7 DE MARZO
NACE EN LA PAMPA EL ESCRITOR
CARLOS EDUARDO ZAVALETA
VIAJE
HACIA
EL ALBA
Danilo Sánchez Lihón
La Pampa entre Caraz y Corongo
1. Ambos
piscis
Carlos Eduardo
Zavaleta nació el 7 de marzo de 1928. Se dice que, en Caraz; pueblo lindo y
precioso del departamento de Ancash. Pero lo cierto es que nació en La Pampa,
cuando este lugar pertenecía a la extensa provincia de Huaylas, ahora en la
jurisdicción de la provincia de Corongo.
Él mismo lo aclara
y revela en un texto confesional expresándose del siguiente modo:
“Puesto que había nacido en
un pequeño pueblo de la provincia de Huaylas, cuyo nombre exacto desconocían en
la escuela (¡y lo peor, en los pueblos adónde nos mudábamos!) escogí la
capital, y desde entonces dije que había nacido en Caraz. Solo así recordaron
el sitio. Tanto que hasta lo repiten los críticos.”
Su padre era
telegrafista; funcionarios muy importantes y que en ese entonces eran
itinerantes, trashumantes y errabundos, a quienes cada dos o tres años los
trasladaban a uno y otro pueblo.
2. Leer
era lo primero
– Al igual que
Gabriel García Márquez –le digo–, cuyo padre también tenía ese oficio.
– Lo mismo. ¡Idéntico!
–Me dice orgulloso–. Y hay otra coincidencia con él, cual es que nacimos en
marzo, y en días sucesivos: él nació el 6 y yo el 7; siendo ambos del signo
piscis.
Pero fue, –así él
me lo aclaró–, gracias a ese oficio de telegrafista de su padre, que pudo
cultivar su afición por la lectura, debido a que a la oficina del correo
llegaban todos los periódicos y revistas que se editaban en aquella época a nivel
nacional e internacional.
Y leer era lo
primero que hacían él y su padre en la oficina de correos en las horas en que
el local permanecía cerrado al público, comentando lo leído con su padre y con
los otros empleados de la oficina.
3. Me han
marcado
Así llegó a ser el
gran escritor y narrador que es. Y fue esa una de las motivaciones de su
inmensa contribución a la literatura peruana, puesto que a él se debe la
modernización de la novela al interesarse por las técnicas narrativas que fue
un aporte suyo que luego aprovechó magistralmente Mario Vargas Llosa. Por eso
dice:
“Cuando publiqué mi primer cuento en 1948,
quise para mi país una literatura nueva, renacida, con temas profundamente
nacionales, pero con técnicas y estilos de validez universal.”
Fue así que
estrecharon una gran amistad con Mario Vargas Llosa, quien lo reconoce del
siguiente modo:
“Ahí tal vez, y por culpa
de Carlos Eduardo Zavaleta, escuché por primera vez hablar de William Faulkner,
que es uno de los escritores que más me han marcado”.
4. El sobresalto
de despertar
Cuando lo visité
para coordinar el homenaje que le rendiríamos en el Aula Capulí, durante toda
la entrevista me habló de su infancia y de sus viajes en cabalgadura, a mula o
a caballo por la serranía.
Ahora que pienso en
ello, creo que ya se estaba despidiendo de este mundo. Porque todas sus
evocaciones era ir cada vez más hacia adentro y al fondo de los pueblos.
Y la de atravesar
la tierra yendo desde el anochecer rumbo a la alborada por los caminos.
Bajo cualquier
pretexto volvía a la referencia de sus viajes de niño, expediciones en realidad
solitarias, como una prueba o una expiación; nunca en grupo ni acompañado por
otras personas, salvo por Pío, el guía o el arriero emblemático de su niñez.
5. El viaje
definitivo
Estaba obsesionado
por esos recuerdos. Los reconocía ya no como viajes prácticos sino míticos,
oníricos e imbuidos de una condición extraterrena.
Me explicaba desde
los preparativos de la víspera, lo que era dormir con el sobresalto de
despertar.
Y luego a oscuras
levantarse de la cama alumbrados por el candil que recién en esos momentos se
encendía.
Luego enjaezar la
mula, que es el animal más recio, más seguro y de más instinto, me recalca.
Cogido a su bastón,
y parado frente a mí que permanecía sentado en un sillón de su sala, en verdad
ya estaba en trance a esa encrucijada que es el morir, como el viaje
definitivo.
6. Siempre
con la lámpara
Y, aún antes de oír
cantar los gallos –me repite con los ojos extasiados– salir por el portón de la
casa haciendo resonar los cascos de la acémila en el empedrado de la calle.
No había entonces
luz eléctrica –me precisa–, y los pueblos a lo más se alumbraban con faroles
que se apagaban con el viento.
Y luego en el
camino temblar en los lugares signados por las almas, por las brujas y los espectros,
sin dejar de mirar las bocas de los túneles y las cuevas por donde he pasado.
Me habla de la
belleza de los cañaverales, de la capucha de jebe del poncho de los viajeros
para defenderse de la lluvia, del ladrido de los perros que salen a espantar un
buen trecho del entorno de una casa, ladrando a los caminantes cuando pasan
delante de esas moradas. Siempre con la lámpara colgada al cuello del animal.
7. En otro
mundo
¡Y es este detalle
para mí un campanazo que necesitaba que resonara! Para corroborarme que entonces
¡no estaba recordando, sino que fantaseaba y estaba delirando!
¡O preveía un viaje
futuro ya como espíritu! Porque, ¡eso no podía ser cierto! ¡Cómo que el animal
lleva el farol colgado al cuello!
Porque nunca yo he
visto en mi tierra natal, que es igual a Corongo, o a Sihuas, o a cualquier
pueblo de Ancash, que se le colgara una lámpara del cuello al animal al cual
montamos.
¿Alucinaba ya el
maestro? Es en este pasaje que yo intuí que él tramontaba ya por otros mundos.
Y coincidió que a
los pocos días murió este hombre de los viajes al amanecer, o hacia el alba.
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