martes, 16 de febrero de 2021

16 de febrero. Nace el compositor Mario Cavagnaro. / "Yo la quería patita".


16 DE FEBRERO
NACE EL COMPOSITOR
MARIO CAVAGNARO

“YO
LA QUERÍA
PATITA”

Danilo Sánchez Lihón



París al atardecer


Melancolía,
saca tu dulce pico ya.
César Vallejo


1. Una flecha
ardiendo

 

Jamás me imaginé yo que alguna vez la canción “Yo la quería patita” pudiera llegarme tanto al alma, y que se introdujera lacerante como ocurrió aquella noche, tal si fuese un cuchillo, o más bien un puñal magullado y pungente. Y fue en París. Donde pareciera como que todo en la canción significara hechos distintos: su letra, su música, sus acordes y compases. Y su mensaje, extraño e inaudito. Pero, ¿cómo ocurrió para que fuera de tal modo que causara tal revuelo y tal impacto en mi pobre ánima? ¡Porque así fue!

Y es que Fréderic Vásquez en ese café restaurante de París la cantaba como buscando lo más querido, como si se le fuese en ello la vida, como una espina clavada en el alma. Y que hizo que yo apurara la copa de vino que tenía servida, y que velaba hacía rato sobre el mantel de la mesa en aquella noche inolvidable. Que hizo que me levantara saliendo a la puerta del elegante local a mirar el cielo sin estrellas. En realidad, escucharla así cambió mi vida con respecto a la canción ¡y a la música criolla en general!

Porque esa noche disimuladamente, y, de cualquier manera, me levanté y atajé mis lágrimas; debiendo confesar, de parte mía, y avergonzado, que yo le tenía prejuicio a esta canción, quizá por ser yo andino de nacimiento y de vocación. Y a la canción “Yo la quería patita”, la consideraba frívola, ligera y hasta ramplona, en suma, de los bajos fondos. La había catalogado como una canción pícara y de un criollismo barato, de la viveza y el desparpajo. Y, ¡hasta del mal vivir! Además, porque estaba escrita en jerga, lenguaje que hasta ahora yo detesto orgánicamente. Pero, ¡qué equivocados que estamos casi siempre los hombres cuando despreciamos algo! La historia sucedió así:

 

Raúl Bueno, Elqui Burgos y Danilo Sánchez Lihón
en el Aeropuerto de Orly, en París

2. Celebrando

el reencuentro

 

El año 1975 yo cursaba estudios en Madrid y, por tener una semana de vacaciones en el mes de mayo de ese año, en un arrebato decidí volar a París en donde tenía buenos y entrañables amigos con quienes habíamos compartido las aulas en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, como también de otras universidades con los cuales habíamos hecho apasionada bohemia en los bares y calles de Lima.

En el aeropuerto de Orly me esperaban algunos de ellos conversando animadamente, quienes me confesaron que no se habían visto pese a estar viviendo todos ellos en la Ciudad Luz. Y que esta era recién una ocasión para compartir. Entre otros allí estaban Raúl Bueno, Elqui Burgos, José Carlos Rodríguez.

Cuando salimos del terminal aéreo, ya muy entrada la tarde, llovía copiosamente en París. Al cruzar cada esquina mi fascinación era oír tamborilear las gotas de lluvia en los techos y ver correr el agua en las canaletas que recogen los chorros que se precipitan en las tuberías, que en París evitan que el agua se empoce y anegue; siendo tierno sentir a la lluvia caer en la ropa y mojar nuestras manos, rostro y cabellos, como si nos hubiese estado esperando una vieja conocida.

Aquel primer día deambulamos por calles y parques y nos llegó la noche, yo cargando mi maletín de mano. Los amigos todo querían mostrármelo: los lugares históricos, los sitios en donde ocurriera tal o cual cosa, las plazas, los edificios emblemáticos, los museos, las casas de los escritores y artistas franceses, y de otros famosos que allí habían vivido. Ya era muy entrada la noche cuando llegamos a un restaurante atestado de gente, eso sí elegantemente arreglado. Y nos sentamos a fin de tomar una copa de vino celebrando nuestro reencuentro.

 

Danilo, Elqui, Abelardo y José Carlos, en París

3. Un tanto

azorado

 

Entretenidos por la conversación como estábamos no nos habíamos dado cuenta de algo que sí advirtió José Carlos Rodríguez, cuál es que en la animación musical que había en el establecimiento se estaban interpretando, entre las canciones del repertorio internacional, algunas de América Latina, como tangos y rancheras. José Carlos tuvo una intuición, y dijo:

– Voy a ver quién está tocando. De repente es de Latinoamérica.

No le hicimos mayor caso, pero al rato vino con el cantante mismo; y nos lo presentó diciendo:

– Amigos: un momento su atención. Quiero presentarles a nuestro compatriota: Fréderic Vásquez, quien me dice que es mitad peruano y mitad alemán. ¿No es cierto? –Le pregunta, volteándose a él.

– Bueno. –Se disculpó el joven, garrapateando el castellano–. Soy mitad peruano y mitad alemán. Porque mi padre era, o es, del Perú. Pero, en realidad, no lo conocí; y no sé si está vivo. Ni conozco el Perú.

Es un muchacho de unos veinticinco años, no muy alto, simpático, de rostro un tanto moreno; atento y azorado. Es quien toca el piano y a veces canta en este café restaurante.

– Pero, ¿dónde naciste? –Le interroga Elqui.

 

París al atardecer

4. Y se ríe,

emocionado

 

– Nací en Alemania. en un pueblo llamado Rothemburg, cerca de los Alpes.

Nos cuenta que hasta allí llegó su padre peruano, no sabe cómo. Se enamoraron con su madre, que era de ese lugar. Nos refiere que él se apellida Vásquez, por su padre. Le decimos que es un apellido muy común en el Perú. Nos cuenta que sueña algún día conocer nuestro país. Que es lo que le prometió a su madre, quien ya murió. Que ella siguió amando a su padre hasta sus últimos días, siéndole fiel y esperando que algún día él volviera.

– Nosotros todos somos peruanos. –Le decimos. 

Se lo ve conmovido, emocionado. Nos tiende a cada uno la mano a todos. Se lo ve emocionado.

– Y, ¿de qué parte del Perú era tu padre? ¿Sabes? –Le pregunta José Carlos quien es el más despabilado.

– ¡Ah! –Dice él–. De un pueblito pequeño, que seguramente ustedes no lo conocen. Era de Huancayo, que creo es de la parte montañosa.

– ¡Claro que conocemos Huancayo! ¡Es una ciudad grande! ¡La tienes que conocer!

– ¡Ya ven! ¡Espero visitar esa ciudad, algún día! Así que existe todavía, ¿no? ¡Yo pensé que quizá no existía! ¡Ojalá encuentre a mi padre alguna vez! –Y se sonríe, ruborizado.

 

Al pie de la Torre Eiffel

5. Y arrancó

 la letra

 

– ¡Qué bueno! Te vamos a anotar ahora nuestras direcciones. Para que cuando vayas nos ubiques en Lima.

– ¡Gracias! ¡Gracias! Por ese gran gusto les voy a cantar unas canciones peruanas que de repente ustedes no las conozcan, pero que a mí me las enseñó mi madre.

– ¿Así? ¡A ver! ¡Vamos a escuchar!

– Las aprendí de ella, que más o menos sabía español. Por eso quizá no las cante como son. De todos modos, me disculpan. Se las voy a ofrecer.

Y se fue a su estrado, que quedaba a la vuelta, y que no se veía desde el sitio donde nuestra mesa estaba situada; pero desde donde sí se escuchaba nítida y perfectamente lo que él interpretaba.

Desde nuestra mesa estuvimos atentos a que empezara. Pronto sonaron los acordes en el piano de algo inconfundiblemente nuestro, pero con un aire a la vez distinto y sorprendente. Y arrancó a entonar la letra, que dice así:

No se haga de rogar patita y sírvase otro trago
que aquí entre copa y copa le quiero hacer saber
porque es que estoy tan triste tan solo y amargado
que hasta la remaceta hoy me quiero poner...

 

En el río Sena


6. Acordes

y compases

 

El joven canta la canción con voz grave, casi ronca y desgarrada. Con modulaciones profundas. De un modo que yo jamás me hubiera imaginado que pudiera interpretarse esta canción. Lo canta de manera nostálgica, lacerante y de queja, como si fuera un reproche y un lamento. A la vez en tono desenfadado. Pero, a la vez, es gracioso oír cómo pronuncia los vocablos que son jerga o replana en el Perú. Y continúa:

No se haga de rogar carreta y párese otro pomo
no crea usted compadre que ya me licorié
Si estoy con los crisoles rojimios es del llanto
porque he llorao carreta por culpa de esa mujer.

Hasta ahí la canción resultó un golpe rudo, inconcebible y feroz. Porque este muchacho que en su fisonomía es rubio, pero de inconfundibles rasgos andinos, lo ha cantado con tanto sentimiento, quizá buscando a su padre que no conoce y es para él un misterio, que estremece oírlo. ¡Porque la canción en el fondo trata de la búsqueda de un ser querido! Tanto que nos ha anonadado, que nos ha dejado asombrados y lelos. Cuando otra vez arranca, exclamando, lo sentimos ya como una denuncia, una afrenta y un latigazo:

Yo la quería patita, era la gila más buenamoza del callejón
y usted compadre que me conoce yo soy derecho,
ella no supo corresponder a mi corazón...

¡Ay! ¡Sentir cómo se hunden esos puñales! ¡Y estando situados, o varados, en la orilla o en la altamar donde estamos, ahogándonos o salvados! Donde nunca pensé que una canción que yo había despreciado tanto pudiera hacerme rodar calle abajo y golpearme esta vez con tanto sufrimiento en lo central del ser hombre. Era el amor desamparado, desasido y desolado.

Y dicho desde una esquina, o de una atalaya conde se espera vanamente que alguien aparezca en el horizonte vacío que miramos, esta vez en París; yendo desde el ovillo hasta la hilacha de un país lejano. Y allí, lo que había sido para mí frivolidad se convirtió en un himno, en un clarín y en una flecha ardiente, flamígera y para siempre centelleante, y que aún me inflama cuando la evoco.

 

Mario Cavagnaro


7. En pleno

silencio

 

El autor de “Yo la quería patita” es Mario Cavagnaro, quien nació en Arequipa el 16 de febrero del año 1926, y murió el 29 de septiembre de 1998. Compuso canciones de éxito, entre ellas “El rosario de mi madre”, “La historia de mi vida”, “El regreso”. Y en géneros de música internacional sobresalen de su autoría: “Osito de felpa”, boleto interpretado en el teatro, en la televisión y en el cine; “La primera piedra”, “Emborráchame de amor”, grabado este último por Héctor Laboe.

Su tema “El mundo gira por amor” obtuvo el primer lugar compartido en el Festival de la OTI del año 1973, realizado en Brasilia. Y bueno: “Yo la quería patita”, que ahora es una de mis canciones preferidas para los momentos sumamente intensos, en la cual reconozco un profundo aire de nostalgia incorregible entre nosotros, siendo una de las composiciones que desde aquella vez más me conmueven y estremecen y conmocionan.

Desde aquella noche en que, cuando salimos a caminar ya muy de madrugada, el cielo era claro en el cenit, y anubarrado en el horizonte entre las luces sonámbulas de aquella ciudad en donde tanto ha debido haberse sufrido, entre perfiles de casas desdibujadas por la luz y la sombra. Caminando silenciosos por las calles con la vida aún dormida detrás de los vetustos edificios y con algunos ventanales ya encendidos. Y otros tantos viandantes rezagados en aquella madrugada fría, donde ninguno hablamos, emitiendo bocanadas de aliento hecho neblina, caminando arrebujados y en completo silencio. Yo repitiendo en mi alma los compases de “Yo la quería patita”.

 

Arequipa, cuna de Mario Cavagnaro,


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