El padre Fernando Rojas Morey, uno de los referentes morales más señeros del Perú actual, ejemplo de virtud, de una vida entregada a formar niños y jóvenes, con sentido de la historia y de no olvidarnos jamás de los pobres y de los que sufren, cumple el 20 de diciembre del año 2020, 62 años consagrados con autenticidad a la vida sacerdotal.
Quebrantado en su salud y sin recursos económicos, él que creó cooperativas agrarias, asilos para ancianos, cunas y guarderías para niños, casas de salud para enfermos, colegios, institutos tecnológicos y universidades, quien dotó de casas, terrenos de cultivo y empresas todo para los demás, no guardó nada para sí.
A quien conocimos cuando éramos niños y llegó como párroco adjunto de la parroquia de Santiago de Chuco, recién graduado sacerdote y quien es el que en gran medida formó nuestro espíritu.
Conocerlo es asomarse a un manantial, pero sobre todo a una mano que defiende en la oscuridad, a un corazón más firme que el nuestro atribulado, porque el suyo está en el centro de Dios.
Lo que más admiré de niño y admiro hasta ahora en él es el ejercicio de la verdad; la valentía y el coraje en silencio; y la noción de lo heroico, pero sin que se note hacia afuera.
La siguiente es la estampa de cuando dejó Santiago de Chuco para asumir la conducción de la parroquia de Chepén.
Rvdo. Fernando Rojas Morey
1. La tarde
era nublada
Revisó por última vez que todo estuviera en orden.
Tenía listas sus maletas y empaquetadas sus cosas para emprender el viaje de
regreso y adiós dejando Santiago de Chuco después de cuatro años de apostolado.
Estaba tranquilo, porque todo había sido exacto, correcto y puntual.
Iba a hacerse cargo de una parroquia importante de
un pueblo emergente de la costa norte situado entre Trujillo y Chiclayo, de
población creyente, pujante y entusiasta, como es Chepén.
El ómnibus en el cual ya tenía adquirido su boleto
de viaje y habiendo coordinado que recoja su equipaje de la puerta del
convento, se detuvo a la hora convenida y allí empezaron a subirse baúles y
maletas.
El Padre Andrés Berríos con quien trabajaba en la
parroquia de Santiago de Chuco había decidido acompañarlo hasta Trujillo. La
tarde era nublada, oscura y empezó a caer una ligera llovizna que amenazaba con
hacerse aguacero.
Despidiéndose de Santiago de Chuco
2. Gente
sencilla
El pueblo bajo los nubarrones parecía vacío, tal y
como cuando llegó por primera vez en que le pareció que en él el silencio
resonaba en las piedras y hasta en los adobes de las paredes.
Pero esta vez cuando el vehículo avanzó unos 50
metros recién pudo ver que la población quieta se había apostado en fila, a
cada lado de la calle en la vereda, cogidos todos de las manos hombres y
mujeres en señal de despedida.
Ha oscurecido y la lluvia ya arrecia con fuerza.
Algunos están bajo los aleros de los techos, pero muchos otros a cielo
descubierto porque la fila cruza una calle o porque son huertas de casas de
donde no sobresalen aleros hacia la calle donde les ha tocado estar.
Sin embargo, nadie busca refugio, sino que todos
permanecen enlazados de las manos, sin correr ni moverse. No es una
manifestación bulliciosa, no se lanza ningún grito ni proclama, es un adiós
sentido, conturbado, mudo; como si el alma estuviera estrujada y apretada en un
puño.
Es la gente sencilla la que no tiene generalmente
voz que le represente, que solo sabe llorar, pero ahora allí están, quizá por
primera vez todos sintiéndose ser uno solo.
3. Ambos lados
del camino
El ómnibus ha empezado a avanzar lentamente,
también el chofer está conmovido y hasta la máquina se ha sumido apenas en un
susurro, sintiendo que este es un momento solemne.
En la fila hay hombres, mujeres, ancianos y niños;
todos fuertemente cogidos de las manos, pero sin poder decir siquiera adiós,
ahogándose en su propia aflicción, pero a la vez fortalecidos de saber que
existe un ser como aquel a quien despiden.
El Padre Fernando Rojas nunca se imaginó que pudiese
haber expresiones como esta: íntima, callada, hierática; que es demasiado,
porque en ella resaltan las miradas que son mucho más lacerantes y a la vez
llenas de plegarias, de preguntas y esperanzas que las palabras mismas jamás
podrán traducir.
El ómnibus avanzó tres cuadras y volteó. Allí sí al
Padre le saltó el corazón. Porque pudo ver que las dos hileras no terminaban allí,
sino que se prolongaban interminables. Pero tampoco acababan donde terminan las
casas, sino que avanzaba por los cercos de pencas de la carretera, curva tras
curva las dos filas a ambos lados del camino.
4. Abierto
e indefenso
Bordeaba chacras, orillaba bosques, atravesaba
acequias y quebradas. Todo Santiago de Chuco estaba unido por las manos allí:
viejos, jóvenes, mujeres, niños; tullidos, sanos; afligidos, en calma.
Al verlos más nítidamente veía que las lágrimas se
confundían con la lluvia en los rostros surcando las mejillas de aquella
feligresía.
Y había de todo, acomodados e indigentes, señores
de la ciudad y gente del campo, profesionales, artesanos, comerciantes, ricos y
pobres.
Aunque en ese caso todos somos pobres, o
inmensamente ricos, frente a tanto prodigio y frente a tanto misterio, pensó.
Las lágrimas se deslizaban y no podían enjugarlas
porque todos tenían las manos fuertemente enlazadas unas con otras y no querían
desligarlas ni que en ningún punto se interrumpiera la interminable columna de
dos filas que solo buscaban sus ojos, hablándole al alma.
Y a cada momento que pasaba el llanto así era más
expuesto, abierto e indefenso.
5. Y
su salvación
Solo un pueblo andino y profundo como es Santiago
de Chuco, que ha sido capaz de dar a un hombre de pensamiento y emoción totalizadora
como César Vallejo puede ser capaz de una manifestación así.
Solo un pueblo que ha podido dar a muchos hombres
de praxis y acción revolucionaria como Artemio Zavala y Luis de la Puente
Uceda, así como los contingentes de voluntarios para todas las gestas y
circunstancias trascendentes de la Patria, es así.
Capaz de dar un adiós tan hondo y tan sentido, una
expresión de adhesión y afecto de ese modo: callado, ungido y también
arrebolado de misterio.
Sin declaraciones ni aspavientos, sin palabras
porque el afecto y la emoción las hacen impotentes.
Aquel cerrar filas a ambos lados con el alma
vibrante, llorando y hacia el fondo de sí mismo clamando en una afirmación
total de la vida.
Que únicamente se propusiera mirarle a los ojos,
anhelando que él trajera sus miradas y hasta sus ojos. Y a través de ellos sus
corazones, sus espíritus y su salvación.
6. Me
perdí
– Entonces lloré también, –nos refiere don Fernando–.
El Padre Andrés Berríos que iba a mi lado también lloraba. Pero yo lloré ya
durante todo el camino. Más, cuando miraba a Santiago de Chuco abajo, en la
hondonada o ya allá en la lejanía. Y el alma y el corazón se me desgarraban. ¡Y
es que Santiago de Chuco fue y es mi primer amor!
– ¿Usted llegó allí recién ordenado como sacerdote?
– Sí. Y viajé con una inmensa expectativa en el
alma. Y me encontré con un pueblo profundo, un pueblo grande, un pueblo íntimo;
un pueblo viejo, pero en donde lo que más resaltan son los rostros de los
niños. Un pueblo donde hay el contraste de sus casas de paredes blancas, con el
fondo de sus colinas y cerros verdes. Y con sus mujeres vestidas de negro, de
mirada pura, suave y transparente. ¡Un pueblo místico!
– ¿Y le pareció grande mi pueblo Padre? –digo para
distraerle de la pena en la que lo sume la evocación
– ¡Es grande! Y uno siente al llegar que es pueblo
añejo, con mucho ancestro y sabiduría. Es tan grande que el primer día yo me
perdí. Fui a cenar a la casa de Segundo Ravelo y al regresar me perdí. No sabía
en dónde estaba ni cómo regresar a mi parroquia.
7. Y no supe
qué hacer
– ¿Y entonces qué hizo?
– Le pregunté a unos niños que estaban jugando.
Inmediatamente suspendieron sus juegos y me acompañaron. Así es Santiago de
Chuco. Un pueblo muy hospitalario, tierno y gentil.
– Usted hizo una labor trascendental allí, padre.
– Pero mira. Cuando vi a todas las personas al lado
de la calle enlazadas de manos, y la manera tan honda cómo me despedían, yo
supe que me faltaba mucho por conocer toda su profundidad y su nobleza.
– ¿Cómo interpretó eso?
– ¿Ese enlazarse de manos?, lo entendí que quería
decir: Tú eres nuestro. A ti te tenemos en nuestra unión, en nuestro ser solidarios.
– ¡Claro, ese es el sentido! Pero, usted, ¿estaba
contento, Padre?
– No. En ese momento no. Y no supe qué hacer. Y me
ha quedado un profundo dolor y un gran sentimiento de culpa, cual es que no
supe agradecer. Debí de haber parado el ómnibus y bajarme a agradecer. Pero no
supe hacerlo. Estaba como paralizado. Y entonces también por eso fue que me
eché a llorar.
8. A Santiago
de Chuco
Fernando Rojas Morey escribe así en uno de sus
poemas de despedida:
Hoy he vuelto, Santiago, a
recordarte
sorprendido, yerto, de tu
magia carmesí,
cual primicia de un amor
adolescente
que prendara mi alma desde que te vi.
Cabalgando el sueño en tu
grupa milenaria
donde asientas tu realeza
andina, cuculí,
sigue el prohibido vuelo,
pasionaria
y remonta los cerros con tu frenesí.
Sombrero en la testa,
bastón en la mano,
Santiago el Apóstol, aviva
tu fe;
que, desde la altura, la
lluvia fecunda
y el mundo, de arriba, más claro se ve.
Ensayé en tu suelo mis
primeros pasos,
aprendí en tu seno a amar y
sufrir;
tus ríos profundos
echáronme lazos
para que no pueda ya sin ti vivir.
Ausentes los cuerpos nos
vemos llorando,
yo nunca creyera que te
amara así;
la mies de otros campos me
apremia llamando;
piafa mi caballo, te doy mi
cariño... déjame partir.
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