Aquí está él, don Ernesto
Villalobos, el mejor carpintero de toda mi provincia, a tal punto que solo a él
se le da el título de ebanista. Y aquí estoy yo, de pie como un devoto
admirador en su puerta, iluso y arrobado de ver cómo corta, cola, ensambla y
cepilla.
Él con su mandil de cuero en su
cuerpo enjuto y liso; con los ojos azules y el cabello áureo, con su rostro
solitario y ausente, midiendo y cepillando las tablas.
Cuando de repente un día me
mira no sé si cariñoso o compasivo, y me dice:
– ¡A ver! ¡Pasa! ¡Y de esos
pedazos de madera haz lo que quieras!
Tomo mi sitio y pasados los
días de mis manos van apareciendo cofres para mi madre, alcancías para mis
hermanos, repisas para los dormitorios de la casa, una caja de lustrar zapatos
para papá.
Como también pequeñas mesitas
de noche que él alza en sus brazos, las mira por uno y otro lado y celebra
embelesado. Obras que en mi casa mis hermanos y mis padres acogen con
exclamaciones de admiración y júbilo.
Baúl
2. He sido
testigo
– ¡Realmente estoy sorprendido!
¡Qué buen carpintero eres! –Me dice don Ernesto. Y que él lo diga, para mí, es
mucho.
Y así don Ernesto Villalobos me
permitió en todas las vacaciones que tuve, y no sé por qué razón de orden
supremo, ser el carpintero que soy. Y que él descubrió en mí, en base a no sé
qué de los muchos prodigios de que está colmada mi vida.
A él, sin embargo, la gente le
teme, aunque nunca hablen mal suyo; quizá porque de ahí sale la ebanistería más
ilustre, eximia y reluciente de toda mi comarca y distritos aledaños.
Y no acepta obra que no la vaya
a poder tener lista para la fecha que él ofrece. Precisando para ello incluso
la hora en que pueden venir a recogerla, con la anticipación de uno o dos
meses. ¡Cosa rara que eso ocurra en un oficio como este!
He sido testigo de cómo ha
rechazado dinero, contante y sonante que le ponen en la mano, para una obra que
iba a interferir para que él cumpla con otras, a entregar las cuales ya se
había comprometido.
Árboles de donde se extrae la madera
3. Momentos
supremos
En aquellos años él era la
única persona de mi pueblo que conocía los Estados Unidos de Norteamérica, y había
viajado y vuelto de Europa. No es que él haya venido de allá, sino que había
ido desde aquí, y ¡había vuelto! Porque nació y vive en esta mi aldea, cuidando
y junto a su madre.
También es el único ser humano
de aquí que ha cruzado en barco el canal de Panamá. ¡Nadie más lo ha hecho! ¡Y
el relato que hace de este suceso y portento es sencillamente inenarrable! Y
solo yo sé buscar el momento más propicio para que él lo cuente.
A ratos pienso que él me
permite usar sus herramientas, y me regala su madera que es fina y exclusiva, y
que me la obsequia con el mayor contento y cariño, solo ¡por tener quién le
escuche hablar!
Y me consiente utilizar el otro
lado de su banco, frente y muy cerca de él, y me permite que yo tenga acceso a la
cola, a los clavos y a los barnices que compra en Trujillo, solo para tener momentos
supremos que él escoge, a fin de que alguien le escuche atento, como yo hago,
de algo que él quiere contar. ¡Y que nadie antes de ahora ha escuchado!
Santiago de Chuco
4. ¡Vamos
corriendo!
Mis padres saben dónde estoy. Y
me felicitan. Y les complace. Y cada obra que termino, que sale de mis manos y
llevo a casa, lo celebran como si fuera maravilla. Y le buscan un sitio en el
patio, en la sala, el comedor o los dormitorios. Y me lo agradecen con honda
emoción que siento cuando me abrazan.
Abrazo que trasunta el más
inmenso cariño y casi la devoción en lo que yo puedo hacer, y que son estas
obras entresacadas de la resina de los árboles que han sido vida auténtica en
algún lugar embrujado de la tierra.
Les encanta cada vez que llego con una joya de
estas en donde labro volutas e incrusto espejos, encajes de metal, y después acolcho
con pana roja o brocados.
Ahora mis hermanos pequeños ya
saben dónde buscarme. Y hasta aquí llegan en tropilla, al principio para
mirarme desde la puerta hacer lo que estoy haciendo. Y después de un largo rato
en que alguien los despierta, me hablan:
– Mamá dice que ya la mesa está
servida. ¡Y los platos se están enfriando!
– ¡Y recién abren la boca! –Les
regaño–. ¡Vamos corriendo! Y nos lanzamos cuesta arriba, a ratos abrazados.
La calle por donde venimos corriendo
5. Cielos
rasgados
Nunca el maestro me pidió que
le ayude ni siquiera a sujetar una tabla, o lo que sea. Ni para traer algún
tablón, de los que tiene secándose en su corredor, en el interior de su casa,
por donde muere el sol de la tarde.
Todo es dejarme confeccionar lo
que yo quiera. Tampoco, nunca me ha corregido algo, o me ha dicho hazlo de esta
manera.
Al contrario, se pone a mirar
embelesado lo que yo hago. Y lo contempla satisfecho y, con frecuencia, asintiendo
con la cabeza.
Algunas veces, cuando abre la
puerta hacia el interior de su casa para traer una olla donde hierve la cola,
veo la figura de una señora, que es su madre, sentada e hilando en el corredor
abierto al crepúsculo y al cielo ilimitado.
Su taller en cambio no tiene
cielos rasgados, salvo encima de la casa de enfrente cubierta de matojos y
madroños y cuya puerta nunca se abre porque es casa abandonada.
Casa
6. Bandas
de músicos
Sin embargo, aquí dentro en la
madera se concentra la esencia de los bosques y las flores de todo el universo.
Y la fragancia de los árboles
que han absorbido todas las savias de la tierra.
Ahora pienso que ésta también
fue para mí una escuela en mi infancia, en el período de vacaciones, desde
cuando cursaba la Educación Primaria.
Y en todos los años que estudié
en el colegio la Educación Secundaria, hasta salir de mi pueblo. ¡Esta vez sí
hacia los cielos desgarrados del mundo!
Y es desde allí, desde la
ebanistería de don Ernesto Villalobos desde donde cada período de vacaciones
escuché el reventar de los cohetes del mes de enero
Y es desde allí donde escuché en jirones y a retazos las bandas de músicos, anunciando que ya vivimos el advenimiento de la Bajada de Reyes. Y que en tal o cual casa se celebraba la Levantada del Niño Dios, o la llegada de los Reyes Magos.
Baúl en el jardín
7. Un día
como hoy
Y, durante los meses de febrero
de cada año, los acontecimientos de las fiestas de los carnavales, con los
sones lejanos de pasodobles, marineras y tonderos que desgranan las bandas de
músicos que acompañan bailes, desfiles y jincanas, y que se arman en cada uno
de los barrios.
Avivando la imagen en nuestros
corazones, de que en alguna casa hay aires de fiesta, con rica y abundante
comida y chicha; y con alguna orquesta aldeana que entona huaynos, serranitas y
la música del pallo de Santiago de Chuco.
Mientras se sirven tamales y se
cruzan miradas y requiebros que harán que en los meses futuros nazca algún niño.
Y que en los años y décadas del porvenir por una hora como esta se sea feliz o
se llore, Se evoque y se gima desconsolados. ¡Y tal vez hasta se muera!
Teniendo al frente ahora el
muro derruido, pero lleno otra vez de flores de todos los colores y matices,
que al principio parecía musgo, después yerbas silvestres, pero ahora han ido
tomando cuerpo, espesor y altura, para que un día como hoy han estallado en esa
vieja pared todas las flores.
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