12 DE JUNIO
DÍA CONTRA EL TRABAJO
INFANTIL
EL NIÑO,
AQUEL
PRODIGIO
Danilo Sánchez Lihón
La infancia nos llena la
cabeza de luciérnagas
de polvo las rodillas y los
ojos nos cubre
dulcemente. La infancia nos
llena las manos
de globos y limosnas; la
boca, de pitos y azucenas
y
nos cubre las espaldas con sus plumas de cigüeña.
Alejandro Romualdo
1. Donde la
cuerda
se rompe
El niño sigue siendo la víctima invisible
de la escasa cultura, de la inmadurez, y la desorganización en que se debaten
nuestras sociedades confundidas por nuestra situación de subdesarrollo y por la
crisis de gobernabilidad.
Principalmente desde los organismos
públicos y oficiales, pero también por el atraso, la ignorancia y la incultura
que aún subsiste en nuestra población, siendo los niños las víctimas, a la vez
que son los prodigios y lo mejor que tenemos.
El niño sufre la vileza mucho más que la
mujer, que es otra de las sacrificadas, pero que siquiera su dolor aparece en
los reportajes que se hacen recogiendo sus penurias, y que se patentiza al
expresar su protesta en calles y plazas públicas.
El niño no aparece en los noticieros,
ninguna cámara de televisión ingresa hasta los cuartos oscuros donde se los
encierra; no se interna una cámara hasta los patios y azoteas donde se lo
confina después de los maltratos que reciben, luego del desahogo que un padre o
una madre inconscientes descargan sobre él.
Porque siempre la cuerda se rompe por el
punto más débil e indefenso. Siempre lo que se afecta en situaciones de crisis
es lo más tierno y sensible. Y ahí, en ese punto, están precisamente los niños,
que es cuando las parejas se divorcian o separan.
2. El verdadero
ser humano
El filósofo alemán Arthur Schopenhauer
dividía la humanidad en tres escalones, estamentos o escaños: niño, mujer y
hombre, afirmando que este último es “el verdadero ser humano”.
Si aquello pensaba un filósofo, que está en
vínculo y familiaridad con las ideas superiores, los valores y los arquetipos,
¿qué podemos esperar de un hombre de la calle y, de un ser humano común y
corriente?
Agobiado como está de problemas, con
familia que debe sostener, y que vive precariamente por ejemplo en el altozano
del Cerro San Pedro, en el distrito de la Victoria de Lima, ¿cuál es el trato
que da un adulto a un niño?
Además: privados de servicios básicos de
luz, de agua y desagüe; y sin seguridad básica ciudadana, imaginémonos: ¿cómo
será allí la situación de un menor de edad vulnerable e indefenso?
Deduciendo de lo que predicaba el autor
alemán autor de la obra “El mundo como voluntad y representación”, podríamos
estar sacrificando niños, devorándolos crudos o cocidos, servidos en diversidad
de potajes puesto que ellos según su parecer no son verdaderos seres humanos.
3. Nosotros
los hombres
De allí que hay en estos momentos atroz
sufrimiento en una gran mayoría de ellos porque son maltratados, porque se les
encomienda tareas viles, como ser utilizados de campanas en las acciones
delictivas.
O sufren por una razón superior, cuál es; porque
ven a sus padres sufrir, aunque éstos descarguen sobre ellos sus traumas y
frustraciones, sus escaseces y miserias, que se expresa en el castigo y la
vejación física y moral de que se los hace víctimas.
Miradas, así las cosas, ya es una pena para
ellos la falta prolongada de sus padres en sus hogares, porque éstos tienen que
recurrir al doble empleo para mantener a flote sus familias.
O, por el contrario, es una sanción su
presencia amarga y hostil al interior de sus hogares, de modo que lo mejor que
debieran tener los niños, cual es sus padres, o no los tienen o los tienen mal:
despóticos, autoritarios y sin escrúpulos; con actitudes de abuso, de violencia
y opresión.
Y nosotros, los hombres, después de haber
cometido una falta contra ellos, cuando hemos perpetrado una ofensa o
atropello, no somos tan hombres como para ir y pedirle disculpas o perdón.
4. Su comunidad
y su mundo
Es más fácil arrepentirse ante la mujer,
que hacerlo ante el niño, porque él “no es persona”, no tiene poder, no recurre
a ningún ardid ni subterfugio para hacer sentir al otro su infamia y su maldad.
Tiene que tragar su resentimiento, tiene
que reprimirse y desahogarse golpeando al suelo, pateando los muebles,
quebrando un objeto, o destrozando el juguete favorito y querido.
O haciendo rodar de un puntapié al gato,
dando muerte al pajarillo si se posa cerca, apedreando el foco de luz del
vecino y cualquier presencia que le provoque el desquite si las condiciones son
quedar impune.
Él será aquel adulto de mañana, o de pasado
mañana: recubierto de púas, erizado y cavernícola, quien no cree en nada ni en
nadie. Será el jovenzuelo malévolo de las pandillas y las barras bravas, porque
cuando era niño hicimos de él un cúmulo de agravios, de enfados y amenazas.
Y un hato de rencor que tuvo que explotar
tarde o temprano, acrecentando la amargura, haciendo subir al máximo el odio
hacia sí mismo, hacia su entorno, en contra de su comunidad y de su mundo.
5. El verdadero
problema
De allí, el feroz desarraigo de muchos
jóvenes respecto a su realidad, su sociedad y su familia; y hasta de su propio
país. De allí su apatía, su indolencia y su encostramiento.
Muchas veces salimos a protestar en las
calles con nuestros carteles, en campañas loables, por: “lo mala que es la
televisión”, en “contra del consumo de drogas” o “por la paz en contra de la
guerra”.
Es decir, por aquellos problemas de más
allá, de afuera o ajenos. Por asuntos “macros”, de política, muy generales.
Pero no, o muy rara vez, por lo cotidiano, por
lo menudo y del día a día; por aquello que está metido en nuestra casa y en el
interior de nuestra camisa o equipaje, o bajo la piel que nos envuelve.
Por aquello no clamamos alzando los brazos.
Por eso no hacemos mítines ni marchas, ni manifestaciones. Ni formulamos
pliegos de reclamos, ni encabezamos protestas ni hacemos propuestas.
Eso no nos parece cuestionable y pasa como
si nada, siendo más bien ahí donde está el verdadero problema, su raíz y su
cogollo.
6. Ante
nosotros
mismos
Pero en verdad las marchas y los mítines lo
hacen ellos a diario: es el pandillaje de que están infestadas las calles; y es
triste que esta lacra se presenta más alrededor de las instituciones
educativas.
¿Quiénes hemos fallado y sucumbido? ¡Todos!
Pero principalmente los padres y, en segundo lugar, los maestros. Y no porque
no fuimos rígidos con ellos, sino porque no fuimos honestos.
Se dice que los niños son el futuro de un
país, pero es falso. Ellos son el presente en nuestra sociedad; ellos esperan
no una comprensión más razonable acerca de su mundo, sino que seamos distintos:
veraces, justos y responsables para afrontar los desafíos que tenemos que
asumir.
Reclaman urgentemente no el desvelo y el
cuidado hacia ellos, que mal que bien les hemos prodigado. Esperan que seamos
íntegros, sinceros y coherentes. Y, ojalá, valerosos, no ante ellos o los
demás, sino ante nosotros mismos para reconocer y corregir nuestros errores.
Por lo que sería interesante afrontar
nosotros aquí, con relación al niño y al joven, varios aspectos esenciales, que
guardan directa relación con la condición de vida y las categorías de valor con
que estamos actualmente viviendo con él y para él.
7. Esperanza
encarnada
El primer asunto, y quizá el fundamental,
es la negación de “persona humana” que hacemos o con que tratamos al niño en
nuestra sociedad, actitud explícita o tácita.
Esta posición tiene sus patronos y
propugnadores ilustres, tan antiguos y modernos como Schopenhauer y antes de él
nada menos que el filósofo y maestro griego Aristóteles.
Este último que mencionamos, reconocido
como padre y fundador de la lógica, pensaba que “el niño es un papel en blanco
en el cual podemos escribir lo que se nos antoje”, infundio, desacierto y
aberración.
Y hasta atrocidad, pero dicha nada menos
que por aquel guía cuyo pensamiento y enseñanzas han prevalecido más de veinte
siglos en la pedagogía, en la cultura y en el orden social, callarnos sin decir
nada. Pensamiento y actitud que sigue siendo vigente y con la cual seguimos
actuando.
De allí que sea muy natural pensar que el
niño está para obedecer, acatar y someterse a lo que otros determinan que él
haga. De ello deriva su condición social de esclavo que tenemos en casa.
Revirtamos ese rol y él sea la esperanza encarnada de un futuro promisorio y de
un mañana mejor.
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