martes, 9 de junio de 2020

9 de junio. El "Presbítero Maestro" se torna museo. / El cementerio de mi comarca.


9 DE JUNIO
EL “PRESBÍTERO MAESTRO”
SE TORNA MUSEO

 EL
CEMENTERIO
DE MI COMARCA

 Danilo Sánchez Lihón



Muro y capilla del cementerio de mi comarca


Cavarán los perros,
aullando, un adiós.
César Vallejo


1. Repiques
fantasmales

El cementerio de mi añorada comarca, que es Santiago de Chuco, es un altozano que ocupa la parte más alta de mi pueblo, adonde se puede ir a pie. Porque hay cerca y lejanos otras partes altas pero empinadas, como el cerro Quillahirca, y hacia allí la gente no suele caminar ni ir de paseo.
El camino al panteón, como también lo llamamos allí, en los años de mi infancia que es cuando más lo recuerdo, era de una belleza solemne a partir de El Obelisco, cercado por una reja que antes estuvo en torno a la pileta de la Plaza de Armas. Es un monumento dedicado a los gestores de la fundación de mi provincia en el año 1900, como fueron Manuel Natividad Porturas y Tomás Ganoza y Cavero, y que felizmente permanece allí hasta ahora.
Aunque antes el cementerio, lo sabemos por referencias, estuvo situado en “La huairona”, que denominábamos así a la zona divisoria que estaba ubicada entre la iglesia y el Campo Santo, que era un lugar silvestre al frente del altar mayor de la iglesia y detrás del antiguo Municipio, en pleno centro del pueblo, que era donde antes se enterraban a los muertos.
Pero se cuenta que debido a una epidemia se determinó su actual ubicación en la colina más alta del lado sud-oeste del pueblo, y sobre el temible Cerro Campana que solo sabe tocar por las noches sus repiques fantasmales.

El cementerio sobre el Cerro Campana

2. De ramajes
abiertos

Desde esa atalaya puede distinguirse nítidamente las hondonadas de las dos cuencas que rodean a mi aldea nativa. Ellas son: la cuenca del río Patarata, hacia un lado y, al otro, la cuenca del río Huaychaca; abriéndose y divisándose desde ahí todo el panorama del pueblo, de sus bajíos y hondonadas como de sus cerros y cumbres lejanas.
Por lo que felizmente los muertos se entierran ahí con los ojos cerrados, porque si los tuvieran abiertos sería un dolor insoportable y un inmenso sufrimiento estar enterrados y no poder mirar la belleza insondable de esta parte del universo.
Y eso porque al dolor de morir se agregaría otro más inmenso, cuál es el mirar desde allí la belleza del paisaje hacia todos los flancos.
Pero antes, incluso, el hacer ese camino prodigioso para ser enterrado en la colina desde donde se ve humear todas las cocinas del pueblo y se siente ahí, o uno se imagina, el aroma de todos los platos y potajes que se preparan y se sirve en cada mesa. 

Atardecer en Stgo. de Chuco. Vista desde el cementerio

3. El alma
de los vivos

Antes, cuando yo era niño, había a la vera de aquel ancho camino filas de árboles de eucaliptos que se elevaban gemebundos detrás de un cerco de pencas también de enorme tamaño.
Eran árboles centenarios, muy altos y de ramajes abiertos en su copa. Como brazos que imploran al cielo, con las cortezas a medio colgar en sus esbeltos troncos.
Y que lloraban, mañana, tarde y noche, compadecidos del dolor de la gente, haciendo crujir sus maderas, y conduciéndonos por un callejón que predisponía al recogimiento.
Los responsos cantados por el cura Manuel Rebaza, vestido de capulla y llevando los monaguillos los estandartes, se hacían en El Obelisco, agregando así más dolor en el alma del muerto, si es que algo siente.
Pero en el alma de los vivos sí es ineludible sentir esa aflicción, porque recibimos la advertencia que al igual que el difunto que estamos enterrando, a nosotros nos tocará en cualquier momento morir y ser de la misma partida.

Cuenca del Huaychaca. Vista desde el cementerio

4. Filas
de piedra

Más arriba estaban “Las pozas”, que ahora ya no están, y que era una especie de explanada donde se empozaba el agua cristalina sobre un fondo de color marrón suave.
Con bordes amarillentos y nacarados que se extienden en un leve oleaje por acción del viento que en aquel lugar sopla todavía, haciendo que la superficie del agua se rice y se aduerma en la orilla que es de arenisca blanca.
A partir de allí, hasta la entrada del Campo Santo, la cuesta es un poco empinada y ya sin árboles, por donde los sones desgarradores de la banda de músicos que acompañan a un féretro llegan y se extienden por todas las techumbres de la comarca y de los campos aledaños.
La puerta es una reja de fierro con dos columnas de adobe a los costados que rematan en un techo pequeño que semeja la forma de dos torres. Las paredes del contorno siempre fueron bajas y son muros de tapia que dejan ver sus filas de piedras, y hacia adentro las cruces.

Portada de ingreso al cementerio. Vista actual

5. Cielo
y tierra

En algunos sitios se han hecho portillos por el trajín de quienes quieren entrar sin querer pasar por la puerta; que casi siempre son los niños. O que son, algunas veces, personas mayores, cuando la puerta la encuentran cerrada, y que cuando así ocurre la amarran con una cadena y de ella penden no uno sino varios candados.
Un arco une por la parte superior las dos columnas de adobes que se alzan a los costados de la puerta; teniendo al centro de aquel remate una insignia en sobre relieve; y culminando hacia arriba se eleva una corona de fierro hacia el firmamento que parecería querer significar la unión aquí de cielo y tierra.
Después de cada columna amplían el frontis dos paredes que parecen ser de adobe semejando en su ángulo remate superior a un perfil de una casa con sus techos a dos aguas. A continuación de las paredes se ubican dos grandes capillas, una a cada lado de la puerta de entrada. Las capillas parecen pequeños templos, con sus torrecillas, una a cada lado.
Una de esas capillas pertenece, según dicen las palabras en la parte superior y encima de su portada, a la familia Benites Vargas. Y la otra, en palabras ya borrosas, perteneciente a la familia Santa María Cueva.

Hacia un costado del ingreso al cementerio. 
Capilla de la familia Santa María Cueva. Vista actual

6. Fecunda
y florece

Siempre me tentó tocar y palpar su cerradura y los candados fríos colgados de sus armellas. Y siempre me sumergí imaginando en qué sitio de la casa de sus dueños reposaban las llaves que abrían las puertas de estos sepulcros, y cuál sería el ruido de sus goznes al abrirlos cada vez que llegaba un nuevo catafalco.
Una inscripción al ingreso del camposanto quedó imborrable en nuestros espíritus, puesta en la parte superior, de una de las capillas, escrita en letras inclinadas de las cuales solo se había pintado las sombras y no las letras mismas, en color negro, y que decía lacónicamente:
“Muerte; sueño eterno, dolor profundo”.
El cementerio de mi comarca tiene la belleza de lo transparente y la hermosura de lo que es luminoso, pese a que allí reposa la muerte. Donde crecen las retamas, las clavelinas y las malvas, y por entre los nichos y las tumbas sobresalen las mostazas.
El cementerio de mi comarca es una atalaya florecida de retamas, donde todo fecunda y florece. Donde todo es tan hermoso que en él no hay nada triste en su superficie.

El pueblo de Santiago de Chuco. Vista desde el cementerio

7. Amatistas
y rojos

Salvo cuando llega un entierro y se mira el rostro enlutado de los deudos que evidencia que han llorado las dos largas noches y los dos largos días que duran los velorios en mi comarca.
Triste es más bien extrañar aquí abajo ya habiéndonos regresado del cementerio, triste es extrañar al ser querido que se ha dejado y allí reposa, imaginando que en las noches bajo la lluvia y los relámpagos que se desatan su cuerpo se entumece de frío.
Tanta belleza da dolor ciertamente, que sin duda se acrecienta mirando hacia todo lado los campos sembrados y verdecidos, y al frente los techos rojos y las paredes blancas de las casas.
Por donde sale el humo de las cocinas, y en lontananza los bosques y las lejanías azulinas por donde se asientan otros pueblos y por donde se elevan los cielos ora apacibles, ora desgarrados de azules, naranjas, amatistas y rojos.

Fotos 2 y 5: 
Jaime Sánchez Lihón

Fotos 1, 3, 4, 6 y 7
Daniel Egúsquiza Sánchez



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