Ser niño no se reduce y limita a una edad. Ni a tener y no sobrepasar,
unos cuantos años en el calendario temporal en el desarrollo humano.
La infancia no queda confinada a una etapa de la vida, ni al período
inicial en el transcurso vital de una persona.
Ser niño es un estado de alma de la vida humana. Y la infancia es la
esencia del espíritu del universo.
Las diferentes épocas vividas de manera auténtica no son sino diversas
instancias de lo que es niñez.
Ser niño no tiene una ubicación etaria. Es el centro, la esencia e
identidad del mundo. Es lo inherente a él, e innato a su ser.
Ser adulto es ser adulterado, falso, sin centro. Eso significa el
concepto etimológicamente. Es haber perdido la sencillez, la llaneza y la
inocencia que es gracia y es encanto.
La niñez es nuestra verdadera patria; es la patria universal. La patria
de todos los hombres. Es la raíz y el meollo de lo que efectivamente somos.
2. En ella
cabe
todo lo
esencial
Ser niño es lo ínsito, fundamental y consustancial al ser del hombre,
pero también de todo lo creado.
Es punto de origen y de arribo, hontanal de donde mana y hacia dónde
llega el agua prima y nueva de toda fundación.
No hay edad en el ser humano que a la vez sea tan honda, densa y llena
de abismos y misterios.
Ninguna más llena de preguntas que no acaban, que no se agotan ni jamás
concluyen.
Ninguna época más tenue y magna, íntima y cósmica, enfrentada a arcanos
y absolutos totales.
Ninguna edad cuestiona tanto al destino indescifrable como la infancia,
que es la edad perenne del mundo y de la vida.
En ella cabe todo lo esencial: lo más terso y arduo, lo más tierno y en
su candor violento.
Donde, tras unas imágenes inocentes, se anuncian y avizoran los hondos
enigmas del alma.
3. Un estado
de gracia
Es también la edad más henchida de embrujo, magia e ilusión.
No hay algo mayor o supremo que aquellos contenidos y significados que
podemos vivenciar, tejer y destejer en el telar de la fascinación, que es la
infancia
Reino no perdido irreparablemente sino vivo en el fondo de nuestra alma
atribulada. ¡Ese sí verdadero reino!
Afortunadamente, son fuentes y manantiales no situados en el pasado sino
perennemente presentes y principalmente con sus caudales más colmados hacia el
porvenir.
En ese futuro hacen sus puertos, sus muelles, malecones y dársenas. Y
que elevan sus torres y extienden sus espigones hacia lo más entrañable del hombre.
Es la infancia un estado de gracia, una manera sublime de vivir y una
cometa culminante a la cual es posible elevarse, aspirar y asumir al morir.
La infancia es una larga construcción natural y vital. Y no solo el
hombre la tiene sino la naturaleza, el mundo y el cosmos y viven cada día en
ella para renovarse y revivir.
4. Se llega
a un aserto
Toda utopía se gesta en el anhelo de ver la infancia recuperada. Y por
eso toda utopía es posible, legítima y moral.
De allí que la infancia sea rito, ceremonia y celebración, con la cual
como en ninguna otra oportunidad, estamos más cerca de lo sagrado.
De allí también que el niño aparece en el mundo al inicio, pero también reciente
y tardíamente.
De allí que su presencia se recupere poco a poco, primero en los mitos,
como Cupido el flechero y dios del amor.
De allí que se lo vea venir siempre como una presencia legendaria, lo
que nos muestra que el niño tiene un origen imaginario.
Con lo cual se llega a un aserto, cuál es que la imaginación sí los
capta y reconoce; pero no la razón, y ni siquiera la emoción.
Por eso, cuando más cerca estamos de la inmortalidad es en la infancia.
5. Utopía
por aproximar
En contra de lo que pareciera, no se la vive de modo inevitable. Tampoco
de manera consciente.
O es la sabiduría de lo inconsciente con rostro de ingenuidad que en el
fondo es virtud.
Es legítima educación, que empieza miles de años antes de que el niño
nazca.
Es una larga travesía, una ardua tarea y laboriosidad, como una misión
apasionada.
Es más horizonte de llegada que punto de partida. Está lejos, al fondo y
más allá del infinito.
Es un mundo por construir de modo continuo y en esfuerzo incesante.
Es un universo por conquistar y una utopía por aproximar a nuestras
vidas titubeantes.
Porque infancia no es pasado sino futuro. Es esencia del hombre y del
mundo que cada día hay que reencontrar.
6. Estrella
rutilante
Es una decantación del alma a la cual nunca se terminará de amarar en
ningún puerto.
Porque sería pretender agotar toda la experiencia humana en lo que ella
tiene de gloria, maravilla y epifanía.
La infancia es un ideal de plena inocencia; de colmada y bendita
felicidad, de adoración total.
Jesús la definió en el Evangelio al explicar que ¡quienes no se hagan
niños no entrarán en el reino de los cielos!
Así, dejó dicho que ella es una ascensión, una estrella rutilante
titilando en el horizonte al amanecer y a la cual hay que ir.
Hagamos entonces una sociedad de infancia libre, diáfana y candorosa.
Hagamos una sociedad como es el niño: transparente, confiada, inocente. Como
el niño que es un ser que cree. Y que vive con alegría.
7. Ante el
niño
y ante Dios
Y sintonizar con la vida del niño no significa empequeñecerse o hacerse
trivial, ni retornar a una edad sino reencontrarnos con lo mejor de lo que
somos.
No se desciende para encontrar al niño, sino que se asciende hacia las
altas montañas. Porque la infancia es una constante aspiración y un fin en sí
mismo.
No nos agachamos o inclinamos para estar a su nivel, sino que nos
empinamos, erigimos y encumbramos para quedar a su altura.
Quizá nos confunda el gesto físico de doblar la rodilla, de encogernos
para hablarle y brindarle cariño.
Pero es el mismo gesto y genuflexión que hacemos cuando nos dirigimos o
queremos estar con Dios.
Es la misma prosternación de cuando oramos.
Ante el niño y ante Dios bajamos la cabeza, doblamos el espinazo,
apoyamos la rodilla en el suelo y balbuceamos contritos o ilusionados una
plegaria de fe.
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