– ¡Están trayendo presos!
– ¡Traen arrastrando a
varios presos!
Es el aviso y la alarma que
corre, saltando sobre las tapias humedecidas y los carámbanos helados de las
tejas y rastrojos que dan a la calle, voces que llegan traspasando los agujeros
de las paredes hasta el fondo de nuestras casas.
– ¡Ahí vienen! ¡Miren!
– ¡Pobrecitos!
Son campesinos maniatados,
apenas sosteniéndose en sus pies, trastrabillando, perdida la mirada, avanzan
unos muchachos escuálidos, con el cabello hirsuto y la ropa desgreñada. Hijos
inocentes y gente del campo a cuyas casas han entrado abruptamente.
La soga se tiempla desde el
anca de las mulas de los gendarmes que pasan montados en bestias que resoplan y
ellos enfundados en sus pasamontañas, rígidos y uniformados bajo sus quepís y
el agua deslizándose veloz por sus ponchos de jebe.
Sus figuras recogen el
último resplandor de la tarde moribunda, quemados por el frío y destacando
sobre sus hombros el fusil con la bayoneta encalada que hiere aún más al cielo
anubarrado.
2.
Servir
a
la Patria
Desde un ojal de la montura
se estira la cuerda hasta las manos amarradas en cruz de los infortunados.
Son tres.
Sin ojotas, con la mirada
muy abierta por el espanto, trastrabillan en la calle empedrada, bajo una
lluvia persistente, gélida e implacable.
¡Es esta una tarde amarga y
aciaga!
– Y, ¿por qué los traen
presos así, mamá?
– No son presos, hijo mío. Es
gente buena que han capturado los policías para enviarlos a servir a la patria
en el ejército.
Ya en la escuela el
comentario es:
– También han cogido al
Calurio, del Sexto Año de nuestra escuela.
– Y a uno de los Salinas de
Calipuy, que cursa el Quinto Año. Y al Retamozo de Sangual. Dicen que están en
la edad de servir en el ejército, y peor: que son omisos.
– ¡Entonces a ellos sí los
llevan!
3.
¡Anda
y
avísale!
Saliendo nos vamos directo
a espiarlos por la rendija trasera del Puesto Policial.
Es una calle en subida y vetusta
donde está el puesto que por el costado tiene un portón grande y añoso lleno de
rendijas y hasta donde nos acercamos para mirar hacia adentro.
Allí están, esparcidos por
el patio, los muchachos a quienes han levado el día de ayer y de hoy. Algunos
son del campo y otros son del pueblo.
– ¡Cainito! ¡Oigo tu voz!
¿Eres tú? –Suplica alguien desde adentro–. ¡Avísale a mi tío Encarnación que venga
y hable con el Comisario a fin de que me suelten! ¡Por favor te suplico! Anda
directo, ¡antes que sepa mi mamita sino ahorita se muere!
– ¡Es el Sacramento! –Lo
reconocemos por su voz y por el llanto que no puede contener.
Otro gime:
– ¡Oye Javiercito, hermano!
¡Oigo tu voz! ¡Anda y avísale a mi abuela! ¡Que vaya y le ruegue al prefecto
para que me suelten y dejen libre!
– ¿Pero lo conoce?
– Sí, ella le lava la ropa y
le plancha sus camisas.
4.
Este
azar
Pero estos son muchachos
del pueblo.
Los del campo permanecen a
un lado, desolados y melancólicos. Sus seres queridos ya están afuera, sentados
al filo de las veredas. Pero no conocen a nadie a quien suplicarle. Otros vemos
permanecer recostados contra los muros con sus rostros entristecidos.
Hay familiares que recién
se enteran y ya estarán viniendo apurados por los caminos. De otros sus allegados
quizá no sepan nada todavía. ¡O quizá ya presientan el porqué de sus labores
del campo hasta ahora no hayan regresado a sus chozas humildes!
Día a día van llegando las
noticias de otros a los cuales han detenido. Y día a día también, al salir de
la escuela, nos desviamos de nuestro sendero habitual para pasar por la
comisaría donde hay aglomeración y bullicio de una multitud de gente que llora
y que gime.
Esto ocurre siempre estos días
antes de Navidad, cuando estamos dando los exámenes finales en nuestra escuela,
cuando ya termina el año viejo y se avecina febril y misterioso el Año Nuevo. Entonces,
¿por qué este destino, este azar y esta fatalidad?
– Ya están llamándolos para
el examen médico.
– ¡Juan Retamozo!
– ¡Presente! –Responde una
voz resquebrajada por el miedo y que corre a paso ligero por el pasadizo.
5.
¡Apto,
comandante!
– ¡Están desnudos! ¡Los
tienen completamente desnudos! –Cunde la alarma, hecho que nos perturba. Porque
es inusitado.
– ¡Es que los están
pesando! –Informa quien se ha adueñado de la ranura inferior que hay en la
puerta y por la que se mira en panorámico hacia adentro–. Debe ser también que
lo desnudan para que se apresuren.
– ¡Sigue pues contando, oye!
¡Qué más está ocurriendo! ¡Habla! –Le insistimos dándole de coscorrones.
– ¡O si no sal de ahí para
que otro diga mejor lo que está pasando!
– Le están revisando los
dientes, le hacen sacar la lengua Le están poniendo algo en el pecho.
– ¿Qué más? ¡Oye! ¡Habla,
pues!
De repente se oye una voz
rotunda:
– ¡Apto, comandante!
– ¡Ay! ¡Pobrecito! ¡A ese
lo llevan! –Decimos afuera–. ¡Este sí que va de todos modos! ¡Ya lo
calificaron! ¡A este ahora no lo saca nadie! –Es la expresión general entre
nosotros.
6.
Hay
un
voluntario
– ¡Dicen que hay un
voluntario! –Comentamos ya caminando de regreso hacia nuestras casas.
– ¿Sí? Y, ¿quién es?
–preguntamos incrédulos.
– ¡Tendrá que ser un
valiente!
– ¡Todavía hay valientes
entre nosotros! –Se enorgullece Tito.
– ¿Quién será?
– ¡No sabemos!
– Pero el año pasado hubo
tres voluntarios.
– Y el anteaño hubo varios.
Ya en la mesa, a la hora de
almorzar, repito:
– ¡Dicen que hay un
voluntario que se ha presentado para ir a servir al ejército!
– Sí. –Comenta mi padre–. Es
Pedro Rojas.
– ¿Lo conoces, papá?
– ¡Claro! ¡Es mi alumno!
7.
Portar
la
bandera
– ¿Es tu alumno, papá?
– Sí. Y lo he convencido
para que se presente. He hablado con sus padres y ya a él le he entregado sus
notas, su libreta y su certificado.
– ¿Y, por qué has hecho
eso?
– Porque es un alumno
excelente. Y es mejor que se abra campo en lugares más desarrollados. Es aplicado
y puede llegar a ser un buen oficial de nuestro ejército.
– ¡Es el único voluntario!
–Digo sorprendido.
– Será él quien lleve la
bandera en la fila de camiones. Él irá de pie en la caseta de adelante del
camión que va adelante.
– ¿Y eso es bueno? –Dice en
tono de reproche mi mamá quien está en desacuerdo con la leva.
– ¡Cómo no! Es un orgullo
llevar adelante la bandera del Perú, flameando sobre el verde de los campos,
destacando el rojo y blanco bajo el cielo azul sobre las rocas y los
precipicios.
– ¿Y, después?
– Y después en el ejército
se hacen hombres hechos y derechos.
– ¡Pero son nuestros hijos!
¡Y, ya nunca regresan! –Dice mi madre compungida. Y rompe a llorar.
Epílogo
tenaz
Ahora frente al Puesto
Policial todo es llanto y despedidas. Eso sí, en el techo de la caseta del
vehículo, que se ha reforzado con maderas a modo de una jaula a lo largo de la
carrocería, encima de ella completamente libre, pletórico, juicioso va Pedro Rojas,
el único voluntario de este año.
Siento un orgullo inusitado
que sea así. Y lo saludamos agitando nuestras manos y diciéndole:
– ¡Pedro, viva el Perú!
Tiene el rostro endurecido
y el pecho robusto, descubierto por el esfuerzo en hacer flamear la bandera. Él
anima a sus compañeros que no comprenden esta voluntad a favor de algo que
ellos sufren como una crueldad sin límites puesto que lo arrancan de su tierra,
su casa y de entre sus seres queridos.
– ¡Vivan los conscriptos de
Santiago de Chuco! –Grita.
– ¡Viva! –Se oye cada vez
más fuerte.
Las mujeres ahora lloran a
gritos. Algunas se desmayan. Los techos y los balcones vetustos de las casas
parecen más torcidos y loa aleros más hacia abajo. Y más nublado hacia lo
lejos. Empieza a caer una lluvia pertinaz que a todos moja inclemente, como si
el cielo también empezara a llorar.
Solo el voluntario alienta
a todo pulmón en la mañana doliente y en el confín de los cerros cuando los
camiones desaparecen por la curva de Huayatán, para nunca más ser vistos.
– ¡Viva el Perú! –Se oye a
lo lejos.
Todas las fotos de
Jaime Sánchez Lihón
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