2 DE NOVIEMBRE
DÍA DE LOS
MUERTOS
BAJO
LA NOCHE
OSCURA
Danilo Sánchez
Lihón
«Bajo la noche
oscura»
César Vallejo
1. En el agua
del río
– ¡Amílcar ha muerto!
Es la noticia que detona como un
fulminante en nuestras caras atónitas y pasmadas esta mañana.
Las muchachas del salón se han
puesto a llorar. Los varones estamos perplejos, anonadados, estupefactos.
Amílcar Gil García es nuestro
compañero de estudios en el tercer año de Educación Secundaria, nominado desde
el inicio del Año Escolar como brigadier de nuestra sección, hecho inusitado
pues no es de la ciudad ni siquiera de un caserío sino del campo.
Un adolescente puntual, límpido y
enérgico. Y pleno de nobleza.
Ha venido a estudiar desde
Uningambal y se aloja en casa de su tía, la mamá de Modesto García, su primo y
también nuestro compañero de aula.
¿Qué ha motivado su muerte? A
medianoche una intensa hemorragia por la nariz; borbotones de sangre que nadie
vio a esa hora. Y amaneció muerto.
Ayer, después de jugar en el estadio
bajamos con el profesor de educación física, y nos zambullimos en el agua del
río Patarata.
2. Hora
honda
Tiene trece años de edad al morir, la
misma edad que tenemos todos nosotros, sus compañeros de estudio.
Las clases en todo el colegio se han
suspendido. Es un día trágico y solemne, como de Semana Santa. Se escuchan
llantos en las esquinas, detrás de las puertas.
Los compañeros del Tercer Año nos
hemos organizado para hacer una guardia de honor durante todas las horas, así
sea de madrugada, a fin de acompañar sus restos mortales y no dejarlo ni un
momento solo.
El turno que a mí me toca comprende
de doce de la noche a dos de la mañana, junto con Luis Aguilar, Manuel Angulo y
Pedro Carrión. Con ellos somos cuatro, dos a cada lado de su féretro, dos a la
cabeza y dos a los pies.
Las doce de la noche aquí es hora
honda. Hay que caminar por las calles sin luz del barrio Santa Mónica hasta
llegar a la casa donde se vela ya su cadáver.
Queda en la parte alta y ya en las
afueras de Santiago de Chuco, a un costado de «La Poza» que almacena el agua
para consumo del pueblo.
3. Canto
de difuntos
Al entrar a la sala vemos que Amílcar
aún no está puesto en un ataúd, sino tendido sobre una mesa, en torno a la cual
se ha alzado la capilla ardiente.
Como mortaja viste su uniforme
oficial, igual al que nosotros tenemos puesto, con galones, corbata y nuestras
insignias de colegiales.
Su semblante es pálido, con los
cabellos erizados, como si hubiera tenido miedo; él, que en vida fue tan
valiente y tenía siempre el pelo liso y bien peinado.
En la habitación donde se vela
alumbran dos ceras entristecidas junto al cuerpo exánime. Todo lo demás es
oscuro, hasta tenebroso en los rincones de la sala.
Afuera en el corredor hay lámparas y
candiles de kerosene. Y en el patio, abierto hacia el paisaje, el fogón donde
algo se hierve. Por uno y otro lado se acurrucan sombras silenciosas de hombres
y mujeres.
A las doce de la noche el rezador,
arrodillado en el patio, entona ese canto lúgubre y estremecedor de difuntos
que empieza con el lamento: «Magnifica y alabada sea…»
4. Aferrarse
a un imposible
A la una de la mañana aparecen,
hacia el fondo de la carretera, las luces de un camión en la noche tupida y
aciaga. Hay un revuelo en la casa.
Se espera que quizá en él llegue la
mamá, que ha sido avisada por «un propio» que ha salido a caballo en la
madrugada de ayer tan pronto la familia donde se aloja vio con horror lo que
sus ojos veían.
Después de seguir por el horizonte
las luces del vehículo, éste se ha ido acercando y acaba de parar ciertamente
al pie del promontorio donde se ubica la casa, ladera abajo, por donde cruza la
carretera.
Han corrido desde la casa a ver desesperados
quién viene.
Ciertamente. ¡Es la madre acompañada
de su hija mayor y hermana de Amílcar quien llega a esta hora profunda de la
madrugada!
La mamá entra corriendo y en su
rostro, que jamás olvido, está la ansiedad y la última esperanza de que esto
que estamos viviendo no sea cierto; que ella, y solo ella como madre, sabe que
Amílcar solo se ha dormido.
En sus ojos hay el conmovedor aleteo
de quien quiere aferrarse a un imposible.
5. Al lado
mío
Se abalanza sobre el cuerpo
inerte... Pero ahí está inamovible y sin caprichos la realidad ineluctable.
Levanta a su hijo de la mesa, se
abraza a él y lo acurruca. Le habla al oído.
Le canturrea enloquecida una
canción. Le dice al oído un susurro, un silabeo primitivo, fuera de sí.
Con su lengua lame sus orejas y de
un momento a otro emite un grito desgarrador, salvaje, atroz.
Y cae desmayada dejando que el
cadáver vuelva con un golpe seco y otra vez letal, a la mesa donde la tabla
resuena con un retumbo bronco, el de la muerte.
Familiares acomedidos la han llevado
a las habitaciones que quedan en lo recóndito de la casa, echándole aire y
rociándola con agua florida.
Y otra vez empiezan los cánticos de
ánimas en esta noche inhumana, teniendo al frente los cerros. Y a un paso, al
lado mío, el misterio de la muerte sin entrañas.
6. A ratos
abrazados
Para relevar nuestro turno han
ingresado otros compañeros. Trato de averiguar algo de la mamá, si es que se
recupera para decirle en nombre del colegio y de nuestra sección nuestras
condolencias.
Por lo menos que sepa que aquí
estamos, hasta el último momento, al borde de esa oquedad irreparable.
En ese afán estoy.
Cuando pregunto por mis compañeros
me dicen:
– ¡Mira a qué hora sales! ¡Tus
compañeros se han cansado de esperarte!
– ¿Dónde están?
– ¡Ya se fueron!
Corro por el callejón de la casa que
da hacia la puerta de calle. Felizmente allí está Manuel esperándome.
Le pregunto por los otros dos amigos
y me responde que ya se han ido.
Con Manuel, enrumbamos por las
calles oscuras. A ratos abrazados para no caer al tropezar en las piedras. Y
conversando acerca de Amílcar y de la muerte.
Manuel está sereno.
7. Buscando
sus ojos
Me dice:
– La muerte es nacer hacia otro
universo–. He sentido cómo su aliento penetra en mis oídos.
Frente a la puerta de mi casa le
extiendo la mano; pero él me abraza fuertemente, dándome ánimo.
Las dos hojas de la puerta de mi
casa hacia la calle están abiertas. Demoro en entrar.
En esa demora noto que Manuel en vez
de seguir calle abajo, como sería natural, da la vuelta y regresa por donde
hemos venido.
– ¡Qué extraño!, –me digo. ¿Adónde
va Manuel?
Hoy en el colegio, los tres
compañeros con los que anoche hice la guardia me preguntan qué ¡dónde me metí!
Y, sobre todo, acerca de ¡cómo me vine! Porque ellos estuvieron esperándome y
después buscándome un buen rato.
– Me vine con Manuel–, digo buscando
sus ojos para que les confirmara.
Los tres voltean a mirarse
estupefactos. Y Manuel aclara:
– Yo me vine con ellos.
8. Las cornetas
van calladas
– Los tres nos hemos venimos
juntos–, reiteran al unísono.
Siento que mi cuerpo se hiela.
¿Con quién, entonces, he caminado yo
por las calles oscuras hasta mi casa esta noche?
Son las cinco de la tarde. Es día
del entierro de Amílcar. Todo el colegio con brazaletes negros está aquí en los
funerales.
La bandera de la escolta y los
estandartes lucen cruzados de anchas cintas negras.
La banda de guerra deja colgar
crespones enlutados de las cornetas y tambores.
El director del Colegio, profesor
Romeo Solís Rosas, ha ensayado en el patio una marcha fúnebre con el redoblar
espaciado de las tarolas.
– ¡Tan, tararán! ¡Tan tararán! ¡Tan,
tararán!, golpean los sonidos atroces.
Esta vez las cornetas van calladas.
No lucen gallardas ni combatientes. Ni al marchar van pegadas sus bocas a las
caderas. Van de duelo, caídas y acongojadas.
9. Al lado
del cajón
– ¡Tan, tararán! ¡Tan tararán! ¡Tan,
tararán!
Ahora bajan los tambores, tocando
delante de nosotros detrás del catafalco. Es tanta la gravedad del mundo que no
solo lloramos, sino que hasta nos castañetean los dientes.
Algo desconocido nos ha invadido el alma. Son
los latidos de la muerte, si es que esa ladrona tiene latidos.
Las delegaciones de las escuelas,
con las banderas enlutadas, arrastraban sus pasos en la tarde nublada.
He sido nominado para decir unas
palabras de despedida en la ceremonia que le rendirá el colegio en el panteón
de nuestro pueblo.
Pero antes el director inicia su
discurso pasando lista a nuestra sección para lo cual nos ha hecho salir en
formación hasta llegar al lado del cajón mortuorio.
Empieza a llamar alfabéticamente:
Aguilar Luis, Angulo Manuel, Bocanegra César, Caballero Tito...; y todos los
aludidos responden: «¡Presente!».
10. Deja caer
el registro
Hasta llegar a... Gil, Amílcar.
Llama repitiendo varias veces. El
intervalo es sólo mudez y silencio.
Se oye el zumbido de las abejas, el
aleteo de las torcazas y el rodar del mundo.
– Gil García Amílcar–, llama por última
vez poniendo esta vez el apellido materno, como si quisiera precisar más
queriendo que el alumno responda.
Y entonces, al no obtener respuesta,
volteando hacia el ataúd que contiene el cuerpo yaciente, dice estas palabras
que marcan un abismo entre lo cotidiano y lo trascendente:
– «¡Ausente!».
Destapa su lapicero de tinta roja y
anota en el Registro la falta con toda paciencia.
Luego guarda parsimoniosamente el
lapicero en el bolsillo del pecho, deja caer el registro al suelo ante el
estupor de toda la concurrencia y alzando la cara de luto al cielo con sus
anteojos que espejean, solloza:
– ¡Ha muerto!
11. Nacer
hacia otro universo
¡Ha muerto!
¡Qué terrible! Ante el paisaje
hermoso que estalla con todas sus flores ¡y los frutos en todas las espigas!
Ante las colinas que relumbran con
el agua en todas las hojas de las plantas y los árboles.
Ante el perfil translúcido de los
cerros bajo el cielo arrebolado de nubes de todos los colores.
¡Ha muerto!
Dos palabras que son un golpe
estremecedor. Como si recién nos acercáramos a la orilla del vacío absoluto.
No lo medito, pero al empezar a
hablar yo lo hago con las últimas palabras que Amílcar me soplara en mi oído.
La primera vez lo hizo la noche en
que hemos regresado de su velorio, al caminar juntos y abrazados hasta mi casa.
Y siento que en este mismo momento
otra vez lo hace, susurrándome a los oídos:
– «La muerte es nacer hacia otro
universo…»
Todas las fotos pertenecen a:
Jaime Sánchez Lihón
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Felicitaciones!! me encantó la historia.
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