¿Cómo se curó mi hermano Guillermo del susto? ¿Y de la
angustia y la depresión que ya lo doblegaban?
Él me llama desde Estados Unidos y hablamos el domingo
por la noche de muchos temas y asuntos de familia, y de lo que lo aquejaba.
– Ojalá se arreglen mis papeles pronto y pueda
regresar a nuestra tierra siquiera de aquí a dos años. –Sueña.
Él quisiera venirse. Si por él fuera hoy mismo tomaría
su avión. “Porque no todo es ganar dinero”, me dice.
La vida también está hecha de otras esencias,
contenidos y presencias del alma.
– Yo extraño a la gente, el habla de mi pueblo, las
calles. –Me dice–. Hasta lo que parece pobreza. Y no lo es. Se extraña la
comida. Hasta el bullicio del tráfico de Lima, tan lleno de voces ¡y de vida!
Y mientras me habla yo pienso: que, sin embargo, aquí
de todo nos quejamos, y todo lo vemos con ojos culpables, malévolos y resentidos.
Y como si supiera lo que estoy pensando, me comenta:
– Y después, estando ya lejos, todo eso lo extrañas. Y
es por una razón muy simple: que es tuyo, que es propio, y es algo que hiere
mucho sentirse extraño y ajeno.
Mi hermano Guillermo
2. Producción
efectiva
Es una calamidad de los pueblos el que su gente tenga
que salir a insertarse en otras culturas, dejando sus pueblos de origen. Y
arrastrando como trastos viejos sus recuerdos por los caminos.
– Y de eso la culpa lo tienen los gobiernos por no
crear aquí oportunidades. Y mira pues –me dice–, tengo aquí un amigo que ahora
está sufriendo insomnios, desvanecimientos y desmayos. Pero ya, felizmente, un
neurólogo argentino lo está tratando mediante pastillas.
– ¿Qué siente?
– Siente ansiedad y pánico. Se despierta en las noches
aterrorizado. Y ya no puede dormir. Y le asalta el temor a la muerte. Siente
que personas que han muerto lo arrastran de los pies y lo arrebatan de esta
vida.
Del buen trabajo que tenía lo han despedido. De aquí a
dos meses lo evalúan para ver si ya está sano. Y si no es así, ¡fuera!
– ¿Así de fácil?
– ¡Claro! Aquí si no rindes te botan sin conmiseración
alguna. Sin ningún comedimiento de ninguna clase. Y sin dar lugar a
apelaciones.
A los gringos aquí si no les sirves bien y los ayudas
a ganar plata, te botan de inmediato y al instante, sin miramientos, lamentos
ni contemplaciones. Aquí es producción efectiva, venta constante y sonante. O
nada.
Y en el teléfono lo dejo hablar. Y arranca a contarme,
diciéndome:
3. El anda
del Apóstol
Yo estando ahí en Lima, sin trabajo, sufrí de
depresión. Y, ¿cómo se presentó el mal? Es algo que se acumula poco a poco, que
va sumando una brizna tras otra. Y un día ese castillo de astillas acumuladas sucumbe.
O viene una chispa y a esos tallos amontonados los incendia.
O se hunde y se derrumba. Como dice el refrán: “Una
pajita de más es la que quiebra el espinazo de la acémila”. O es la gota que rebalsa
y colma el vaso de agua y hace que esta se derrame. Y que siempre, al principio,
es algo mínimo, pero que se va acrecentando. Y a lo cual la pajita final
únicamente agrega un grumo que el cuerpo ya no resiste ni lo puede soportar,
produciéndose el colapso. Y eso es la enfermedad
Aquel amigo y paisano, de quien te contaba y que vive
aquí, hace poco regresó de Santiago de Chuco. Y dice que ahí se le declaró el
mal. Qué raro, ¿no? Esperar que sea en nuestro pueblo, adonde llegamos para
curarnos. Pero esta vez allá me cuenta que lloró tres veces en un solo día: Primero
fue cuando dobló el anda del Apóstol para ingresar en su iglesia: Le dio tanta
pena que fue como si alguien le estrujara el alma. Felizmente estaba solo y se
puso a llorar desconsolado.
La segunda vez fue cuando Teresa Vejarano recibió la Mayordomía de la Fiesta, y evocó la figura del Shongo Alfonso Alcántara Ferreyros, quien recién había muerto. Y sintió tanto miedo y tanta pena por ese amigo que ahí mismo buscó un lugar apartado y se puso a llorar. Y la tercera vez que lloró no quiso contarme por qué fue.
Guillermo en Casapalca. Abril, 1981
4. La falta
de trabajo
Pero yo le digo a él que he padecido lo mismo, idéntico
y ni más ni menos. Pero esa vez fue estando en Lima. Por eso, cuando mi amigo
me habla de su mal es como si yo lo estuviera contando a él, aunque variando el
paciente y uno que otro detalle mínimo.
Solo que a mí me pasó en Lima, no aquí en Estados
Unidos. Y, de eso hace unos diez años, cuando no tenía trabajo y mi vida era
una incertidumbre total.
Eso sí, te digo que es horrible, sientes desgano, ansiedad
y vacío total. Te deprimes por entero. Solo sientes ganas de dormir. Esa es la
depresión. Y le asaltan a uno ideas en la mente que son terribles y
desesperadas. Y luchas con todas tus fuerzas, pero es en vano y te sientes
caer.
Y solo queremos que pasen veloces las horas. Y cuando nos
despertamos todo es enojoso: y son líos, pleitos, y peleas con la mujer y con los
hijos. Y todo por la falta de trabajo, que te socava, te deteriora y te destruye
desde dentro y desde fuera.
Yo me sentía morir, estaba desesperado. Y dije: ¿qué
hago? Y me llené de valor. Y me fui a la posta médica. El doctor me dijo:
– A usted tiene que verlo el psicólogo. Pero él
atiende lunes, miércoles y viernes, solo de once de la mañana a una de la
tarde.
5. ¿Para que nos vean
llorar?
– No importa, –le dije–. Cualquier día para mí es lo
mismo, si no tengo trabajo. Por favor, podría venir pasado mañana que es
miércoles.
– No joven, –me dijo–, las citas se dan de aquí a tres
meses. Todo está copado.
Y había que ir a las cuatro de la mañana a hacer cola
para ver si alcanzabas a obtener cita, pero para de aquí a tres meses. Y cuando
uno ya se está muriendo. Mi mamá no estaba. Ella ya estaba aquí en los Estados
Unidos.
– ¡Para lo que vale tanto una madre! ¿No? –Y mi
hermano en el teléfono se queda un rato callado. Y prosigue:
¡Ella siquiera nos sirve de consuelo, de paño de
lágrimas! Para solo escucharnos las viejitas; porque ellas, ¿qué pueden hacer? ¿Qué
más podrían hacer ellas en una ciudad inmensa, tan hosca, y tan indiferente
como es Lima, o es aquí? ¡Que ni siquiera ellas la conocen! ¡Y donde ellas
están a su vez tan indefensas!
Y hasta desgarra que solo estén para vernos llorar,
¡siendo que nosotros debiéramos darles seguridad, confianza y protección! Pero
no siempre la vida traza así los hechos y las cosas. Y eso me ocurría a mí,
cuando me sentía morir, y entonces me acordé de mi tía Carmen.
Tía Carmen, de pie. Abuela Sofía, sentada.
6. Y yo
tan ufano
Ella vivía en Cantogrande, bien adentro, casi al
fondo, pero felizmente estaba aquí en Lima. Y aunque quedaba lejos sentí que sí
lo podía ir a ver. Y me fui a verla con todo mi dolor.
Ya estaba muy ancianita la tía, pero me reconoció. Y
qué agobiado estaría yo, que me acerqué mudo y sin poder hablar. Y solo se me
ocurrió tenderme a sus pies. Y mi cabeza lo recosté en su falda, porque estaba
sentada. Y lloré, lloré y lloré.
Y ella me acariciaba y me frotaba la espalda, me
presionaba los hombros y pasaba sus manos por mi frente, y sus dedos por entre
mis cabellos. Y así me relajó un buen rato. Seguro que lloré mucho, horas; y
mares. Me abandoné en su regazo, completamente vencido, derrotado y casi yerto,
sin que le pudiera hablar nada, absolutamente nada.
Y yo que en la vida fui tan locuaz, tan lengüilargo y
farolero. ¡Cuando regresaba a la fiesta lo hacía siempre con aire de vivo, de rico,
de triunfador y de hombre exitoso! Creo que esa tarde lloré amargamente en su
falda.
Porque ¿a qué hora habré llegado hasta su casa? No
recuerdo bien, quizá a mediodía. Y ya eran como las seis del anochecer, cuando
me sentí un poco aliviado.
Ella canturreaba algo y me consolaba, diciéndome solo
esto y nada más:
– ¡Ay hijito! ¡Ay hijito!
Eso nomás me decía.
El pueblo de Santiago de Chuco
7. Se
ahogó
Cuando ella también se durmió cansada de tanta
aflicción, de tanta angustia y de tanta pena mía. Yo estuve todavía quizá dos
horas más, juntadas mi espalda con su espalda, de esa viejecita amorosa.
Ella entonces cuando despertó me dijo, como si hubiera
estado atenta todo el tiempo, y no dormida:
– Hijito, vas a hacer que el gallo te cante.
– ¿Qué, tiita? –Le pregunté.
– ¡Que el gallo te cante!
Y me explicó todo. Y yo lo hice tal como ella lo dijo.
Tenía ahí en Lima un gallo chiquito que hice que me cante, como ella me explicó.
Pero era tan grande mi agobio que el gallo no pudo
cantar. Se trabó. Cuando lo puse para que me cante, como me indicó mi tía, el
gallo se ahogó. Cayó fulminado, aleteando sin vida.
Cuando quiso cantar le salió un ronquido de agonía. Lo
vi que trastrabillaba. Y se cayó, temblando, ¡muerto! Cayó como exterminado por
un rayo. ¡Así fue, increíble!
Pero después hice que Sofía me trajese un gallo grande
de Santiago de Chuco, criado en el campo; poderoso. Y ese gallo sí cantó como
dijo mi tía. Y yo me curé, para ser el hombre que ahora soy, con el canto de ese
gallo.
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