domingo, 7 de marzo de 2021

7 de marzo, 1928. Nace en La Pampa el escritor Carlos Eduardo Zavaleta. / El viaje legendario.


7 DE MARZO, 1928
NACE EN LA PAMPA EL ESCRITOR
CARLOS EDUARDO ZAVALETA

EL 
VIAJE
LEGENDARIO


Danilo Sánchez Lihón



Carlos Eduardo Zavaleta


1. Y mirar
la lejanía

 

Se dice que para morir hacemos un viaje final pero ya como almas en pena y que es el viaje de despedida que realizamos por la senda más querida y subyugante, en donde se han quedado ensimismados nuestros pasos.

Es el viaje que cumplimos ya en espíritu. Y lo llevamos a cabo sin levantarnos del lecho donde agonizamos o del suelo en donde estamos caídos, pero sin haber exhalado todavía el último suspiro.

Entonces en ese viaje nos acompaña el hálito de nuestro cuerpo, pero ya ensangrentado, o herido mortalmente por las flechas de esa madre también compasiva, que es la muerte.

Si así fuera, ese es el viaje que me relató ya como alma que deambula Carlos Eduardo Zavaleta, y que me lo descorrió ante mis ojos con lujo de detalles, describiéndome los recodos, los árboles y hasta las piedras del camino.

Y que va de La Pampa, donde él nació, a Corongo que era su obsesión, su desvelo y su martirio. O la espina que tenía clavada en el alma.

 


La Pampa, entre Caraz y Corongo


2. Desde

lo alto

 

Y de Corongo se proyectaba a Sihuas. Viaje a la matriz pues en esa tierra nació su madre y hacia allá se dirigía a encontrarla en lo que los hombres tenemos de atávico o de impulsos ciegos que salen desde las vísceras.

Me lo iba presentando con pormenores y minucias, con afecto y con ternura, en cámara lenta, acompañado de Pío, su guía y tótem legendario.

Viaje que partía desde la oscuridad de la noche, de los cañaverales que asentían titubeantes, hacia la luz esplendente de la amanecida, hasta ver clarear el día.

Pasando por un temible puente colgante, diciéndome: “pálido pero sereno” era su frase reiterativa, lo que significa que ya estaba muerto. Puente colgante sobre el río Chuliclín, que no sé si existirá, para llegar al mirador llamado Tarica y allí servirse el fiambre, arroparse y mirar la lejanía.

Era esa su evocación la tarde de marzo que yo lo visité en su departamento de Miraflores, mirando él la vida pasada más nítida que la de este presente difuso, observando los pueblos desde lo alto de un caballo, mientras ahora corrían los autos abajo, en el malecón de Miraflores, en Lima, siendo un niño en aquel tiempo como igual hoy día, de ocho o nueve años, más o menos.

 

Departiendo con Carlos Eduardo Zavaleta en Capulí


3. Una serpiente

diminuta

 

Cuando recién cantan los gallos de la amanecida, pero aquí ya está él envestido como un caballero andante de los sueños. Como El Quijote, con una irresistible nostalgia de las casas dormidas aún en la honda penumbra de la madrugada.

Y emprende paso a paso la marcha, cabalgando hacia su destino final. Ahí está la cuesta –le oigo decir– cuyo nombre es La culebrilla, un camino zigzagueante de guijarros y arena resbaladiza.

Aquí ya clarea el día y amanece por el lado de la cima de las montañas. Allí está El Mirador de Tarica, desde donde se contempla hacia abajo el valle y la planicie con una piedra monumental como emblema de poderío, pero también de extrañar mucho a alguien.

Como se ha caminado tanto aquí se sirve otra vez el fiambre, me dice, en una mesa servida por el guía, en un mantel de tela escocesa que se extiende. Y lo primero que prueba es el pan del horno de la casa de la abuela. Y esto me lo reitera

Y prosiguiendo esta senda novelesca en su relato, allí está el río que apenas se lo ve hacia abajo como una serpiente diminuta.

Árboles al margen y al otro lado de la orilla la tierra yerma.

 


Carlos Eduardo Zavaleta


4. Geografía

infinita

 

De Corongo hacia Sihuas en su relato del viaje abarca la jalca, con lagunas traslúcidas, el suelo escarchado y los chorrillos de agua convertidos en hielo. Entre roquedales el agua blanca que se despeña. Y el frío ahora cortante de la puna. Con el ichu que se cimbra con el viento

Me explica que en el viaje a caballo se ven girar las montañas, hecho que nos enseñan a vivir la vida cotidiana con épica y fortaleza. Siempre él y Pío, el arriero, el peón hierático y austero, leal y sufrido.

En ningún momento era el viaje él con su familia. O de él con sus padres. Sino de él y Pío, el guía. Y esto sucedía cuando él tenía, me lo vuelve a decir, de ocho a nueve años.

Viajes en los cuales recorre pueblos, atraviesa puentes. Y siempre avanzando desde los llanos hasta las cumbres, cabalgando en la geografía infinita.

Pero hay en su relato reflexiones, como por ejemplo acerca de los paisajes del Perú, tan fabulosos.

 


Capulí en La Pampa


5. Pueblos

vetustos

 

Y haciendo anotaciones poéticas, como por ejemplo acerca de las piedras, respecto a las cuales me dice que es una experiencia sublime contemplar y extasiarse con los diversos tipos de piedra. Y me pregunta:

¿En qué parte del mundo se puede ver un espectáculo así? Y él mismo se responde: ¡En ningún paraje del orbe! Recalcando: ¡Cómo se ordenan y acomodan las piedras para conformar las ciclópeas montañas que tenemos! E insiste:

Viajes y miradas donde vemos que la tierra son placas tectónicas: como un alfajor, me dice, hoja por hoja. O como un nido: brizna con brizna. O como un ala: pluma sobre pluma. Así se juntan las distintas clases de piedras y de rocas.

Y las lagunas arriba, traslúcidas y encantadas. De escarchas azules y grises, seduciéndonos, invitándonos a entrar en sus superficies fantasmales y en sus aguas tersas pero heladas, como una manera dulce de morir.

Y luego llegamos a los pueblos vetustos, donde se siente su densidad histórica, lleno de grandeza y de heroicidad. Y donde allí mora alguna novia nuestra que no alcanzamos ni a conocer ni a tocar, pero que la amamos entrañablemente, en el fondo de nuestro corazón arrebolado.

 


Carlos Eduardo Zavaleta con Mario Vargas Llosa


6. Un mensaje

oculto

 

¿Qué fue entonces esta conversación sino una despedida y a la vez un reencuentro para él con algo muy hondo? Porque mediante esas referencias pude ingresar a esas poblaciones reales e irreales, aunque a oscuras, pero de gran linaje, de casas solariegas, de portales en alto relieve.

Si no, ¿a qué razón se debe que me hablara de viajes y jinetes insomnes y remarcando tanto en la edad de un niño de ocho a nueve años?  ¡Claro!, en ese momento yo no podía pensar jamás que con esos relatos él en realidad se estaba despidiendo, me decía adiós, caminando de uno a otro lado de su habitación.

Aunque claro, cuando me lo refería se lo notaba exaltado, vehemente, caminando febril y agitado entre los muebles, apoyándose en un bastón tronante e indetenible. Y como si hubiera estado buscando que alguien lo escuchara.

Me dejó la sensación de algo simbólico, de que había un mensaje secreto y oculto en toda esa conversación o consigna, dicha en ese estado misterioso y difuso, aunque febril, del adiós. Después he revisado sus libros para ver si este era un tema recurrente en él. Y que quizá estaba repitiendo constantemente en melopea algo que ya estaba escrito. Que quizá fuera un tópico y algo para él muy querido. Que tal vez son estampas en las cuales se recreara siempre.

 

Festejando el cumpleaños de C. E. Zavaleta en Capulí


7. Le agradecí

conmovido

 

Pero no. ¡No hay tal anotación! No encuentro ningún desarrollo de estos temas de los cuales me habló esa tarde alucinada donde el estío tremolaba en las ventanas, ya pocos días antes de morir. Es más, no encuentro en sus libros ninguna referencia a Pío, el guía. ¿Era un personaje que lo estaba inventando en esos días?

Eso sí, recuerdo que mientras me narraba, él caminaba por su sala apurado y golpeando el suelo con el bastón, tentando ya como alma si el suelo era todavía suelo. ¡O qué! Yendo por los caminos que recreaba, obsesionado en el relato que me hacía, hundido en la imagen de algún sueño que se hacía realidad en la antesala de morir.

Pero al darse cuenta de mi presencia, creo que, por disimular, aunque en ese momento yo le creí, aunque ahora piense que lo dijo por disimular, me aclaró:

– ¡Los médicos me han recomendado caminar mucho! –Y se sonrojó. ¿Por qué?, me pregunto yo. ¿Por qué se sonrojó tanto?

Porque, lo curioso es que cuando lo decía se detenía a mirarme. Aunque abstraído. Quizá asombrado de reconocer que yo estaba en la orilla extraña, mientras él ya retozaba libre y gozoso en la ribera definitiva.

 

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