El bus nos había recogido a varios pasajeros del Hotel
Palladium en la playa de Leblón y ya corría veloz por la ensenada de
Copacabana.
Mientras se tambaleaba en la curva de Ipanema, ayudé a
sostener su maletín a una bella señora que iba de pie en el pasadizo.
Así como yo, fuertemente cogido del arnés que pende
desde lo alto, a esa hora temprana.
Los asientos ya estaban ocupados desde antes por
personas al parecer norteamericanas de avanzada edad.
– ¡Adonde viaja usted? –Me pregunta.
– De regreso a Lima, soy peruano. –Digo–. Y usted.
–Correspondo en preguntarle.
– Soy del Brasil. Viajo a Nueva York. –Dice con un
rictus no precisamente de entusiasmo. Y luego, para mi sorpresa la escucho
pronunciar, como si hablara consigo misma:
– ¡Qué bella es Lima!
Río de Janeiro
2. Azul
turquesa
– ¿Conoce usted Lima? –Indago con curiosidad.
– Solo una vez estuve en Lima, y por breves días.
Quiero regresar y dedicarle mucho más tiempo en conocer la ciudad.
– Y qué lugares de Lima recuerda.
– ¡Ah! Barranco y la Costa Verde. ¡Hermosísimo! ¡Qué
maravilla! Esto ni se compara con lo que ustedes tienen.
Me deja helado, porque cada detalle de Río de Janeiro
a mí me deja con la boca abierta, tanto que no encuentro lugar más hermoso en
el mundo que este.
Más sorprendente todavía porque justo en este momento
atravesamos la Praia Urca, en Botafogo, rumbo al Aeropuerto Internacional de
Galeao.
Teniendo el Pan de Azúcar a nuestra derecha y el
Cristo de Corcovado a nuestra izquierda.
Y al frente envuelta en la neblina, como un caramillo
de plata, la isla de Icaraí, con el golfo sembrado de yates sobre al azul
turquesa del mar.
En Río de Janeiro
3. Sumergida
en rememorar
– La nuestras son playas, lo de ustedes son portentos,
milagros. ¡Esa parte de La Herradura y el Salto del Fraile, qué prodigio! –Me
dice extrayéndome de mi arrobamiento de lo que quiero mirar por última vez.
– ¿Así? –Me admiro de escucharla, sin poder ocultar
más mi asombro. Además, porque toda la apariencia de esta señora, además de
distinguida, es de conocer mucho el mundo.
– Y qué detalle de la Costa Verde le parece el más admirable?
– ¡Los acantilados!, tan bellos, de naturaleza casi
salvaje, rudos y tiernos a la vez, con el mar infinito a sus pies, lleno de
grandeza. Y la greca de encaje blanco que hacen las olas.
Y se sumerge en la evocación esta bella señora, sin
querer ver la belleza de las edificaciones de la bahía de Flamenco, por donde
pasamos ahora, con el verde de las montañas en lontananza, sumergida como está
en rememorar el distrito de Barranco y la Costa Verde de Lima, en el Perú.
La Costa Verde, de Lima
4. Extasiado
continente
Lo primero que
hice al llegar a Lima fue ciertamente hacer un recorrido por la Costa Verde. Y lo
hice la orilla marina de los distritos de Miraflores, Barranco y Chorrillos, recordando
que este cruzarse ahora de pistas al pie de los roquedales es terreno ganado al
mar gracias a las obras de ingeniería que diseñó el ingeniero Ernesto Aramburú
Menchaca.
Todo esto
despertado por la curiosidad, a partir de aquel viaje que realicé a Brasil el
año 1979. Y que cada vez que he vuelto después a Río de Janeiro, rememoro con
cariño, sobre todo al pasear de noche por sus playas, llenas de gentío, y de
los ambulantes que venden sobre todo piedras preciosas.
Entre vocingleros
vendedores apostados en las anchas veredas que hay al lado de los carriles y a
la vera del Océano Atlántico espejeante, rielado de luces y tomando el rico
café brasileño de quienes pasan con sus rojos tanques a la espalda, sus
mangueras y vasos espumeantes.
Circunstancias
en que allí, no dejo de recordar a esas horas al litoral del Pacífico de la
señorial capital del Perú, al otro lado de nuestro extasiado continente.
La Costa Verde, de Lima
5.
Sus luces
titilantes
Pero,
regresando al recorrido que hiciera por nuestra Costa Verde, luego de aquel
encuentro que he referido, tenía razón, ¡qué belleza en toda nuestra bahía!
Mucho más entrañable,
misteriosa y señorial. Mucho más oculta, secreta y recóndita, tal como es Lima.
Con el enigma de
un océano inconmensurable a nuestros pies, en el cual este borde es para
avizorar la noche y lo inabarcable que se cierne hacia allá, y la luz y calor hacia
acá, y en el fondo de nuestros corazones.
Con los
farallones inhiestos ante un mar pasmado que se extiende al frente sin
encontrar más vida que esta salvo hasta millones de kilómetros allende y ya en
la Oceanía. Con una neblina y línea dispareja en el horizonte hacia donde se
extiende el más allá incomprensible, indescifrable y, por último, insondable.
Que es lo mismo
a tener la presencia de una eternidad al frente de las casas que lucen sus
luces titilantes y detrás de ellas la vida cotidiana.
El mar en la Costa Verde
6.
Lo que somos
y
tenemos
Eso es, ¡esta
vida cotidiana que al hablar del turismo nunca la sabremos apreciar y valorar
convenientemente y que solo cuando la perdemos y nos hace falta la solemos
reclamar y llorar a gritos porque se resarza!
Desde entonces
y fascinado cada vez que escucho contar maravillas de afuera miro a mi
alrededor, dándome cuenta en todo lo que quisiera apreciar, no solo cuando ya no
lo tenga y me haga falta.
Como recorro mi
país, reconociendo sus características genuinas y especiales, casi siempre
prodigiosas. Su topografía y relieves, siempre con mirada curiosa, arrobada y
hasta de asombro.
Reconociendo y
con plena adhesión a lo que somos: un país singular, mítico y de fábula, que
fascina a personas de otras latitudes que saben apreciar; valorando, como ellos
valoran, a los pueblos de nuestro interior, quienes nos desmienten aquellas
nociones descalificadoras que casi siempre solemos impetrarnos nosotros mismos en
relación a lo que somos y tenemos.
Ciudad de Lima
7.
Valorando
lo
nuestro
Porque aquella
valoración también me ha tocado la experiencia constatar otro plano o nivel de
igual o mayor significado.
Cual es que en
diversas asambleas en las cuales he participado y cuando se trataba de decidir
en qué país llevar a cabo la próxima reunión de la organización, si en la lista
estaba el Perú, he visto la enorme predilección de los asambleístas por elegir al
Perú.
Concluyo así
que debemos conocer y apreciar nuestras ciudades con ojos amorosos, y no a las
miradas culpables, viscerales y acomplejadas que tenemos acerca de nuestra
realidad.
Y cambiar la
noción de que turismo es irnos lejos, visitar lugares exóticos, y mientras más
lejos sean mejor. Que es también, y creo que primero, más bien visitar nuestros
propios pueblos, caminar por nuestras propias calles y plazas, las más
cercanas, fascinados de tenerlas y cuidarlas, con el turismo interno, el
turismo hacia adentro y valorando lo nuestro.
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