Se dice
que para morir hacemos un viaje final pero ya como almas en pena y que es el
viaje de despedida que realizamos por la senda más querida y subyugante, en donde
se han quedado ensimismados nuestros pasos.
Es el
viaje que cumplimos ya en espíritu. Y lo llevamos a cabo sin levantarnos del
lecho donde agonizamos o del suelo en donde estamos caídos, pero sin haber
exhalado todavía el último suspiro.
Entonces
en ese viaje nos acompaña el hálito de nuestro cuerpo, pero ya ensangrentado, o
herido mortalmente por las flechas de esa madre también compasiva, que es la
muerte.
Si así
fuera, ese es el viaje que me relató ya como alma que deambula Carlos Eduardo
Zavaleta, y que me lo descorrió ante mis ojos con lujo de detalles,
describiéndome los recodos, los árboles y hasta las piedras del camino.
Y que va
de La Pampa, donde él nació, a Corongo que era su obsesión, su desvelo y su
martirio. O la espina que tenía clavada en el alma.
2. Desde
lo alto
Y de
Corongo se proyectaba a Sihuas. Viaje a la matriz pues en esa tierra nació su
madre y hacia allá se dirigía a encontrarla en lo que los hombres tenemos de
atávico o de impulsos ciegos que salen desde las vísceras.
Me lo iba
presentando con pormenores y minucias, con afecto y con ternura, en cámara lenta,
acompañado de Pío, su guía y tótem legendario.
Viaje que
partía desde la oscuridad de la noche, de los cañaverales que asentían
titubeantes, hacia la luz esplendente de la amanecida, hasta ver clarear el
día.
Pasando
por un temible puente colgante, diciéndome: “pálido pero sereno” era su frase
reiterativa, lo que significa que ya estaba muerto. Puente colgante sobre el
río Chuliclín, que no sé si existirá, para llegar al mirador llamado Tarica y
allí servirse el fiambre, arroparse y mirar la lejanía.
Era esa
su evocación la tarde de marzo que yo lo visité en su departamento de
Miraflores, mirando él la vida pasada más nítida que la de este presente
difuso, observando los pueblos desde lo alto de un caballo, mientras ahora
corrían los autos abajo, en el malecón de Miraflores, en Lima, siendo un niño en
aquel tiempo como igual hoy día, de ocho o nueve años, más o menos.
Departiendo con Carlos Eduardo Zavaleta en Capulí
3. Una
serpiente
diminuta
Cuando recién
cantan los gallos de la amanecida, pero aquí ya está él envestido como un
caballero andante de los sueños. Como El Quijote, con una irresistible
nostalgia de las casas dormidas aún en la honda penumbra de la madrugada.
Y
emprende paso a paso la marcha, cabalgando hacia su destino final. Ahí está la
cuesta –le oigo decir– cuyo nombre es La culebrilla, un camino zigzagueante de
guijarros y arena resbaladiza.
Aquí ya
clarea el día y amanece por el lado de la cima de las montañas. Allí está El
Mirador de Tarica, desde donde se contempla hacia abajo el valle y la planicie
con una piedra monumental como emblema de poderío, pero también de extrañar
mucho a alguien.
Como se
ha caminado tanto aquí se sirve otra vez el fiambre, me dice, en una mesa
servida por el guía, en un mantel de tela escocesa que se extiende. Y lo
primero que prueba es el pan del horno de la casa de la abuela. Y esto me lo
reitera
Y
prosiguiendo esta senda novelesca en su relato, allí está el río que apenas se
lo ve hacia abajo como una serpiente diminuta.
Árboles
al margen y al otro lado de la orilla la tierra yerma.
4.
Geografía
infinita
De
Corongo hacia Sihuas en su relato del viaje abarca la jalca, con lagunas
traslúcidas, el suelo escarchado y los chorrillos de agua convertidos en hielo.
Entre roquedales el agua blanca que se despeña. Y el frío ahora cortante de la
puna. Con el ichu que se cimbra con el viento
Me
explica que en el viaje a caballo se ven girar las montañas, hecho que nos
enseñan a vivir la vida cotidiana con épica y fortaleza. Siempre él y Pío, el
arriero, el peón hierático y austero, leal y sufrido.
En ningún
momento era el viaje él con su familia. O de él con sus padres. Sino de él y
Pío, el guía. Y esto sucedía cuando él tenía, me lo vuelve a decir, de ocho a
nueve años.
Viajes en
los cuales recorre pueblos, atraviesa puentes. Y siempre avanzando desde los
llanos hasta las cumbres, cabalgando en la geografía infinita.
Pero hay
en su relato reflexiones, como por ejemplo acerca de los paisajes del Perú, tan
fabulosos.
5.
Pueblos
vetustos
Y
haciendo anotaciones poéticas, como por ejemplo acerca de las piedras, respecto
a las cuales me dice que es una experiencia sublime contemplar y extasiarse con
los diversos tipos de piedra. Y me pregunta:
¿En qué
parte del mundo se puede ver un espectáculo así? Y él mismo se responde: ¡En
ningún paraje del orbe! Recalcando: ¡Cómo se ordenan y acomodan las piedras para
conformar las ciclópeas montañas que tenemos! E insiste:
Viajes y
miradas donde vemos que la tierra son placas tectónicas: como un alfajor, me
dice, hoja por hoja. O como un nido: brizna con brizna. O como un ala: pluma
sobre pluma. Así se juntan las distintas clases de piedras y de rocas.
Y las
lagunas arriba, traslúcidas y encantadas. De escarchas azules y grises,
seduciéndonos, invitándonos a entrar en sus superficies fantasmales y en sus
aguas tersas pero heladas, como una manera dulce de morir.
Y luego
llegamos a los pueblos vetustos, donde se siente su densidad histórica, lleno
de grandeza y de heroicidad. Y donde allí mora alguna novia nuestra que no
alcanzamos ni a conocer ni a tocar, pero que la amamos entrañablemente, en el
fondo de nuestro corazón arrebolado.
6. Un
mensaje
oculto
¿Qué fue
entonces esta conversación sino una despedida y a la vez un reencuentro para él
con algo muy hondo? Porque mediante esas referencias pude ingresar a esas
poblaciones reales e irreales, aunque a oscuras, pero de gran linaje, de casas
solariegas, de portales en alto relieve.
Si no, ¿a
qué razón se debe que me hablara de viajes y jinetes insomnes y remarcando
tanto en la edad de un niño de ocho a nueve años? ¡Claro!, en ese momento yo no podía pensar
jamás que con esos relatos él en realidad se estaba despidiendo, me decía
adiós, caminando de uno a otro lado de su habitación.
Aunque
claro, cuando me lo refería se lo notaba exaltado, vehemente, caminando febril
y agitado entre los muebles, apoyándose en un bastón tronante e indetenible. Y
como si hubiera estado buscando que alguien lo escuchara.
Me dejó
la sensación de algo simbólico, de que había un mensaje secreto y oculto en
toda esa conversación o consigna, dicha en ese estado misterioso y difuso,
aunque febril, del adiós. Después he revisado sus libros para ver si este era
un tema recurrente en él. Y que quizá estaba repitiendo constantemente en
melopea algo que ya estaba escrito. Que quizá fuera un tópico y algo para él
muy querido. Que tal vez son estampas en las cuales se recreara siempre.
Festejando el cumpleaños de C. E. Zavaleta en Capulí
7. Le
agradecí
conmovido
Pero no.
¡No hay tal anotación! No encuentro ningún desarrollo de estos temas de los
cuales me habló esa tarde alucinada donde el estío tremolaba en las ventanas,
ya pocos días antes de morir. Es más, no encuentro en sus libros ninguna
referencia a Pío, el guía. ¿Era un personaje que lo estaba inventando en esos
días?
Eso sí,
recuerdo que mientras me narraba, él caminaba por su sala apurado y golpeando
el suelo con el bastón, tentando ya como alma si el suelo era todavía suelo. ¡O
qué! Yendo por los caminos que recreaba, obsesionado en el relato que me hacía,
hundido en la imagen de algún sueño que se hacía realidad en la antesala de
morir.
Pero al
darse cuenta de mi presencia, creo que, por disimular, aunque en ese momento yo
le creí, aunque ahora piense que lo dijo por disimular, me aclaró:
– ¡Los
médicos me han recomendado caminar mucho! –Y se sonrojó. ¿Por qué?, me pregunto
yo. ¿Por qué se sonrojó tanto?
Porque, lo
curioso es que cuando lo decía se detenía a mirarme. Aunque abstraído. Quizá
asombrado de reconocer que yo estaba en la orilla extraña, mientras él ya
retozaba libre y gozoso en la ribera definitiva.
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