La muerte aparente de César Vallejo el 15 de abril del año
1938 en París, que en gran medida la describe en el poema Piedra negra sobre
una piedra blanca. Y que no es sino un regreso del poeta a su tierra natal, a
la tierra de origen y al mundo andino. He aquí el poema
PIEDRA NEGRA SOBRE UNA PIEDRA
BLANCA
Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el
recuerdo.
Me moriré en París y no me corro
tal vez un jueves, como es hoy,
de otoño.
Jueves será, porque hoy, jueves, que proso
estos versos, los húmeros me he
puesto
a la mala y, jamás como hoy, me
he vuelto,
con todo mi camino, a verme solo.
2. La vio,
o la soñó
César Vallejo ha muerto, le
pegaban
todos sin que él les haga nada;
le daban duro con un palo y duro
también con una soga; son
testigos
los días jueves y los huesos
húmeros,
la soledad, la lluvia, los caminos...
Porque se han tratado de encontrar coincidencias acerca de
lo que dice en el poema y lo que ocurrió ese día en París. Y en lo que más
coincide es más bien en el espíritu sagrado de que se inviste tal deceso, al
suceder en aquel solemne Viernes Santo.
Muerte acerca de la cual, lo dice él en el poema presentado,
ya tenía el recuerdo, puesto que su propia muerte la vio,
o la soñó en 1920, 18 años antes de que ocurriera, en ocasión de estar
refugiado en la casa de campo de Antenor Orrego en el sector de Mansiche, cerca
de Trujillo.
Cocina en la casa de César Vallejo
3. En donde sí
se lo lloraba
En dicha circunstancia, al contarle a Antenor Orrego acerca
de esta visión, que aseguraba haberla tenido estando despierto, le describe
quiénes estaban en la escena, al borde de su lecho de muerte.
Resaltaba la presencia de una mujer misteriosa, que aún él
no conocía, y que indudablemente era Georgette. Como en la penumbra, y como
flotando, aparecía de manera difusa su madre muerta años antes. Y hay una frase
que él la recalca en su relato, y cuál es:
“Nadie lloraba por mí”
Y que da nota de un hecho muy singular, y cuál es que su
muerte en realidad no ocurría allí, en París. Sintiendo, además, desde el niño
que era, que nadie lloraba por él
Lo que delata que esa muerte sucedía en otro sitio, se
desenvolvía en otro ámbito, en donde sí se lo lloraba y se lo lloraría para
siempre, como acontece que hasta ahora lo seguimos llorando en Santiago de
Chuco.
Caminos en Santiago de Chuco
4. Es decir,
aquí
Porque la muerte de César Vallejo más bien hay que
trasladarla de París al mundo andino.
Dado que la suya es muerte andina y es allí, en ese espacio,
en donde sí coinciden todos los referentes que menciona en Piedra negra sobre
una piedra blanca.
Lo testimonia así el título del poema al referirse a la
apacheta andina que se erige encima de una sepultura, consistente en una
sucesión de piedras negras sobre piedras blancas, y que en el mundo andino
señala, entre nosotros, dónde hay un cuerpo yacente.
Lo testimonia también cuando menciona que esa muerte será:
“talvez un jueves como es hoy de otoño”.
Y abril es otoño en el hemisferio sur. Es decir, aquí. Y no
en Europa en donde ese mes es primavera.
El poyo y el pozo en la casa de César Vallejo
5. En su tierra
natal
Lo evidencia también cuando señala que
son testigos
los días jueves y los huesos húmeros,
la soledad, la lluvia, los caminos.
Que lo son indudablemente los caminos de Santiago de Chuco,
puesto que en París no hay caminos sino calles, avenidas y grandes carreteras
asfaltadas que llegan y salen.
Lo corrobora también el aguacero, como se lo llama más
frecuentemente a la lluvia en Santiago de Chuco, donde estoy seguro y
convencido de que allí sí se había desatado la tempestad.
Esto es, en su tierra natal, y en
los momentos en que él moría en París, como si los cielos lloraran. Porque en
abril todavía llueve fuerte como una secuela del mes de marzo reciamente
invernal.
Casa de César Vallejo
6. El ocre
de las techumbres
Él volvía así, aquel 15 de abril de 1938, a su tierra madre,
a solazarse con el olor a eucalipto de sus caminos. A absorber el olor de los
alcanfores en flor de sus campiñas.
Volvía a arrobarse con el aroma a manzanilla y anís de sus
campos humedecidos y fragantes. Y a dejarse envolver por la neblina que sube enloquecida
desde las hondonadas de los ríos Huaychaca y Patarata.
Volvía a elevarse con el humo de las cocinas, que se cuela
por entre los tejados apacibles, y va desmadejando sus volutas y guedejas con
el fondo de los cielos azules destejidas por el viento, en contraste con el ocre de las techumbres.
Volvía a sumergirse en el olor del pan caliente cuya honda fragancia emana desde el horno que los cuece y los ilumina desde dentro, y de las canastas extasiadas que al pie lo recoge.
César Vallejo en París
7. Luminosidad
del espíritu
Y volvía a bailar encarnado en cualquiera de nosotros. Zapateando
la danza de los pallos, confundiendo su pulso y sus latidos unido al nuestro y
arraigado al empedrado de las calles.
Volvía a sumergirse en el cántico de la danza de las kiyayas
que elevan su endecha al viento, y que se ha quedado en los aleros empinados, como
en las altas colinas y en el cielo arrebolado.
Volvía a consustanciarse con las mostazas, los geranios y
las pachas rosas que mecen sus tallos al viento en aquella colina del
cementerio a juntarse con sus padres y con Miguel que allí reposa.
Volvía a sentarse con él en el poyo de la casa, como también
a pararse en las esquinas, al borde de las veredas, en los balcones, corredores
y al borde de los aleros.
Como lo sentimos que está en Santiago de Chuco, adonde él
volviera a hundirse en la tierra como semilla que siembra el labriego para ser
fruto que nutre, para que en todos aliente la fuerza y la luminosidad
del espíritu.
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