22 DE FEBRERO
NACE GEORGE WASHINGTON
WASHINGTON
Y EL ÁRBOL
DE CEREZAS
Danilo Sánchez Lihón
Retrato de George Washington
“Espero tener siempre
suficiente firmeza
y virtud
para conservar lo que considero
que es
el más envidiable
de todos los títulos: el
carácter de hombre
honrado”.
George Washington
1. Los frutos
de la tierra
El
prócer, animador, conductor y protagonista principal de la independencia de los
Estados Unidos de Norteamérica es George Washington.
De él
se cuenta la siguiente anécdota, que ocurrió en aquella edad en que se va
dejando de ser niño y ya se es un joven adolescente vivaz, intrépido y cada vez
más autónomo y arriesgado.
En
aquella época él vivía en la granja de su padre en Mount Vernon, en Virginia,
campo de praderas fértiles, de vegetación amena y profusa; de suaves y húmedas colinas
donde brotaban plantas aromáticas, serpenteadas por ríos de aguas apacibles y cristalinas,
y donde crecían, aquí y allá, bellos boscajes de alerces, cipreses y acacias.
George
amaba la vida libre y recorría la campiña montado a caballo, feliz y lozano;
completamente integrado a las tareas que ejecutaban los pobladores rurales, y a
la vida en comunión con la naturaleza.
Participaba
en las faenas agrícolas, sembrando, cultivando y recogiendo los frutos que prodigaba
aquella tierra feraz, a veces arreando el ganado, integrado a la vida campestre,
y dichoso de compartir con la gente del lugar.
2. Por
probar
Era un
mozo pletórico, en un tiempo en que impetuoso ostentaba probar su fuerza en
toda competición su capacidad y poder, y que se presentara a su paso.
Ya sea
arrancando cañas, cruzando a nado las aguas de un río caudaloso o rajando leña
con golpes certeros del hacha.
De un
solo golpe, con buena puntería y técnica, partía en dos los troncos de madera de
los árboles trozados, y que primero ponía de pie para partirlo, ya sea verdes,
a medio secar, o ya añosos.
Era tan
hábil en esos trabajos que un día recibió como obsequio un hacha flexible en
sus manos, filuda y reluciente.
Estaba
orgulloso de ella y no cabía de gozo en usarla.
Con esa
hacha de un solo golpe certero desbrozaba la maleza de tallos ya gruesos que
solían invadir los caminos.
Y así
andaba derribando arbustos silvestres solo por probar el poder de su hacha,
pero también el de sus brazos fornidos.
3. Bajo
su follaje
Su
padre había sembrado con sus propias manos un cerezo cuyo almácigo recibió como
un obsequio preciado que le enviaron desde un país extranjero, y como homenaje
a la probidad de sus decisiones.
El
árbol ya había dado su primera floración de pimpollos blancos y de frutos de un
dulzor exquisito, como de un aroma primoroso y embriagante.
Adoraba
su padre aquel árbol. Era su preferido, y se detenía bajo su copa, solo por el
placer de aspirar su aroma y contemplarlo. Era lo primero que divisaba desde
lejos, y ya cerca lo acariciaba y se arrobaba bajo su
sombra y su follaje.
Sin
darse cuenta hasta allí llegó el jovenzuelo de su hijo y por probar su hacha y
su destreza en un dos por tres derribó aquel árbol sin pensar lo que hacía,
cuál era el árbol que golpeaba, y sin saber después cómo volver a ponerlo en
pie.
Al
darse cuenta de esta atrocidad fue inmensa su tristeza, su angustia y su congoja.
Y allí
estuvo destrozado él mismo de dolor, cavilando y cabizbajo. Sin saber qué
hacer; elucubrando si debía huir, sintiéndose ruin, envilecido y derrotado, más
por el enorme respeto y el inmenso cariño, rayano en la veneración, que le
tenía a su padre.
4. Fue a buscar
a su padre
– ¿Cómo
he podido derribar el árbol de cerezas de mi padre que es su orgullo y
jactancia? ¡Qué inmenso será el dolor y la aflicción que por mi culpa yo le
cauce! –Se lamentaba.
Y
continuaba en su contrición:
– ¿Y tenía
que venir de un hijo suyo esta amargura? ¡Siendo el árbol al cual él le da el
mayor significado y valor! ¡Y ama como a un hijo suyo!
Y
proseguía en sus lamentos:
– Y
ahora, ¿cuál será mi suerte? Pero, el castigo que él pueda darme, ¿será
comparable al dolor que por este motivo le cauce, a él a quien yo más quiero en
esta vida?
Compungido
y ya tarde regresó a su casa doblegado por la pena. Y directo fue a buscar a su padre, diciéndole:
–
Padre, te pido perdón. Por equivocación he derribado tu árbol de cerezas, por
probar el filo de mi hacha y la fuerza de mis brazos. Soy indigno y merezco tu
castigo.
– ¿Qué?
–Gritó su padre.
5. Se abrazó
a él
– Tumbé
tu árbol de cerezas, padre.
– ¡No!
– Soy
culpable y castígame tal cual lo consideres justo. Si es tu parecer expúlsame
de esta casa, y yo me iré muy lejos.
– ¡No!
–Volvió a gritar su padre–. ¡Imposible! ¿Cómo?
Y
corrió desesperado hasta el lugar en donde aquel árbol se erigía, antes bello y
lozano.
Y lo encontró
en el piso, con el tallo y follaje tumbados y esparcidos en el suelo.
Eso sí,
emitiendo su olor más profundo. Y se abrazó a sus ramas conmovido. Al lado
estaba atónito su hijo:
–
Merezco el castigo que quieras imponerme, padre. Dime qué debo hacer y lo haré.
Su
padre permaneció largo rato en silencio. Después volteó a mirarlo a los ojos.
En su abatimiento, lo abrazó y le dijo:
6. Decir
la verdad
– Eres
íntegro y valeroso, hijo mío. Pudiste callarte, mentir, aparentar que lo hizo
otro, y eso hubiera emponzoñado a la gente. Al afrontar esta situación y
decírmelo tú mismo directamente a mí, y mirándome a los ojos, demuestras ser
verdadero.
Y
prosiguió:
– Así
como siento veneración por un árbol siento admiración y regocijo porque sabes
reconocer tus errores. Y afrontarlos con todas las virtudes de tu mente y de tu
corazón, hijo mío.
Y George
Washington en cada fracaso como gobernante nunca olvidó este pasaje ni la
lección de su padre. Y, sobre todo, según él, jamás dejó de decir la verdad,
cueste lo que cueste, se pague por ella lo que tiene que pagarse.
A George Washington en los Estados Unidos se le considera
el Padre de la Patria, como uno de los grandes fundadores de esa poderosa
nación, los Estados Unidos de Norteamérica, junto con John Adams, Benjamín
Franklin, Alexander Hamilton, John Jay, Thomas Jefferson y James Madison.
7. El primero
en la virtud
George
Washington fue el comandante en jefe del Ejército Continental revolucionario en
la guerra de la Independencia de los Estados Unidos, entre 1775 y 1783. Y el
primer presidente de esa confederación de Estados, entre 1789 y 1797.
Henry
Lee III, un compañero de la Guerra de Independencia y padre del general Robert
E. Lee de la Guerra Civil, dio el famoso elogio fúnebre de Washington, el 14 de
diciembre de 1799, expresando de él lo siguiente:
Primero
en la guerra, primero en la paz y el primero en los corazones de sus
compatriotas. Fue insuperable en las escenas humildes y perdurables de la vida
privada. Piadoso, justo, humano, templado, sincero, uniforme, digno y
sobresaliente.
Su ejemplo fue tan edificante para todos a su
alrededor, como igual fueron los efectos de dicho duradero ejemplo... Todo
correcto, el vicio se estremecía en su presencia y la virtud siempre se sintió
fomentada de su mano. La pureza de su carácter privado dio fulgor a sus
virtudes públicas...
Seres
humanos como él son baluartes de sus pueblos, a quienes la historia humana
coloca siempre laureles en su frente porque constituyen grandes ejemplos y el
cimiento de toda fortaleza.
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