por la causa del hombre, como es el caso de Eladio Ruiz Cerna, quien murió en la batalla, y que ahora reposa para iluminarnos desde la eternidad que lo ha acogido y donde desde entonces mora.

Todas las imágenes son obras de
Eladio Ruiz Cerna


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