16 DE MAYO
DE LA TIERRA Y LOS LUCEROS
MATE
DE
CEDRÓN
En todo ello está su ilusión
La infancia
es el porvenir
del hombre
1. Más
hacia arriba
– ¿Qué hora será?
– No sé. Mi celular está en mi bolso. Pero
si desabrigo mis manos ¡siento que se van a congelar! Debe ser las tres o cuatro
de la mañana.
– Sí. Y, ¿dónde estaremos? Yo creía que
venías dormida.
– No, no puedo dormir. Pero ya estamos en
plena jalca. Porque hace un frío horrible.
Todos duermen arropados bajo mantas,
ponchos, rebozos y frazadas.
– ¿Y por qué se habrá detenido aquí el
ómnibus?
– Parece que aquí se abastecen de agua.
Seguro que el radiador se recalienta por la subida tan larga y empinada que
acabamos de pasar. Y mira, ¡está nevando!
– Ahí hay un letrero con una flecha. ¿Qué
dirá…? ¿Alcanzas a ver?
– Sí. Dice: Mina Buenaventura.
– Y, por ahí parece que sube otra carretera,
¿no?
– Sí. Parece que es el desvío que sube a la
mina.
– ¿Podrá la gente vivir más hacia arriba
todavía?
2. Casa
valerosa
– ¡Sí, niña! ¡Vive y labora! Así parece.
– ¿A qué altitud estaremos?
– Ahí en el letrero dice. A ver, ¿qué dice?
Dice: 4,800 metros sobre el nivel del mar.
– ¡Oh, Dios mío! Y nieva, mira las piedras,
todas tienen nieve.
– Y en el suelo escarcha. ¡A mí me gusta
que nieve!
– ¡Estarás loco! ¡Cómo va a gustarte!
– ¡Es fuerte, claro! Y, ¡me gusta! ¿Por qué
para ustedes, las mujeres, todo tiene que ser suave, parejo y bonito, ah?
– No quiero responder. Más bien, mira hacia
allá esa casa triste, con el techo de paja. ¡Debe ser una casa abandonada!
– ¿Por qué? Yo diría que es una casa
valerosa.
– ¿Por estar sola en este páramo? Tiene que
estar deshabitada.
– ¿Por qué crees eso?
– Porque, ¿quién va a vivir aquí? ¡Sería
inhumano! En esta oscuridad, en este frío y en este silencio.
– ¡Yo viviría!
– ¡Pero no conmigo! Tendrías que buscar la
campesina con quien siempre has soñado.
3. Para
el frío
El aire escasea. Los pasajeros se arrebujan
y se hunden en los asientos. Y yo te arropo. Por aquí ningún árbol crece, todo
es roca, piedra y cascajo. Te siento temblar, asustada.
– ¡Es mejor que duermas! –Te digo con
cariño.
– No puedo dormir, amor. ¡Mira! La puerta
de aquella casa se ha abierto. ¡Está habitada! Y sale una débil luz.
– ¿Pero no decías que es una casa
abandonada?
– Es increíble. ¡Aquí, viven! ¡Debe ser la
luz de algún candil, mechero o vela!
– O del fogón de una cocina.
Por la ventana empañada del ómnibus vemos
que de repente de esa casa corren hacia el ómnibus donde estamos, dos niñas,
trayendo algo en sus manos, apenas cubiertos por sus ropitas deshilachadas.
– ¡Cedrón! –Ofrecen con sus voces
cristalinas–. ¡Mates de cedrón! ¡Calientitos, para el frío!
– ¡Oye, mates de cedrón! ¡Y mira la ropita
de esos niños, en tanto frío!
Salen dos niñas
4. Todos
duermen
– ¡Y con los pies descalzos en la escarcha!
– ¿Están descalzos?
– ¡Sí!
– ¿Y qué edad tendrán?
– Quizá ocho años, la mayorcita. Y la otra
seis.
– ¡Cedrón caliente! ¡Calientitos! ¡Mates de
cedrón!
Nadie los hace caso. Y poco a poco el
entusiasmo con que han salido corriendo va cediendo a una voz menos animosa,
más lenta y distante.
– ¡Cedrón!
– ¡Mates de cedrón!
Lo ofrecen por las ventanas, adonde nadie
se arrima.
– Pero, ¡ábranle la puerta! –Digo.
– ¡Como van a abrirla, señor, en tanto
frío! –Contesta una voz desde el otro lado del pasillo
¡Todos duermen, además!
– ¡Pero suban! –Les digo yo a las niñas empinándome
y haciéndoles señas desde mi asiento.
¡Cedrón! ¡Mates de cedrón!
5. ¡Para
el corazón!
– No podemos subir. ¡No nos dejan, señor!
– ¡Suban! ¿Quién va a bajar a comprarles
ahí? ¡Nadie!
– ¡El chofer no quiere abrir!
Avanzo pisando bultos de gente dormida en
el pasadizo. Llego hasta la puerta y la abro de golpe.
Los niños abajo en la tierra tiritan de
frío, y les castañetean los dientes.
– Suban. ¡Suban!
Una ráfaga de viento helado sopla y pasa
bramando.
– ¡Cierren esa puerta! –Protesta una voz.
– Ustedes entren. Vengan, ¡vengan!
– ¡Gracias, señor!
– ¿Pasan muchos carros por aquí?
– Más volquetes que bajan de la mina.
– ¿Y para qué es bueno el cedrón?
– ¡Para el corazón! –Dicen ambas,
convencidas.
Se han levantado de madrugada
6. ¿Y eso,
qué?
Es noche oscura. No se distingue el perfil
de los cerros ni dónde empieza el cielo. Aquí no brilla ninguna estrella en el
firmamento. Ya ha subido el chofer. El ómnibus arranca.
– ¡Bajan! ¡Bajan!
– Pero denme una botella. ¿Cuánto es? Ahí
está el sol. Bueno niñas, adiós.
– ¡Adiós, señor!
– ¿Has comprado esa agua?
– Sí. ¿Por qué? No comprarles sería inhumano.
Y ser indiferentes.
– ¿Crees que es higiénico?
– Y eso, ¿qué? No comprarles ¿acaso no las
hará sentirse frustradas, defraudadas de que en la vida nada hay, ni nada se
consigue?
– ¿Y está caliente? A ver. ¡Está frío!
– Yo diría que está tibio.
– Pero dijeron caliente.
– Pero, ¡cómo vas a pedirles aquí que lo
mantengan caliente! Mucho hacen con que esté tibio. Y no helado, como nuestros
corazones.
7. Cerca
de la lumbre
– ¿Y dónde vas a botarla? ¡Qué! ¿Y lo estás
tomando? ¡Hombre, piensa! ¡Aquí no hay agua potable! ¿Con qué agua lo harán?
– Acabo de probar. Está rica. ¿Quieres probar
tú?
– ¡Ni loca que fuera! ¿Qué tal si al llegar
te enfermas? ¿Quién dictará el curso? Mira esa agua, está turbia. Y tú sigues
tomándola. Nadie ha comprado, ni siquiera la gente que es de este lugar. Y tú, en
cambio, sí.
– Pero si vieras sus caritas de ilusión, el
afán de hacerle frente a la dureza de la vida. ¡El poder emprender algo! ¡Y son
niñas!
– A quienes seguro alguien las utiliza y las
explota.
– ¡Quizá! Pero esa moneda que han recibido
es un pago honrado. Ese único sol ellas sienten que es exacto, legítimo a su
desvelo. Y para ellos justifica muchas cosas.
– ¿Cómo qué, por ejemplo?
– Levantarse a estas horas, al oír el
rugido de un motor. De lo contrario, ¡nada!
– ¡Nada qué!
– ¡Nada de nada! Nada de su ilusión para
poner las botellas cerca de la lumbre a fin de que estén calientes, ¡o tibias
como a ti se te ocurre y antoja decir!
Y ya amanece
8. Seguir
creyendo
– ¿Y sigues tomando esa agua? ¡Eres inconsciente!
– ¿Y qué crees? ¡Por supuesto que lo voy a
tomar! Es mi homenaje a esos niños.
– A ver. Dame. ¡Ag! ¡Y no tiene ni un grumo
de azúcar!
– El dulce es el encanto con que se lo toma.
– ¿No crees que ya es suficiente con los
sorbos que has tomado?
– No. ¡Voy a tomarlo todo!
– ¿Por qué lo haces? ¿Por fastidiarme?
– No, amor. Nunca lo haría por eso, sino porque
no hacerlo sería como despreciar a este mundo, que es además el mío. Y voy a
tomarlo, así me muera.
– ¡Eres terco y hasta salvaje!
– Pienso en su ilusión, veo esas manitas
curtidas por la helada. En cómo se han despertado en tanta desolación y a la
madrugada. Pienso en que esa moneda en sus manos se convierte no solo en pan
sino en su capacidad de seguir creyendo.
– Seguir tomando esa agua es no tener
conciencia, ni instrucción, ni ser un capacitador responsable. Porque: ¿qué
será si al llegar adonde vamos tú te enfermas?
– No me voy a enfermar. Pero quiero
confesarte lo que imagino.
– ¿Qué?
– Que estas botellas están tibias y no
heladas, como está una piedra y frecuentemente ya nuestras almas, ¡porque las
han abrigado con sus cuerpos!
– ¿Sí? Entonces es peor.
– Quizá. Pero pienso que se han dormido con
ellas, abrigándolas. Y eso me conmueve y emociona más aún. Y hace más dulce el
tomarlas. Y lo asumo como un pacto de latidos que entonces ellas y yo hacemos.
– Eres loco de remate. A ver, dame a
probar. ¿Y si yo me enfermo tú me vas a cuidar?
¿Vas a estar todo el tiempo al pie de mi cama?
– Sí.
– ¿Y si me muero me entierras por aquí?
– No, no te vas a morir. Al contrario, esto
va a hacer que vivamos para siempre.
Jaime Sánchez Lihón
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