11 DE ABRIL
DÍA
DE LA ARQUEÓLOGO PERUANO
NACE JULIO C. TELLO
LOS CINCO
SOLES DE LA
IDENTIDAD
1. Un sol
esplendente
– ¡Soy indio!
–Exclama el sabio y eminente arqueólogo, antropólogo, historiador, geógrafo,
etnólogo, lingüista y dibujante Julio C. Tello, al inicio de sus clases en la
Universidad Nacional Mayor de San Marcos, como en la Pontificia Universidad
Católica, como en el Congreso de la República del Perú, donde es representante
de su pueblo. ¡Y donde fuera que diserte!
¿Por qué lo dice?
¿Por autoafirmación? ¿Por orgullo? ¿Por mecanismo de defensa? O, ¿por qué? Muchos
lo toman como una extravagancia innecesaria, pues basta con mirarlo para saber
inmediatamente que nadie más indígena que él, nadie más típico para ser
identificado con lo que en el Perú entendemos como el prototipo de lo que es
ser ¡indio!
La única rareza
es que él es una eminencia, un sol esplendente en el firmamento de la ciencia y
las humanidades, quien posee un cerebro portentoso que se ha hecho admirar en
Harvard y en Cambridge, donde obtuvo sus doctorados.
Le rindieron
honores y pleitesía en Berlín donde sustentó ponencias sobre el origen del
hombre americano. En Roma se sacaron el sombrero ante él, en donde desarrolló
conferencias deslumbrantes sobre las culturas aborígenes del Perú precolombino.
Universidad de Harvard
2. Más
aún
Por algo desde
niño le decían “Sharuco”, que quiere decir “arrollador”. Uno de los pocos
hombres a quien de manera natural se lo identifica como sabio. “El sabio Julio
C. Tello”, se dice de él.
Era cetrino,
bajo de estatura y grueso de tórax. De rostro apiñado como un puño rígido,
tallado como piedra junto a nuestras rocas y montañas; de nariz y pómulos prominentes,
frente amplia y arqueada, ojos apretados y escondidos en sus cuencas, como si
salieran desde el fondo de una pirca de escollos.
Su pelo era duro
y lacio como la cabuya de las pencas de nuestra serranía. Su vestir, común y
corriente; hasta se podría calificar como desaliñado en su indumentaria, como
cabe esperarlo en quien se siente haber superado y dejado atrás ya todas las
apariencias.
Acentuaba las
eses al hablar y su tono era dulce, quebrado y garrapatiento, como lo tiene
todo quechua-hablante, y más aún quien afirmaba que pensaba en quechua y, para hablar,
tenía que traducirse después de formular sus ideas en el idioma de los
civilizadores incaicos: el Runa Sini.
Este hecho se
notaba más cuando intervenía en la Cámara de Diputados donde no dejó de ser
campechano. Y cuantas veces pudo profirió, igual que al iniciar sus clases en
las aulas universitarias, aquella su exclamación y grito de guerra que era:
– ¡Soy indio!
Universidad de Cambridge
3. Medalla
de Oro
Fundó el Museo
de Arqueología y Antropología, en donde pidió que al morir fuera enterrado. Y
este deseo fue acatado y se cumplió como una ley. Se le concedió ese insólito
privilegio que a nadie se le otorga, salvo a los excelsos o muy eminentes y venerables
prohombres de la patria. A él sí se le concedió sin reservas, luego de morir el
3 de junio del año 1947.
Desposó a una
mujer bellísima, leal y fervorosa de su obra, de nacionalidad inglesa, llamada
Olive Mabel Cheesman, identificada totalmente con su trabajo y su destino, y a
quien conoció en Bradford, cuando estudiaba en Cambridge.
Por sus
descubrimientos de las Necrópolis de Paracas, en 1925, y la exposición de los
fardos funerarios de esa asombrosa cultura, hechos que conmocionaron al mundo,
tuvo reconocimientos no solo en el ámbito de la cultura, la educación y la
ciencia, sino de la opinión pública en general, y de la ciudadanía; como
también se ganó la adhesión, el cariño y la admiración del civismo candoroso a
nivel provincial.
De allí que el
Concejo Municipal de Nazca, por ser una jurisdicción favorecida con sus
descubrimientos, acordó otorgarle Medalla de Oro, Diploma de Honor y una
Resolución de Alcaldía, mediante la cual se le reconocía como Hijo Adoptivo y
Predilecto de esa cálida, devota y agradecida ciudad costera, siendo que él
había nacido en Huarochirí el 11 de abril de 1880, entre los contrafuertes
andinos ceñudos y amenazantes, pero al final protectores y compasivos.
Ingreso a la ciudad de Nazca
4. En la esquina
de la plaza
La decisión del
Concejo se le hizo saber a través de un oficio laudatorio, gesticulante y pleno
de obsecuente admiración y respeto. Y se coordinó directamente con él la fecha
en que viajaría a Nazca para participar de la ceremonia solemne en que se le
impondría tales distinciones y títulos honoríficos.
Así Nazca quería
expresar públicamente, mediante una ceremonia cívica apoteósica el merecido
homenaje y tributo a quien hizo del desierto de Paracas un lugar de atracción turística
mundial en lo que concierne a patrimonio cultural.
Siendo que
gracias a él en Paracas se pueden apreciar los más extraordinarios fardos
funerarios, apenas abiertos en las tumbas, constituyendo los vestigios
arqueológicos más admirados de este lado del océano Pacífico, y siendo este sitio
y desde entonces, y por tal motivo, un lugar muy concurrido.
Para cumplir con
la ceremonia y el acto programado el sabio tomó un ómnibus y llegó temprano a
esa ciudad, a la vez fresca y añeja, transparente y vetusta, rancia e inocente.
Y en la esquina
de la plaza de armas se detuvo al divisar a un emolientero, en donde se le
antojó tomarse a esa hora temprana un combinado de linaza con cola de caballo,
boldo y cebada.
Plaza de Armas de la ciudad de Nazca
5. Soy
de Huarochirí
Estando allí, de
pie y ya servido su vaso de cristal que sujetaba con las dos manos, soplándolo
con sus labios puestos en arco y amoratados, se acerca uno de los señorones del
lugar, alto, blanco y de ojos verdeazulados, quien se queda mirándolo de arriba
para abajo, y le dice:
– ¡Oye indio! Ya
que estás aquí desocupado, necesito que me traigas de mi hacienda mi caballo.
– ¿Qué, señor? –Contestó
don Julio, suspendiendo la delectación de su compuesto de hierbas; y pasándose
la mano por la comisura de los labios.
– Vas a ir –le
repitió como deletreando–, y vas a hablar con el administrador que se llama
Joaquín. Te voy a dar una nota donde le ordeno que envíe contigo mi caballo ya
ensillado. Pero tú te vienes caminando, no lo vayas a montar. ¡cuidado de
montarte en mi caballo! ¡Anda pronto!, que tengo que salir en la tarde para
Acarí.
– ¿Y dónde es su
hacienda, señor?
– ¿Y de dónde
eres tú, indio, que no sabes ni conoces cuál es mi hacienda? ¿No reparas en
quién soy?
– Discúlpeme
señor. Es que yo no soy de aquí. Yo soy de Huarochirí.
Le provocó en la esquina servirse un emoliente
6. ¿Qué?
¿A mí?
– ¡Ya veo que no
eres de aquí, por eso no sabes quién soy! –Le dijo de modo indulgente–. Pero
bueno, averigua bien el camino a Cantayo, que es mi hacienda, y has lo que te
mando. No te doy mi dirección porque no sabes leer, pero preguntas a este
emolientero dónde vivo yo. Y así vas a llegar.
– Y, ¿a qué hora
caminando estaré de regreso con su caballo, señor?
– De aquí a
Cantayo te echará una hora de camino. A las once ya estarás de regreso por aquí.
– Entonces, ¡no
puedo, señor!
– ¡Cómo que no
puedo, indio! ¿Cómo te atreves a desobedecerme? ¡Encima te voy a pagar dos
soles para tu coca!
– No, no puedo, señor.
– ¿Qué? ¿Cómo?
–Le dijo mirándole, sin poder entender tal desacato. Pero sobreponiéndose
transó compasivo:
– Tres soles te
voy a dar, indio. Mira que nunca he pagado ese precio.
– No puedo. No
me alcanza el tiempo, señor.
– ¿Qué? ¿A mí
vas a desobedecerme? –Se veía que el señorón luchaba consigo mismo por tener
calma. Y ya en el colmo del perdón y la clemencia le propuso–. ¡Te voy a dar
cinco soles, indio, solo porque estoy apurado!
Pueblo de Huarochirí, donde nació Julio C. Tello
7. Se fue
bufando
– No puedo.
– ¿Sabes qué es
cinco soles, miserable? ¡Con cinco soles puedes comer todo el día!
– Pero tengo qué
hacer.
– Y, ¿qué tienes
que hacer, indio?, –le preguntó lleno de curiosidad e insolencia, y ya al borde
de perder la paciencia, mirándolo otra vez de arriba para abajo, pero esta vez
retrocediendo al hacerlo por no poder comprender lo que estaba sucediendo.
– No puedo,
porque tengo que asistir a una reunión.
– ¿Qué? ¿Te
estás burlando de mí, insolente? Agradece que no haya traído mi rebenque para que
te fuetee en este mismo instante. Agradece que no seas de aquí indio bruto.
Pero sí te puedo hacer meter en un calabozo en este mismo momento. –Y miró a
todo lado para ver si había un policía. Pero no había ninguno.
Y lo miró con
desprecio.
– ¡Por eso el Perú
anda mal, país atrasado, carajo! –Masculló al final– ¡Y es por culpa de estos
indios que ya no obedecen y se han rebelado!
Y se fue
bufando.
Universidad Nacional Mayor de San Marcos
donde estudió Julio C. Tello
8. El toldo
rojiblanco
El más asustado
y que temblaba de miedo era el emolientero quien al principio se había encogido
y después, temeroso como si estuviera lloviendo lava hirviente, se fue a parar
temblando a la esquina de enfrente, porque vio que en cualquier momento al
pobre iban a pegarle.
Pero finalmente
el hombre blanco se fue echando chispas.
Y don Julio, sin
decir nada, terminó de sorber calmadamente su emoliente. Únicamente que se le
entrecerraron más sus ojos, hasta ser unas lucecitas inhallables en el abismo
de los dos cuencos en que se revolvían sus pupilas.
A esa hora ya
pasaban los estudiantes con sus uniformes de gala, las bandas escolares, las
escoltas, los brigadieres, algunos con bastones y estandartes para el desfile
en honor al sabio Julio C. Tello, epónimo a nivel mundial.
A las 9 de la mañana empezaron a escucharse los
clarines de las bandas de músicos que iban detrás de las autoridades e
invitados especiales en traje de etiqueta, solícitos y puntuales para ocupar
sus asientos en la solemne ceremonia que iba a llevarse a cabo en el Salón
Consistorial del Municipio Provincial, que lucía espléndido con todos sus
emblemas, banderas y guirnaldas.
Y hacia afuera
estaba el toldo rojiblanco con las sillas encintadas. Y puestas las escarapelas
a lo largo y alto de los parantes y travesaños para el desfile escolar y de las
instituciones públicas y privadas de la localidad, acto que iba a realizarse
alrededor de la plaza.
Desfile cívico
9. Mente
brillante
A las 9.30 las
escoltas de alumnos de los principales colegios con sus bandas de guerra ya
estaban emplazadas y listas para el desfile frente a la tribuna oficial, alzada
ante el Municipio Provincial. ¡Se homenajeaba a la Gloria de la Arqueología
Peruana y erudito en tantas otras materias científicas!
Don Julio
arrellanado en el sillón central de la mesa de honor escuchó los discursos que
se leían como si fueran parte de la etopeya de un personaje al cual él conocía
lejanamente, pero que no era él mismo.
Se destacaron
sus méritos, el de surgir desde un hogar campesino y humilde elevándose a las
cimas de la realización científica mundial.
Se refería a que
se graduó y se tituló de médico cirujano.
Que junto al eximio escritor don Ricardo
Palma, autor de las Tradiciones Peruanas, viajaron a Inglaterra en el mismo
barco.
Que, con mente
brillante y dotes de investigador consumado, contrapuso a la tesis
inmigracionista de Max Uhle, la tesis autoctonista del origen del hombre de
América.
Bahía de Paracas
10. Casi
se cae
En la semblanza
laudatoria se destacaba que construyó una explicación coherente de la
civilización incaica y también de las culturas anteriores a los Incas.
Que no solo
entendió y dio a conocer en ambos casos las bases de su organización social y
económica sino de su cosmovisión del mundo.
Que hay una
arqueología nacional y americana antes de Julio C. Tello y otra después de él.
Luego fue
anunciada la imposición de la Medalla de Oro y se convocó al Alcalde Honorario
de la ciudad, quien avanzó y don Julio tuvo que pasar adelante.
Para hacerlo
tuvieron que arrimarse entre la mesa y las sillas de las autoridades, para él salir
al estrado en donde ya esperaba don Rafael de la Borda, hacendado de horca y
cuchillo de todo el litoral de Nazca.
Era el mismo señor
del caballo, quien en el puesto del emolientero si hubiera tenido su rebenque
colgado al cinto, como lo dijo muy claro, hubiera fueteado en plena plaza al
sabio graduado con honores en Harvard y Cambridge. Y todo por no traerle su
acémila desde su hacienda en Cantayo.
Don Rafael casi
se cae de espaldas del susto y sobresalto cuando reconoció al hombrecito a
quien había insultado diciéndole miserable en la mañana de ese día en que se le
homenajeaba.
Julio C. Tello en su juventud
11. Esos
cinco soles
Sintió vértigo y
desmayo y se lo vio trastrabillar. Pero a ello acudió la mirada y la palabra condescendiente
de Don Julio, quien lo repuso diciéndole:
– ¡Calma!
¡Calma! ¡Tenga calma!
Pasado el
peligro, para circunstancias como esta, don Julio sabía pronunciar esas
palabras y poner un rostro jocundo.
Ya repuesto el
personaje se inclinó reverente. Y le rogó suplicante:
– Le pido mil
perdones y disculpas doctor por lo sucedido esta mañana. ¡Si hubiera sabido que
es usted don Julio C. Tello…! –Alcanzó a musitarle con voz quebrada, contrita y
al borde del llanto.
Y al inclinarse
lo hizo de tal modo, por lo alto que era, que le pareció al público que se
arrodillaba.
Le conmovió a
don Julio la sincera humillación del hacendado y a modo de superar
definitivamente la situación, le dijo:
– Estos
compromisos siempre quitan tiempo señor... Porque me hubiera gustado traerle su
caballo. Y ganarme esos cinco soles que tanto lo necesito. Y que me hacen falta
para comer hoy día.
Manto de Parcas de un fardo funerario
12. De todos
modos
Después empezó
su discurso diciendo:
– ¡Soy indio!
Pero esta vez
casi le había tocado probar, en la mañana de aquel día, el trago amargo y atroz
de la identidad.
Y recibir los
fuetazos en la cara, en los hombros y en la espalda, como lo han recibido siglo
tras siglo sus hermanos de raza.
Y sin que nadie
hubiera podido salvarle, menos el emolientero muerto de pánico. Y peor un
policía que hubiera estado a favor del ilustre señorón.
¡Y no por la
agresión a su improvisado cliente, sino por la cólera del señor Rafael de la
Borda, Alcalde Emérito y de por vida de la ciudad!
Como tampoco
hubiera tenido tiempo don Julio de repetir la otra frase que la pronunciaba
cada vez que intervenía en el parlamento de la República como su egregio
representante, y cuál era:
– ¡Pido la
palabra para oponerme!
Y menos hubiera
servido aquello de:
– ¡Calma!
¡Calma! ¡Tenga calma!
Allí nada
hubiera valido. Y, de todos modos, le hubieran caído los azotes y latigazos en
aquella esquina de la plaza aldeana, sin que hubiera ciencia ni sabiduría capaz
de ampararlo; ni títulos honoríficos de Harvard o Cambridge, que pudieran
salvarle.
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Esta faceta de la vida de Julio C Tello refleja la humildad del sabio. Sánchez Cerro, lo destituyó de la dirección del Museo de Arqueología Peruana, en Setiembre de 1930; por haber sido parlamentario durante el Oncenio de Leguía y lo remplazó Luis E Valcarcel (Biblioteca Nacional del Perú)
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