domingo, 19 de abril de 2020

19 de abril. Día del Aborigen Americano. Pajarillos de las cercas.


19 DE ABRIL
DÍA DEL ABORIGEN AMERICANO

HOMENAJE A MI PADRE,
QUIEN SE IDENTIFICÓ SIEMPRE
CON TODO LO QUE FUERA INDÍGENA
Y, A MUCHO HONOR, ÉL SE SENTÍA SERLO

PAJARILLOS
DE
LAS CERCAS


Danilo Sánchez Lihón




1. Crespones
negros

Cuando mi padre el maestro de escuela Danilo Sánchez Gamboa murió, el cortejo fúnebre que acompañó hasta el cementerio era una columna compacta e interminable de alumnos y maestros de todos los centros educativos de mi pueblo, desfilando en silencio detrás de sus estandartes y banderas, que llevaban prendidos en sus astas yacentes crespones negros.
Desde Lima fuimos sus once hijos con nuestra madre a darle cristiana sepultura, porque él nunca quiso dejar su tierra ni nosotros pudimos arrancarlo de su heredad, aferrándose a su lar nativo como las raíces de los queñuales a las rocas donde crecen.
Cuenta la gente que murió tocando su violín en su aula de clases. Había cumplido 46 años de servicios continuos en la misma escuela que nunca quiso dejar, siendo que a partir de los 30 años pudo haberse retirado y ganar ese mismo sueldo pero descansando en su casa. Quizá por eso, el cortejo fúnebre era de varias cuadras de personas apenadas de toda condición que caminaban silenciosas, solemnes y compungidas.
Esto ocurrió en el mes de mayo del año 1981, cuando él contaba ya cerca de cumplir 69 años de edad, pues había nacido el 28 de junio de 1912, en el mismo pueblo donde murió, que es Santiago de Chuco. Era el mes de mayo y la naturaleza hacía que el suelo que lo iba a acoger fuera un huerto, un vergel y un lecho primoroso.


2. Humilde
casa

Después de ver que se arrojaba palana tras palana de tierra humedecida que caía sobre su cajón reluciente, que fue desapareciendo a nuestra vista, y luego de colocar la cruz sobre el túmulo donde quedaron colgadas las coronas de flores, las comitivas de personas se fueron retirando; pero yo quise quedarme a solas, transido, y cuantas horas fueran, para llorar libre y a los cuatro vientos allí en el panteón y sin que nadie me viera.
El crepúsculo era de una belleza increíble y sorprendente. Mamá y mis hermanos fueron los últimos en salir y volteaban a cada momento llamándome y tratando de esperarme. Pero las veces que pude yo con la mano les decía que avancen. El cementerio quedó vacío y la tarde moría espléndida perfilando sus amatistas y oros en las cumbres translúcidas de las colinas de Conra, y sus verdes dorados en los maíces, trigales y alfalfares de Yamanate y de todo el contorno del valle.
Recostado y casi escondido en un viejo muro de piedra, entre nichos y plantas silvestres, se desbordaron libremente mis lágrimas y mi pena se desahogó en sollozos. Desde ahí veía ya lejos, por el manantial y vidrio de mis lágrimas, a mi madre y a mis hermanos, que se habían cansado de llamarme, en su lento caminar de regreso al pueblo, y a estar otra vez reunidos y desolados en nuestra humilde casa.


3. En entrar
por la puerta

Yo me consolaba mirando el perfil de los cerros y las cumbres lejanas, engarzadas de topacios, zafiros y diamantes, cuando sentí la presencia de Rosita, mi hermana, que no quiso dejarme solo y había caminado a escondidas, y haciendo un rodeo por la colina para que no la viera. Se sentó a mi lado y me abrazó en silencio.
Estando así los dos sentimos que levemente se rompían unos rastrojos y caían algunas piedrecitas sobre las hojas del muro cercano. Y nos quedamos escuchando.
– Mira. ¡Mira! –Me dijo susurrando.
Cuando de repente vimos que de las pircas que cierran el perímetro del cementerio surgían unas cabecitas y después unos cuerpos que espiaban a uno y otro lado para que nadie los viera, como pajarillos o duendes de las cercas. Y que empezaron a saltar hacia adentro del panteón, sin haber querido entrar por la puerta que estaba abierta, seguramente para que nadie los viera. Era una parvada de chiquillos desarrapados, rotosos e indigentes, como se podía deducir por la ropa que llevaban puesta; las niñas con faldas de percala, dril y franela.


4. Con
sus manos

Eran diez, quince, veinte y, al final, como treinta niños y niñas que tenían, ¡no lo podía creer!, ¡hatos de flores en las manos! Rosas, geranios, claveles, margaritas, malvas y hasta mostazas, que seguramente habían recogido del campo.
Esperando escondidos la hora en que toda la multitud de gente se hubiera ido, para ellos poder entrar y rendir su devoción y homenaje a alguien. ¿A quién? ¿A alguna persona enterrada en una tumba cercana? ¡No lo podía creer! ¡Era a mi padre que acababa de ser sepultado!
Era una escena preciosa y conmovedora, como si fuera una bandada de pajarillos montaraces y silvestres que revoloteaban en torno a la tumba recién abultada por la tierra floja y parda que se había hinchado y hecho un montículo en donde permanecía clavada una cruz reciente.
Esos niños habían esperado escondidos hacia un costado del cementerio, para subir por la pirca ayudándose entre ellos. Y probablemente lastimándose.
Pronto vimos que con sus manos empezaron a revolver la tierra haciendo huecos y acequias, canales y pocitos; suavizando los terrones de encima con sus manos. Y otros escarbando por los costados de la tumba.


5. Algarabía
de chiquillos

¡No eran entonces ramos de flores, sino plantas cargadas de capullos pero con sus raíces que empezaron a sembrar!, haciendo un cerco y trazando figuras como una flor con sus pétalos. Y las regaban con el agua que habían traído en botellas y en recipientes de plástico. Nos conmovió tanto ver aquello que yo sentí un infinito consuelo ya que, si era así, y de ese modo, ¡aquel maestro estaba definitivamente salvado! Y en paz consigo mismo, pensé, y en el lugar donde él estuviera.
Se esfumó entonces la horrible pena que me afligía de haberlo todos nosotros dejado solo en su pueblo que es también nuestro pueblo; porque si alguien es capaz de producir esa adhesión sincera, oculta y espontánea de seres tan tiernos y desprovistos de toda formalidad, como hombre entonces había cumplido con un destino superior sobre la faz de la tierra y estaría entonces definitivamente salvado.
Sentí, por primera vez, en muchos y prolongados días de pesar, honda y hasta feliz serenidad. Y supe en ese momento que él estaba contento, dos o tres metros más abajo en el subsuelo; o arriba, muy lejos, en el firmamento, en el cielo adonde había viajado. Como lo estaba en el fondo conmovedor de las almas de aquella parvada y algarabía de chiquillos que ahí, en ese momento, yo presenciaba que le rendían homenaje y pleitesía. Se me aclararon entonces los ojos, enjugué mis lágrimas y salí a agradecerles.


6. Para
eso

– ¡Hola, niños! –Dije, cuando avancé hacia ellos.
De inmediato, raudos y fugaces, igual que al principio, se escuchó el mismo ruido de pajas que se quiebran, de piedrecillas que golpean al caer en las hojas, y como el aleteo de los gorriones cuando asustados surcan el aire y alzan el vuelo. Y desaparecieron por sobre los muros por donde habían entrado, cual duendecillos huraños de las pircas, los bosques, los ríos y las praderas.
¿Entonces, quiénes eran? No eran alumnos de su aula ni de su escuela, porque todos ellos habían asistido rigurosamente uniformados junto a sus profesores y director de la escuela, y los habíamos visto desaparecer de regreso al pueblo, detrás de sus estandartes.
¡No había dura!, eran niños de la calle, aquellos que no van a la escuela porque mendigan, muchos de ellos sin hogares, con quien él sabía congeniar y consolaba cuando los hallaba tristes, donde quiera que los encontrara. A quienes lo primero que hacía era curarles las heridas.
Para eso sus ternos antes de buen corte, y él luciéndolos con la fina estampa que tenía, se fueron abultando en los bolsillos, porque allí cargaba su equipo para curar heridas, como cargaba allí sus atavíos de maestro, principalmente tizas de colores; pero igual, allí se podía localizar trompos, pajaritas de arcilla, pitos y silbatos, y hasta boliches y guirguires.


7. Le habló
de este modo

Pero también cargaba allí sus implementos para hacer música: su solfeador de notas, su traste para el diapasón de su guitarra, púas de diferentes materiales y colores, cuerdas de distinto grosor y calibre, de la primera a la sexta, para guitarra y mandolina. Pero sobre todo llevaba allí un botiquín permanente, compuesto de aseptil rojo, sulfanil, agua oxigenada, algodón, gasas, esparadrapos. Y los utensilios para operar curando heridas donde quiera que fuera, sobre todo pinzas y tijeras.
Su especialidad era extirpar verrugas, que son granos ásperos y oscuros que crecen en las manos y brazos de los niños pobres, y que todos temen por ser contagiosas. Él sabía cómo extirparlas, e iniciado el proceso averiguaba dónde vivía o permanecía el niño e iba a buscarlo para culminar día tras día el tratamiento.
Eran ellos los gorriones asustadizos o pájaros fruteros que hace un momento han escapado, han sembrado flores en su tumba y estuvieron antes esperando que todos nos fuéramos para entrar por el cerco de piedras, las mujercitas portando plantas con sus raíces y los varones recipientes y botellas con agua para hacer el jardín que aquí han dejado como un paraíso multicolor de flores. ¡Son ellos! Porque no hace mucho visitó a mi hermano Juvenal, en el Hospital de Neoplásicas donde él trabaja porque es médico cancerólogo, un señor que le habló de este modo. Le dijo:


8. Mis primeros
zapatos

– Doctor, usted no me conoce, pero yo soy Mardonio de Santiago de Chuco. ¿No se acordará usted? Yo recuerdo mucho a su papacito. Le voy a contar algo, que usted no conoce. Yo era un niño pobre y de la calle. Un día su papacito me vio por la plaza caminando sobre las piedras, sin zapatos. Me cogió de la mano, hizo que me siente en la vereda, me limpió los pies con su pañuelo y me hizo entrar a la tienda del señor Quezada y me compró los primeros zapatos que yo usé en mi vida. Fíjese, ¡los compró fiados!, porque plata no tenía, pero sí tenía un corazón de oro, o de diamante. Porque ustedes, ¿cuántos eran, o son?
– Somos once hermanos de padre y madre.
– ¡Ya ve! Y no le sobraba la plata, para criar a once hijos, ¡y solo con el sueldo de maestro. Pero es que a él ¡jamás se le vio tomando un vaso de cerveza! ¡Jamás! Esos zapatos los amiguitos de la calle que eran mis compinches me lo quisieron quitar. Y yo me puse a llorar. Me dijeron: A ver entonces dinos: ¡De dónde los has robado! Y yo dije la verdad: ¡Me los ha comprado don Danilo! Cuando dije eso todos callaron reverentes. Y dejaron de fastidiarme. Y respetaron mis zapatos. Y, al contrario, lo cuidaban que no los pierda.
¡Era entonces esa parvada de niños!


9. Al otro día
fue a verlo

Pero no solo tenía ese cariño con los niños de su pueblo, Santiago de Chuco; sino con los niños en general. Sea de este o los otros confines, como lo prueba el siguiente hecho que ocurrió en Trujillo:
Iba en un ómnibus urbano con su hermano Baltazar, sargento de la Guardia Civil, al matrimonio de una familia muy distinguida. Llegados al lugar y poniéndose de pie su hermano le dice:
– Aquí bajamos. ¡Danilo, aquí bajamos!
– Yo paso y después te alcanzo.
– Pero ¡cómo, si no conoces el lugar! ¡Oiga chofer, espere! ¡Danilo, baja!
– No te preocupes por mí. Yo te alcanzo.
– ¿Pero, conoces?
– No te preocupes. Yo sigo. Después te cuento.
Su hermano se bajó, pero se quedó muy intrigado e inquieto, pensando qué raro comportamiento el de su hermano quien, como era de esperar, no llegó a la ceremonia, ni a la fiesta tan sonada.
Al otro día fue a verlo, preocupado de que quizá esté enfermo o algo lo aqueje. Sin embargo, lo encontró bien. Entonces le preguntó:


10. El amor
bondadoso

– ¡Oye!, tenías tu guardadito, ¿no? ¿Quién es, ah?
– No. ¡Nada de eso, hermano!
– ¿Entonces, por qué no bajaste, ah?
– Es que el niño que iba a mi lado se había quedado dormido sobre mi brazo.
– ¿Y qué? ¿Quién era, ah? ¿Algún conocido?
­– No. Era un niño lustrabotas, de la calle, que subió en la ruta, con su cajita, ¿no lo viste que se sentó a mi lado? Y se quedó dormido.
– ¿Y qué, no podías botarlo a un lado?
– ¡No! ¡El sueño de un niño es sagrado!
Por eso, son ellos los que han venido y han sembrado su tumba de flores. Son los niños pobres del mundo, en harapos, pero llenos de amor bondadoso cultivado en su corazón. Y que es lo que finalmente salvará al mundo. Porque solo quien tenga y ofrezca amor bondadoso, es quien puede alzarse como senda y camino. Porque se puede ser inteligente, pero no alcanzaremos con ello a ser camino ni horizonte. Porque podemos ser valerosos, pero con ello no alcanzaremos a ser ruta ni destino. Porque podemos ser justos, pero con ello no podremos salvar ni redimir al hombre.


11. Una niña
que vela

Pero que sí lo logra y hace posible el amor bondadoso. Porque:
El hierro es fuerte,
pero el fuego lo derrite.
El fuego es fuerte,
pero el agua lo apaga.
El agua es fuerte,
pero las nubes lo evaporan.
Las nubes son fuertes,
pero el viento se las lleva.
El viento es fuerte,
pero el hombre lo vence.
El hombre es fuerte,
pero el miedo lo derriba.
El miedo es fuerte,
pero el sueño lo vence.
El sueño es fuerte,
pero la muerte lo es más.
Pero el amor bondadoso
sobrevive a la muerte.
Y quizá también por eso, siempre que volví a Santiago de Chuco, y visité la tumba de mi padre, la encontré perennemente cubierta de flores. Y se cuenta y dice la leyenda que al borde de su sepulcro hay siempre una niña que vela.





Todos los dibujos 
del 1 al 11 hechos por
Oswaldo Rojas Ruiz

El dibujo 12 de la niña
es pintura especialmente hecha por 
Juvenal Sánchez Lihón



Los textos anteriores pueden ser
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citando autor y fuente

dsanchezlihon@aol.com
danilosanchezlihon@gmail.com

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