El coronel Andrés Avelino Cáceres, llegó a ser Mariscal,
pero a mí me gusta llamarlo así, coronel, porque con ese grado peleó en la
mayoría de las batallas, quien vivió siempre al filo de un cuchillo.
Amenazado de muerte siempre, perseguido noche y día,
siempre a salto de mata interminablemente, y asestando golpes certeros al perverso
y ruin invasor.
¡Y nunca se pudo ni jamás se rindió!
Vivió por los caminos cuando habían dado el mayor
precio por su cabeza, viva o muerta. Se tendieron trampas, se organizaron piquetes
especiales de servicios secretos, las máximas redes y estratagemas a fin de
capturarlo.
Pero nunca pudieron localizarlo porque era escondido
bajo millares de ponchos y rebozos de bayeta de la gente sencilla.
Más que a nadie fueron a él a quien más hirieron las
desgracias de la guerra, de los que mueren, porque heridos no hubo ya que se
los remataba.
¡Pero nunca se rindió!
2. Los caballos
que montaba
Ni cayó jamás en manos de sus perseguidores.
Estuvo siempre estuvo adelante en las arremetidas, con
la espada desenvainada y flameante en el aire.
Y después, en el fragor de la lucha se lo veía al
centro del remolino tajando en lo abusivo, cortando lo impío y podrido. Y
siempre saliendo ileso.
Se llegó incluso a pensar que los dioses andinos lo
habían sumergido en algún lago helado y mágico de nuestra serranía y se hizo
invulnerable.
Aunque la verdad es que cayó herido innumerables
veces. Y le sangraron y se le llagaron las lastimadas. Murieron a su alrededor
sus principales colaboradores y amigos quienes peleaban a su lado.
Y hasta los caballos que montaba caían fulminados por
las balas o descoyuntados por otras espadas. Fue incansable el fuego enemigo a
fin de aniquilarlo.
¡Y nunca se rindió!
3. Seguía
luchando
Los dolores más acervos del alma fueron a él a quien le
llegaron primero, más atroz, ruda y fieramente.
Fue en su pecho en donde golpearon más fuertemente los
balazos y las arremetidas de los caballos.
Más que en ningún otro sitio era en su puesto, en su
sector y en su puesto en donde se concentraba el fuego enemigo.
¡Y nunca se rindió!
En la Batalla de Tarapacá totalmente expuesto se dio tiempo
en el fragor del combate para cargar en sus hombros a su hermano Juan,
seriamente malherido.
Lo libró de la andanada de balas ya moribundo. Lo
abrazó sin soltarlo, fue confidente de sus últimos suspiros. Y al morir cerró sus ojos.
Y abriendo furibundo la arena con una palana pudo
enterrarlo, mientras seguía la lucha y él se reincorporaba.
¡Y aun así nunca se rindió!
Vide en el imaginario de la gente
4. ¡La
próxima
es vencer!
Aunque perdiendo en una y otra contienda siempre
reconstruyó su ejército. Y volvió a empezar de nuevo.
Las catástrofes más horrendas, capaces de deshacer el
granito y partir en dos el hierro más duro y resistente, en él no lograban causar
desánimo un ápice.
Porque ante embates como esos el acero más duramente
forjado se quiebra y hasta se derrite el diamante, pero que a él no lograron doblegarlo
ni vencerlo.
Por eso es guerrero mítico.
Por eso desde entonces pasea por los caminos proclamando
a todo pulmón un grito, diciendo:
– ¡La próxima batalla es vencer! Lo oímos en estas
punas con o sin sol, en estas llanuras con o sin viento. Y en estas nieves
eternas en donde más que la luz resplandece.
Porque Andrés Avelino Cáceres, ¡Nunca se rindió ni se
rendirá jamás!
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