“Hace casi seis años –le escribe Ludwig van Beethoven a sus
dos hermanos– he sido golpeado por un mal pernicioso que los médicos incapaces
han agravado”.
En este documento que data de 1802, más conocido como el
Testamento de Heiligenstadt, escrito cuando él tenía 32 años de edad, se queja
con amargura y desesperación de una injusticia y de una paradoja.
Cual es estar dotado y preparado como nadie para el arte de
la música y sin embargo comprobar que paulatinamente y de manera atroz pierde
la capacidad de escuchar, cada vez más y más frecuencias y sonidos de la música
e incluso del habla de la gente.
Ante este mal pensó incluso en quitarse la vida, sobre todo
al considerar que poco a poco sería motivo de una difícil relación con las
personas, tal vez de compasión y hasta de burla.
¿Cómo era posible que a él con una singular pasión por la
música se le castigara de esta manera privándole de oír?
La casa donde nació
2.
Sin embargo, al final de la carta considera que tiene un
legado que donar y se consagraría con todas sus fuerzas a concretar ese aporte para
la humanidad.
Consecuencia de ello es que se dedicó a una febril actividad
musical. Encargó a los inventores de aparatos construirle cornetas y
dispositivos para cada vez paliar su enfermedad a fin de tener una mejor
audición.
Y como nunca afloró su capacidad creadora, con una cualidad
que, a partir de entonces su música antes sosegada, armoniosa y complaciente,
se hizo resonante, turbulenta y revolucionaria.
De esta época data la Sinfonía N° 3 en Mí Bemol, denominada
La heroica, que dedicó a Napoleón Bonaparte por defender los ideales de la
Francia revolucionaria del asedio de las potencias monárquicas. ¡Y vencer al
ejército austriaco! Pero que luego tachó y borró cuando Napoleón se proclamó
emperador.
Sin embargo, muchos músicos modernos consideran que la
sordera de Beethoven mejoró extraordinariamente su música porque la hizo más
directa, definida y contundente. Que la dotó de mayor grandeza épica, trágica y
trascendente.
Monumento en Viena
3.
Se valora que por esa prueba avizoró dentro de su desgracia
lo positivo y lo afirmativo de la vida. Que lo hizo concebir un mundo de mayor
esperanza. Y tanto es así que como parte de la Novena Sinfonía, que es una de
sus obras cumbres de este período, incluye una Oda a la Alegría.
Sinfonía cuyo estreno él mismo dirigió en el año 1824, con
una orquesta de músicos numerosa como nunca había sido antes, donde se
incorporaba la voz humana, acto al cual asistió la crema y nata de la sociedad
de Viena de ese entonces.
Y la dirigió con tanta pasión y energía, aunque estaba ya
completamente sordo, que cuando la música cesó él seguía moviendo los brazos y gesticulando,
como si los acordes siguieran en la realidad, cuando en verdad ocurrían en su
alma interior o en su mente.
Y estuvo así hasta que una solista cortésmente le dio vuelta
al público, al menos para que viera, aunque no oyera, la ovación y los aplausos
fervorosos del público que en ese momento lo veneraba y le rendía su pleitesía.
Eso fue Beethoven con su música: una prueba de valor del coraje humano para afrontar
adversidades
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