Era el poeta Luis Valle Goicochea un ángel
caído del cielo. Totalmente inerme, indefenso, y expuesto al mundo arisco,
despiadado y cruel de cada día. Realidad ante el cual batirse con toda la
ingenuidad y la bondad herida que a él lo aprisionaba, era una batalla anteladamente
perdida. Era un ángel aislado, solitario y, por los vacíos y huecos que asolan
la vida, doblegado; pero no era ángel réprobo. Volvía a la casa de Dios para
quien el creador del mundo ordenó que la puerta siempre estuviera abierta.
Porque no todos los ángeles con algo de
extravío son quienes entraron ni entran en rebelión con el padre todopoderoso;
y se hicieron o se hacen protervos, sino que la mayoría de poetas son ángeles
desterrados y desguarnecidos, aunque no herejes ni en rebelión con Dios, ni
sembrando el mal sobre la tierra como hacen diablos y demonios.
Como Luis Valle Goicochea, quien era un
ángel vagabundo, lejos del ejército y la hueste celestial. Más bien auto
expulsado y marginal y, como tal, un ángel despeñado, aunque conmovedoramente
bueno. No es que pretendiera el trono de Dios y fuera castigado haciéndose
execrable y siniestro. En él ocurría lo contrario. Él a todo renunciaba. Y
bebió el cáliz de la dulzura hasta probar su gota más fatal y amarga.
Luis Valle Goicochea
2. Los saúcos
viejos
Ángel calmo, apacible y desvalido fue Luis
Valle Goicochea; habitando el horror del mundo ante el cual no tenía ningún
escudo ni adarga con qué defenderse. Fue una “rara avis” entre los seres
humanos. Un ser signado con un estigma en la frente y en el alma:
Nunca
olvidaré tu cara triste todo el tiempo,
niño
muerto del pueblo, compañero...
Nunca
te olvidaré... Gustabas como yo
de
ir a ver el monito de Leoncio
y
de arrancar flores
en
los caminos próximos en Mayo...
Ya
no volverás un 24 de diciembre
con
tu mamá a la casa,
a
tomar el nocturno té de Navidad...
Hoy
los gorriones cantan tristes,
y
no los alegra el agua. No sé dónde
diez
mil cuervos clavan sus picos
en
el asno despeñado que se pudre,
y
amarga la corteza
de los saúcos viejos...
Pueblo de La Soledad, en Pataz
3. Meandros
de lo sagrado
Como vemos, en quien hicieron mella todos
los más simples dardos, lanzas y espadas con que nos hiere la vida, sin que
hubiera rodela o broquel tras el cual pudiera guarecerse. Y esto desde cuando
era niño. Lo supieron sus padres que le buscaron un refugio en el seminario de
San Carlos y San Marcelo de Trujillo.
Quizá para ser amparado, arropado y
protegido por las únicas manos que pudieran salvarlo del cierzo y la nevasca
que sobre él se cernía, y que no podían ser otras que las manos de Dios. ¡Fue
en vano! Era demasiado honda su pena. Y a la herida de sí mismo se sumó otra
herida: la herida de lo divino, con lo cual quedó consumado su dolor.
Tocado por Dios y sus hondos e inabarcables
enigmas, demasiado asustado por los pozos negros de las cosas para ser
conducido sin tropiezos en este mundo, no pudo ya sosegar su angustia sino con
otro dios terreno y mundano que destruye acerbamente, y cuál es el licor.
Y con él deambuló sin fin por los
laberintos del lenguaje, como por los meandros de lo sagrado, yendo de taberna
en taberna, aún con su sotana o hábito de monje desde y hacia donde escapaba a
medianoche de la celda de los conventos que lo acogían, sea en Trujillo, en
Lima, en Arequipa o el Cuzco.
Casa de Luis Valle Goicochea en La Soledad
4. El pajarito
y nosotros
Herido porque las cosas desaparecen y se
esfuman, o se tuercen. Herido por la vida de un pajarillo, como es Rinono, que
un día desapareció del árbol frente a su casa en el cual se cobijaba. Herido
por lo que se sabe, pero más por lo que no se sabe y solo se presiente o
simplemente nos hiere. Así:
Rinono
cantaba todas las mañanas
en
los árboles del frente.
No
tenía lindos colores: era oscuro pero
bueno.
La
Rarra lo llegó a querer
y
como nosotros lo quería.
Pobre
pajarito: una tarde
le
contó un cuento no sé quién.
Rinono
voló por donde quedan
los
eucaliptus del Tingo.
Y
desde entonces no volvió jamás.
Nos
queríamos, el pajarito y nosotros:
así:
él en su árbol, nosotros en la casa.
Toda
la tarde hemos llorado con la Rarra.
Rinono ya no volverá.
Día de fiesta en La Soledad
5. El alma
blanca
Dios no solo no fue suficiente para
apartarlo del abismo en el cual caía, sino que él bebía para condolerse de
Dios, y sufriendo por él.
Era entonces testigo y peregrino del
absoluto, en quien palpitaba el desconcierto bajo el ritmo acompasado, los
sones y tambores broncos de la compasión y del dolor que no es herida sino
dolor de ser, que es total puesto que abarca a la existencia misma.
Quien escondía su temblor, su vibración y
conmoción interior en el rezo y el alcohol. Por ello, le rondó la pobreza en
todo sentido.
Su vida fue escueta, parca, y simple.
Hundido más en visiones, delirios y mansos crepúsculos. Y que se apagaron a sus
42 años; edad en la cual acabó con su vida que fue un lento suicidio.
Y el día que murió ya fue suicidio
definitivo. Pero antes se fue consumiendo de pena. Se fue secando de añoranza.
Se fue agostando de soledad, de nostalgia y melancolía. Ernesto More, quien lo
conoció y fue su amigo, escribió:
"Valle, que parecía destinado al ara y
al misal, terminó sólo con el cáliz. Murió fiel a la sangre de Cristo y fiel
también a la Doctrina del Maestro: sin un centavo y con el alma blanca".
Eso es, con el alma blanca, es decir: murió
candorosamente, sin reproches a Dios, sin alzar la voz, sin acusarle nada al
creador, sin levantar un solo dedo, apenas musitando para condolerse con algo
humilde, cándido e ingenuo como era su naturaleza.
Vista de La Soledad desde la torre de la iglesia
6. Sones
Es sus versos es parco y sobrio, conciso y
simple como fueron sus padres y sus ancestros, y la gente de su aldea nativa,
para mayor designio llamada La Soledad, como si hasta en eso hubiera una
predestinación.
Tienen sus versos un giro hacia lo diminuto
y prosaico. No se deja tentar por lo sonoro ni mucho menos por lo solemne y rimbombante.
En ellos recuerda su calle, la lluvia y los tejados de su aldea pobre, sumida
como él, en le inocencia.
Y desde allí desprende una manera de decir,
de mirar y contemplar, y que es un modo inusitado, raro e imprevisto, como si
descubriéramos el hechizo en el borde del rebozo de un ser querido al interior
de una casa.
Son versos sueltos, si es posible decirlo: descarnados,
lacónicos; mondos y lirondos; a palo seco, de tierra menesterosa y mano
mendicante. Hechos con una música libre, de honda y rara belleza. De fragancia
matinal, desvencijada.
Donde el lenguaje es suelto, desaliñado; es
otro lenguaje, otro acorde, otra música. Con sones de arpa, destemplada. Pero,
hay algo inexplicable por lo cual se siente estar ante un gran misterio, un
gran enigma y un gran poeta.
Día de fiesta en La Soledad
7. Guitarrita
muda
Estaba
en la mesa,
en
busca de migas,
a
la hora del almuerzo
la señora hormiga.
La
encontró Juancito
al
coger su copa
y
apostó con ella
a tomar la sopa.
Casi
no le oía
cuando
la hormiguita
después
repetía
con su voz finita:
“Guitarrita
muda
toca
ahora, toca,
que
un niñito bueno
acabó la sopa.”
Fotos proporcionadas por el profesor
Orlando Peña de Huarichaca, Pataz
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