16 DE NOVIEMBRE
SEMANA DEL AIRE PURO
EL VIENTO
EN LAS PARVAS
Y LOS FRUTOS
Danilo Sánchez Lihón
Tal en tu aliento cambian
de
agujas atmosféricas los vientos
César Vallejo
1.
Quienes
lo sienten
Todos los frutos cuando se saborean al
comerlos, sean el maíz, el arroz, o algún tomatillo extasiado, inclusive la
papa que extiende sus vulvas bajo tierra, tiene en su centro el viento de las llanuras
o las quebradas, o de las colinas donde fueron sembrados y han crecido.
Pero mucho más otros, en quienes el viento
que es a la vez gemido y, además, ruego. Pero que igualmente es grito, proclama
y que arde en el fuego neto, manso o bravo.
¡Como es estallido de júbilo!
En las parvas de trigo, de arveja o cebada
hay un momento, cuando el trabajador rural ventea con su horqueta las gavillas,
en que el viento repentinamente cesa.
Se va, se aleja hacia las cimas o desciende
hacia las hondonadas de los ríos, a ulular en las orillas rozando los juncos y
escondiéndose entre las piedras.
Y los primeros quienes lo sienten que se va
son los caballos que sujetos por las riendas trizan las espigas y desenvainan
el grano. Y desaceleran entonces el paso y hasta se detienen.
2. Hacia
lo lejos
Y es que el viento juguetón cansado de
soplar separando el cereal del rastrojo, se aleja a corretear ufano y suelto,
por lomas y barrancos.
Entonces la esposa del labriego
–indoblegable cuando de hacer la tarea se trata– sube con su pollera roja y su
blusa azul, y con su racimo de hijos sujetos a su falda.
Sube, joven y garrida como es, a la piedra
más grande que hay cerca de la parva.
Tiene que ser mujer la que lo requiera sino
el viento no escucha.
Y con voz aguda, y con el grito más afilado
y en punta que pueden hacer las mujeres con sus gargantas siderales, y sus
entrañas palpitantes, lo llaman entonces y convocan otra vez, diciendo:
– ¡Viento! ¡Viento!
– ¡Vientoooooo! ¡Veeeennnn...!
3. Cogido
de un borde
El grito por lo punzante, urgente y
familiar de las voces de la mujer y los niños que lo secundan, alcanza al
viento en cualquier pampa o collado, dando unos cuantos trompicones y tumbos.
Y desde lejos vuelve, tropezándose en
algunos abrojos hechos de espinos y tacuaras.
Se lo ve tambalearse y le gritan entonces de
nuevo con toda la fuerza del corazón, citándolo con sus voces consteladas:
– ¡Vientooooooooo! ¡Vientoooooooo! ¡Veeeennnn...!
– ¿Quéééé? –Contesta malcriado.
– ¡Apúrate! ¡No seas holgazán! ¡Ven! –Le
regañan con voz ya pausada
– ¡Para qué!
– Ven. ¡Y trabaja con nosotros! –Le gritan.
Y otra vez llega correteando tan cerca que
los niños le han cogido de un borde de su poncho transparente, y lo tumban
haciendo que dé vueltas.
4. Voces
inocentes
Y, ¡cosa curiosa!, entonces vuelve al
instante. ¡Yo lo he visto, lo he oído y lo he sentido!
Empieza primero una brisa fresca y luego
sopla ululante como un ventarrón, con todo el aire de sus pulmones estelares.
Y, es más, a veces con tanto empuje, cuando
se enoja o quiere hacerse el gracioso, que quita el sombrero a la mujer.
Hay vientos más atrevidos que les levantan
sus polleras y hacen rodar a los niños por el suelo.
Pero las más de las veces son obedientes a
esas voces inocentes de la madre y los hijos, más bien los enternece.
Vuelve entonces a la parva a hacer volar la
espiga que el padre, el esposo o el hermano campesino echa lo más alto que
puede.
Lo tira con la horqueta hacia arriba, hacia
el cielo azulino cargado de luceros medio ocultos, y de nubes blancas.
5. Al borde
de los océanos
Y sopla fuerte.
Haciendo que otra vez se vaya esparciendo
en el redondel el grano núbil.
Y allí empieza otra vez el quebrar de las vainas,
tallos y envolturas con el pisar de los caballos y burros que dan vueltas y
vueltas.
Como si jugaran al tiovivo de los parques
de diversiones. Y surge un vaho a manantiales desbocados y a tierra desflorada.
Así, el padre de familia va obteniendo el
fruto bruno del trigo amoroso, o el verde fuente de agua de la arveja.
O bien el amarillo plata de la cebada que
termina en punta por sus ambos lados.
Frutos que luego alimentan la mesa aldeana
y que luce también en la mesa de los señores de la comarca.
Y de la gente que vive en las ciudades, sea
en los valles de los andes o al borde de los océanos.
6. Su ritmo
y su danza
El hombre andino tiene en el viento un
aliado para la cosecha como para la siembra.
Y no solamente para la trilla en que se
ventea el grano de trigo, de cebada y de arveja; como también en su envoltorio la
lenteja, el garbanzo y el frejol.
Sino que todos los frutos de la tierra
tienen en su interior, y en su ser íntimo, ¡viento!
Viento que los sopla e impulsa desde
adentro para que crezcan como plantas, se erijan hacia el cielo, echen flor y
se hagan frutos.
Y en quienes el viento es una exhalación,
una deidad, un ímpetu imprescindible.
Y es que todo en este mundo de estrellas y
cometas; de pálpitos, oráculos y corazonadas, está hecho de viento.
7. La
ilusión
Viento hay en el interior de la piedra, y
del agua, y del fuego.
Viento que viaja, que gira y revolotea.
Viento que duerme y que se despierta. Que así como trabaja deambula por las
pampas y arrecifes.
Viento dulce que adormila a las espigas y
las hace madurar en frutos sabrosos y robustos.
Pero desde antes: la semilla tiene viento
interior y exterior.
Y otro muy cerca de su vientre, cuál es el viento
de la mano del hombre que la deja caer en el surco; con su pulso, su latido;
como con su ritmo y con su danza.
¡Que la danza también es viento!
Ese viento que se acuna, que se aduerme en
la semilla, luego nace, echa hoja, tallo y pétalo.
Y en ella cuaja el fruto. Y en el fruto la
ilusión que alentamos en esta vida, ¡que también es viento!
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