– ¡Este
perro se va! ¡Definitivamente se va de esta casa!
– Pero,
papá, ¡si a Sultán lo hemos criado desde que era bebito!
– Ahora no
encuentro la barreta. Otra herramienta que se pierde. Antes fue el serrucho.
También se ha perdido el pico, ¿A quién le reclamo? Ahora busco la barreta, ¡y
no está!
– ¡Tienen
que estar por algún lado, papá!
– ¿Dónde?
¡Alguien está entrando a la casa! Y nosotros nos confiamos de este perro que ya
veo que no sirve para nada. Porque un buen perro tiene que cuidar la casa,
sino: ¿para qué sirve? ¿Para qué tenerlo en la casa y darle de comer?
– El
perro me acompaña, es mi fiel amigo y me defiende papá cada vez que salgo con
él.
– Pero si
no cuida la casa, es seguro que a ti tampoco te está cuidando bien.
– Y,
¿adónde se va a ir?
– Que lo
lleve Manuel. Él he visto que lo quiere. ¡Que lo lleve a la chacra de Cochabuc!
– ¿Tan
lejos, papá? ¿Y cómo yo iré a verlo?
– Tú olvídate
de él. Tú dedícate a tus estudios. Pero, ¡no podemos aquí consentir a un perro
que no cuida bien la casa!
– Y, ¿por
qué crees que lo quiere Manuel? ¿No será porque ha visto que es un buen perro,
leal y valiente?
– ¡Pero
no es útil! En sus narices se están perdiendo las herramientas de la casa.
– ¡Tienen
que estar por algún lado, papá!
– Hace días
que las busco y no están. ¡A ver tú si las encuentras!
– ¡Papá,
extrañaré mucho a Sultán! ¡Te ruego que lo dejes aquí, conmigo!
– En la
vida, hijo, cuando algo no funciona se lo descarta. Nos están robando las
herramientas y eso no está bien. Nos atenemos a que el perro cuida la casa y no
lo hace bien.
Manuel,
el alpartidario, hoy se llevó a mi perro Sultán, amarrado del cuello y jalado con
una cuerda atada a la montura de su mula. Pero Sultán, no queriendo ir se ha
arrastrado por el suelo. Y, a ratos, ha tenido que rodar porque la mula no se
detenía, pese a la resistencia que él ha hecho.
Es atroz
la vida sin Sultán, la casa parece vacía, oscura y sin alegría, en donde solo
cabe echarse a dormir y a llorar. Pero esta noche, ya hacia el amanecer, siento,
rayando ya la madrugada, que alguien rasca la puerta.
Cuando la
abro es Sultán, sangrante y empapado de lodo, barro y sudor. Mojado por haber
cruzado el río que atruena y carga con palos y piedras. Portando, además, un
pedazo de soga roída y arrancada, atada aún a su cuello.
–
¡Sultán! ¡Mi querido Sultán! –Me abrazo con él.
Tiene la
pelambre sembrada de espinas, de cadillo y abrojos por haber cortado camino
entre los zarzales. Y abrazado a él me he dormido antes de ir a la escuela, sin
hacer un solo ruido, sabiendo la condición de expulsado como está de esta casa.
Pero ya por
la tarde llega Manuel diciendo que “su perro” se ha escapado y que seguramente
está aquí.
Lo buscan
en mi cuarto y allí lo encuentran.
Esta vez puesto
un bozal en la boca para que no muerda ni grite le ata las patas delanteras, y
le ata las patas traseras. Y lo atraviesa en la mula colgando manos y patas a
uno y otro lado. Y carga con él de regreso a Cochabuc, según me contó después
Amelia.
Cuando yo
llego de la escuela voy directo a buscarlo, y no lo encuentro. Y pregunto a mi
madre:
– ¿Mamá,
ha venido Manuel?
– Sí. –Me
contesta sin mirarme.
– Y, ¿se
ha llevado otra vez a Sultán?
– Sí.
–Dice lacónicamente.
Sultán ahora
permanece encadenado en el campo verde y bajo el cielo azulado de Cochabuc, ladrando
lastimero.
Voy a
verlo cada dos o tres días, porque el camino a Cochabuc es lejos y fragoroso.
Allí permanezco
abrazado a él y el perro llora recostado a mi pecho. Llora hasta después que nos
hemos despedido.
Ya en la
casa revuelvo las cosas buscando las herramientas de mi padre por uno y otro lado,
removiendo cajones. Bajo el techo de los terrados y detrás de todo traste que
encuentro.
– ¿Dónde
se han metido? ¡No están! ¿Las habrán robado, como dice mi papá?
Hasta de
noche me levanto, recordando no haber buscado en uno y otro sitio.
Pero no.
No son habidas y la culpa la tiene Sultán por no cuidar la casa de algún ladrón
furtivo que se ha llevado la barreta, el serrucho y el pico.
Pero una
noche en que permanezco llorando en silencio, extrañando a mi perro, me acuerdo
en un relámpago de lucidez que mi papá prestó las herramientas a su compadre
Baldomero. Como puedo me visto y entro corriendo a la habitación de mis padres,
gritando:
– ¡Papá!
– ¡Qué
pasa, hijo! ¡Qué sucede! –Se incorpora en la cama mi padre, asustado y con los
cabellos revueltos.
– ¡Papá!
Tú prestaste las herramientas a tu compadre Baldomero, ¿Te acuerdas?
– Me has
asustado, hijo. ¿Qué herramientas? ¿Qué he prestado? ¡Ah, claro! ¡Las presté!
¡Claro que sí! ¿Y no las ha devuelto todavía?
– ¡No,
papá! ¡No las ha devuelto!
– ¡Claro,
pues! Sí. Entonces, él las tiene.
– ¡Quiere
decir, papá, que no es culpable Sultán! ¡No es culpable, papá!
– ¡Voy a
traerlo! –Y salgo en estampida.
Y me lanzo
a la carrera. Es de noche, pero no escucho las llamadas desesperadas que hacen mi
madre, ni mi padre.
Y
desaparezco corriendo por la bajada del río Patarata. Son tupidas las sombras,
pero yo conozco bien el camino.
Los
gritos de mi padre y de mi madre ya no pueden detenerme porque ya estoy lejos y
no los escucho. He corrido sin parar hasta Cochabuc, hasta llegar a casa del
alpartidario Manuel.
Pero también
Sultán, mi perro, me ha sentido desde lejos. Y ha empezó a ladrar. Y esta vez se
ha zafado como sea de la cadena que lo tenía atado hasta salir a mi encuentro. Y
nos hemos abrazado.
– Así
rescaté a mi perro quien vivió desde que era bebito hasta que fue viejo y murió
ya anciano en mis brazos.
Es lo que me cuenta Santiago
Cuba enjugándose las lágrimas que le resbalan y corren por sus curtidas mejillas. Y solloza.
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