Y, luego de tendidas las
frazadas hundir otra vez nuestro rostro en ellas para absorber el olor de los
campos, y de los rediles cuando los animales regresan y se recogen tras los
muros de piedra, como de los manantiales y de las espigas de trigo cuando las
mece el viento.
Para después salir al corredor y
al patio, y mirar al frente por donde sale el sol, que primero se perfila como
luminosidad en el perfil de los cerros. Y luego en un estallido del sol con su
disco esplendente que surge en una apoteosis de arreboles y trinos dorando los
campos y haciendo que los gallos se desgañiten cantando en las huertas y
corrales.
2. El cielo
anubarrado
Y allí auscultamos cuál es el
cielo de hoy día. Y, como en él se apelotonan las nubes. Y si no está lloviendo,
suponer en silencio a qué hora ha de empezar a desencadenarse la tempestad, porque
es marzo, el mes más lluvioso e invernal del año en la serranía, cuando se
desatan las tormentas y las calles se inundan y en las casas se anegan los
albañales.
Y luego de mirar los copos de
nubes en lo alto y bajo de la bóveda celeste reconocer el misterio cotidiano
donde las gallinas ya picotean entre las piedras cualquier grano caído de aquello
que se lleva a moler en el batán o a cernir en el arnero.
Y saber lo que podremos y lo que no podremos hacer este día, según sea el presentimiento que tengamos, de los humores que embargan a esos nimbos plateados que ya bogan o se arremolinan en el cielo anubarrado a esa hora temprana de la mañana.
3. Flor
de piedra
En mi casa, ¿di? –¡a la cual tú
has entrado tantas veces!–, hay entre el segundo y tercer piso una escalera que
da al hueco del terrado. Y frente a él se sostiene una explanada.
Entre la pared y el techo que
se eleva sobre la morada colindante que da a la casa de mi abuela Sofía, está
lo que llamamos El Mirador.
Donde del techo cuelgan pedazos
de soguillas con que se amarran los carrizos y los magueyes que se tienden
entre madero y madero de eucalipto que allí sujetan las vigas.
Que a su vez sirven para sobre
ese tejido entrelazar las tejas; sean tejas canales, que van a debajo, y por
donde corre el agua cristalina.
O bien sean tejas cobijas que
cubren a la teja canal por donde el agua escurre abrillantada, pero que no
tienen la flor de piedra que sí tienen la teja que
va encima.
4. Almas
errantes
Y para que yo cogido a la
soguilla mire hacia el corredor de tu casa, que es vecina a la mía. Y allí te
encuentre en el corredor de enfrente.
Siempre con tu blusa celeste,
tu falda que cae desde tu regazo y tu trenza en tu cuello límpido y de
alabastro.
Pero también, de aquellas
soguillas sueltas, y que penden, suelo yo cogerme para no perder el equilibrio
y columbrar los espacios lejanos, mientras te miro.
Y para luego alzar la vista a
los copos de nubes que se apelotonan en lo alto y en lo bajo de la bóveda
celeste.
Los copos de nubes silenciosas
subiendo de las cañadas profundas y elevándose, cubriendo cerros y colinas para
navegar en el cielo azulino.
Desde aquí sigo su rumbo
impredecible, su suerte y su destino de almas errantes.
5. Te diré por
qué
lo haces
Lugar hasta dónde tú vienes ya
tarde con tu falda de niña, y te sientas conmigo a conversar hasta tarde sobre
lo útil y lo vano de esta vida. ¡Son noches de luna llena! ¿O es porque nos
juntamos que la luna sale a bogar por el cielo apacible?
Desde aquí mirando juntos el
cielo y sus mudanzas, desde que la luna aparece hasta que se oculta tras esa
pared y esa ventana iluminada.
Desde aquí tú y yo, tu mano
posada en mi mano, a veces sentados en la escalera, seguimos su rumbo que ora
se entrelazan apacibles y ora se revuelven agitadas y furiosas.
Desde aquí el perfil misterioso
de los cerros lejanos, y la sombra que se hunde y se precipita hasta tocar los
cimientos del universo.
– Pero dime, ¿de qué lloras?
Y como no contestas ni dices
nada yo diré por qué lo haces:
6. Por los
puentes
y los ríos
Lloras por la luz y la sombra que
luchan a vencerse una a otra. Donde, a veces, gana la luz y, a veces, se impone
la sombra, que lo envuelve todo con su manto de tristeza y de pesar.
Lloras por sentir la tierra
humedecida de los campos recién sembrados que la lluvia los fecunda y que un
día todo esto se acabe; como el de la tierra estremecida al borde de los
caminos y la honda fragancia de las hojas caídas bajo los árboles.
Lloras porque desde aquí se divisa
las hondonadas de los ríos y el cielo infinito, abierto con todos sus secretos,
estrellas y planetas sobre nuestros pobres ojos indefensos, y encima de
nuestras almas estupefactas y asombradas.
Lloras por
lo que son los puentes y los ríos. En donde es inmenso lo que hacen, y
enorme lo que padecen. Que a veces gozan, como también sufren y se compadecen.
7. Para
siempre
Lloras por los caminos por los
cuales se va y por los cuales se regresa llevando una y otra ilusión, como una
y otra congoja.
Que están allí, padeciendo por
cada alma que se ha decidido a una u otra cosa a pugnar porque se cumpla uno y
otro sueño.
Y, peor aún, por aquellas que
nunca se deciden a tomar una decisión, ni seguir un rumbo definitivo. Y aquí se
quedan para siempre, bajo el mismo techo y bajo la misma puerta.
Lloras por la flor, por la
oruga y el ciempiés; tan mínimos y maravillosos, que nacen, crecen y mueren sin
avanzar más allá del sitio, o de la corteza del árbol en el cual nacieron. Y en
el cual definitivamente mueren.
Lloras porque hay lejanía y
porque hay cercanía, como ahora en que puedo coger tus manos, pero que quizás
ya no lo podré hacer mañana.
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