17 DE NOVIEMBRE
DÍA MUNDIAL DEL ESTUDIANTE
LOS
NIÑOS
CAMPESINOS
Danilo Sánchez Lihón
Azulea el camino,
ladra
el río…
César Vallejo
1. Riqueza
verdadera
Venían los niños campesinos a la institución
educativa donde yo cursé la Educación Primaria en Santiago de Chuco, desde
lugares distantes. Eran niños del campo que para llegar a la escuela del pueblo
caminaban desde la madrugada. Pese a que tenían todas las desventajas su
limpieza era diáfana, nunca llegaban tarde y en muchos casos nos superaban en
notas y en comportamiento a los niños que vivíamos en la ciudad.
¡Eran los primeros! En ellos no solo
relucía la valentía, la veracidad, el sacrificio sino otros dones que ahora ya
no se reconocen como valores, tal por ejemplo la renuncia a las comodidades y
privilegios, siendo los primeros que cedían en esos aspectos. O en otros valores
como en la inocencia, el candor y la abnegación.
Y en otros tesoros más rústicos, pero en
mis recuerdos ¡excelsos! También por la actitud con que nos los ofrecían y
prodigaban, me refiero a su fiambre y a sus comidas. Esos niños nos lo
obsequiaban generosos, quedándose ellos casi sin comer. Porque todo su yantar
lo traían y compartían abiertamente con nosotros, nacidos y crecidos
orgullosamente en la ciudad en donde poco tenemos de riqueza verdadera, aunque
ostentemos y hasta seamos tan desdeñosos y despreciativos.
2. Una loma
y una quebrada
Felizmente, la historia nos desmiente y
todo lo corrige a tiempo en lo que corresponde a estas imposturas y vanidades.
Consigno aquí por ejemplo algunos datos como el siguiente: En el certamen
Capulí, Vallejo y su Tierra del año 2005, visitamos la campiña de Cotay y un
escritor del lugar, el Dr. Melanio Delgado Siccha, presentó con dicha ocasión
un libro alusivo a ese recodo mínimo, compuesto apenas una loma y una quebrada.
En dicho estudio y memoria se consignan los
nombres de cientos de profesionales que residen ahora en Europa, Japón y
Estados Unidos, que nacieron y crecieron en ese paraje, es decir: Cotay. ¿Qué
había entonces allí? Ni siquiera una plaza, apenas una pequeña capilla, recodo
donde se arriman hasta juntarse algunas casitas como si el frío las encarrujara
unas al lado de otras, humildes pero bellas en el espíritu, regadas entre
maizales que se pierden por la hondonada.
En mi escuela admiré siempre de aquellos
niños campesinos que esperaban que la puerta se abra, su creatividad para
resolver problemas, para afrontar adversidades, para ser solidarios. Y si algo
conozco de virtudes fueron las que siempre vi que ellos las encarnaban. ¿Qué es
lo que falta? Que ellos vuelvan y se hagan más presentes, pero con sus mismas
virtudes en la vida diaria.
3. La nitidez
de los
manantiales
Pero vayan aquí estas líneas de
agradecimiento a ellos, pero también a la Escuela Pública que desde siempre nos
une a todos los niños sin distingos de ninguna especie, algunos con zapatos,
otros con ojotas. Y otros que asistían descalzos, pero donde todos jugábamos
comulgando por igual. Y así, mucho de la construcción del Perú actual se debe a
aquellos niños del campo que han alcanzado a ser destacados profesionales y hombres
de bien.
Ellos nos han superado por su aplicación al
trabajo, noble y a lo serio; por encontrarles recién salido el sol ya a ellos en
los caminos. Por madrugar amaneciendo ya avanzados por el sendero; por su
ímpetu e integridad.
Por ser generosos en sus afectos y
puntuales en su comportamiento. Por su transparencia quizá inspirada o como un
reflejo de los manantiales y acequias por donde pasaban, recogiendo de ellos su
nitidez. Por todas sus inmensas virtudes. A ellos agradezco el frescor de haber
compartido conmigo el aroma y sabor de los alimentos de la tierra, que son los
prodigios primeros que nos regala la vida. Como son maravillas los niños mismos
y sus naturales talentos.
4. ¡Ellos,
nunca!
En una entrevista que yo hiciera al
profesor Jacinto Diestra, quien estudió en la misma escuela donde estudiara
César Vallejo, y que es la escuela donde yo también estudié, él evoca vivencias
relacionadas a este mismo tema y lo hace del siguiente modo:
Pero aquí ha de valer que rindamos un
homenaje a esos muchachos, nuestros compañeros que venían del campo después de
caminar cuatro, ocho, diez o más kilómetros y, sin embargo, llegaban al pueblo
y a la escuela antes que todos nosotros, que vivíamos en la ciudad. O que
vivíamos ahí no más, al lado de la escuela.
Ellos, ¿acaso tenían reloj? ¿Alguien ha
visto a alguno de ellos que tenía reloj? ¡No! ¡Nadie! ¡Porque no tenían! En cambio,
yo, por ejemplo, vivía a una cuadra de la escuela ¡y yo sí tenía reloj! Y, sin
embargo, llegaba a veces tarde, o con las justas a la formación ya en el patio.
¡Ellos, nunca!
Y es que cuando escuchaba el segundo
campanazo recién me levantaba con todo de la cama. Agarraba ahí no más el agua
de las goteras de la lluvia caída por la noche, esa agua helada que recogemos
en barriles o baldes, y me lavaba la cara, así como el gato.
5. El imaginario
de la gente
Y continúa:
Me secaba con mi pañuelo y me iba con dos
panes en mi bolsillo: ¿para qué? Para canjearlos en la escuela con el
"Mono" Segundo Paredes.
Lo menciono a él porque es quién se acuerda
todavía de estos hechos. A quien yo le daba los panes y él me entregaba capulí traído
de su chacra. O nísperos. O llacones.
Yo llegaba con las justas y mis compañeros
del campo, ¿ah?, con sus llanques y pantaloncitos arriba de la canilla, me
ganaban. Y algunos venían de Cochabuc. Otros por el lado de Samada. Otros de
Querquerbal.
Yo me he preguntado también eso: ¿por qué
usan el pantaloncito alto? Y es por la lluvia, ¡debido a que tienen que pisar
el agua que hay en los caminos! Y, para que no se mojen las bastas del pantalón,
usan el pantaloncito arriba.
Esos niños eran los niños más sanos y puros
que yo tengo registrados en mi memoria. E iban con la esperanza de que nosotros
también les enseñemos algo nuevo. Y como que así era:
6. Todo acto
y voz genial
– Yo el otro día he estado en Trujillo.
–Decía uno. Y ellos escuchaban con mucha atención.
Y es que la educación y la escuela siempre
han formado parte del imaginario de la gente campesina, como lo ejemplifica bien
Ciro Alegría en su novela El mundo es ancho y ajeno.
En ella los albañiles de la comunidad que
siguen levantando el edificio de la escuela, al lado de la capilla de Rumi,
donde hay sombra y aroma de eucaliptos.
Y se entabla el diálogo que sigue, entre dos
comuneros, uno de ellos el alcalde del pueblo, Rosendo Maqui, hombre legendario;
quienes conversan diciendo:
– La verdá, ya tendremos escuela. Me habría
gustado demorarme en llegar al mundo, ser chico aura y venir pa la escuela...
– Cierto, sería bonito...
– Pero también es güeno poder decir a los
muchachos: “vayan ustedes a aprender algo” ...
7. Ellos
¿sabrán qué?
– Cierto taita... yo tengo dos; ellos
sabrán alguna cosa; porque es penoso que lo diga; yo tengo ya la cabeza muy
dura. Si veo un papel medio pintadito de eso que llaman letras, me pongo
pensativo y como que siento que no podría aprender, ¡hasta tengo miedo!...
– Es que nunca, nunquita hemos sabido nada
–respondió Rosendo Maqui– y luego con fervor: –Pero ellos sabrán... ellos
sabrán... Ellos sabrán...
Ellos, ¿sabrán qué? Esta es la pregunta
raigal de nuestra educción y de nuestra cultura. Ellos sabrán más y mejor de sí
mismos, sabrán valorarse y a desarrollar desde dentro.
Y no tanto de lo ajeno para ya no
acostumbrarlos a emigrar, dejando nuestro espacio interior vacío
Aprenderán a conocer de sus potencialidades
y acerca de su identidad que es también la nuestra, para legárnosla, siendo
nosotros los que hemos de aprender de ellos, principalmente sus valores.
Es por eso que César Vallejo, producto de
la escuela pública, expresa:
Todo acto y voz genial viene del pueblo y
vuelve hacia él, de frente o trasmitido.
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