¿Qué alegra estos días de enero en la serranía, que
son días de invierno, lluviosos y encapotados?
Días en que la lluvia es una cortina de agua perenne
que desde el amanecer desciende con monótono compás desde el tejado.
Inundando el patio, el zaguán y hasta los corredores,
filtrándose por cualquier resquicio que encuentre en la techumbre.
Días en que las piedras mojadas brillan, como espejean
los charcos de agua que la lluvia deja y empoza.
Días en que los senderos se vuelven barrizales, aunque
florezcan las campanillas silvestres de las cercas ¡y el rocío permanezca en
hojas y pétalos!
Días en que no seca la ropa humedecida en los cordeles
bajo techo, ni lo zapatos humedecidos por el agua que se ha filtrado por entre
las suelas que han sentido volver a la vida.
Días en que los ríos crecen y arrancan los puentes. En
que los carros se atascan por los caminos casi desaparecidos por los lodazales.
2.
Entre tanta humedad y tanta lluvia, entre tanto frío y
tanta tempestad, entre tanta teja rota y gotera que moja la bóveda y la cercha,
¿qué nos alienta?
Entre tanta torrentera por las calles y tanta neblina,
lo único que rompe tanta monotonía son los ensayos de la orquesta de don
Danilo, tu padre.
Y que se preparan para las fiestas de levantada del
niño, que duran hasta marzo. Y las de carnavales que duran todo febrero. Y que,
como tú bien lo sabes, son fiestas grandes en algunas casas del pueblo.
Entonces sonaba el ensayo de la orquesta. Y uno que se
encontraba caminando bajo la lluvia, menuda o crecida, lo oía desde cualquier
esquina.
O desde cualquier balcón si no hemos salido y estamos
en casa.
E incluso desde el fogón donde de repente nos
encontramos calentándonos los huesos, cuando de repente lo oímos.
¡Y corremos pues! Porque de todos lados escuchamos la
música. Y es difícil no querer salir. O por lo menos acercarnos.
Y de pasar por ahí. Escuchando esos acordes para mí
divinos.
3.
Entonces ya había ahí una multitud en la puerta de tu
casa, bien abrigada debajo de sus ponchos, casacas y hasta capotas.
Escuchando el ritmo de esos compases, que, aunque no
alcanzara uno a ver a los músicos hacia adentro, allí uno se quedaba.
No importa bajo la lluvia que zapatea, a veces con
estallido de truenos y zigzagueo de relámpagos.
Y pese a que eran polcas, valses, marineras y
tonderos, interpretados con mandolinas, guitarras, y el violín acallaba el
rumor de la lluvia y hasta el estampido de los truenos.
Y de todo sobresalían las notas del único violín que allí
se tocaba, cuál era el violín de tu padre,
Esa era música divina que entraba directamente al alma
y ahí se quedaba para siempre. En estos momentos es como si la estuviera
escuchando.
Y te diré por qué: El repertorio de canciones era de
aquellas que exaltaban la vida, el coraje y el amor; como el buen músico y
maestro que era tu padre.
Todo esto me dice,
me habla y me cuenta don Manuel Vásquez Olivares, muerto ya hace mucho tiempo.
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