Juan Gonzalo Rose
1.
El lujo
verbal del poemario Las comarcas de Juan Gonzalo Rose quedará como muestra de
excelencia de la palabra de todos los tiempos. Su imaginería, la capacidad de
fabulación, el poder de crear encanto, plenitud y esplendor.
Y es que
tenía un mundo de belleza inmerso en el alma. La realidad que tenía dentro de
sí era excelsa, extraordinaria y maravillosa.
Algunas fabulaciones,
como las que a continuación presento, apenas en una muestra de párrafos, así lo
acreditan. Ahora bien, ¿en dónde ir a encontrar, a nivel mundial, fragmentos
escritos como estos? ¿En Europa? ¿En Asia? ¿En Norteamérica, en Arabia, en
Turquía? Y son más de cien páginas con esta exaltación y esta orfebrería en su
libro Las comarcas. He aquí ellos:
Por él supe que
sólo en el Hemisferio Boreal brillan diecisiete constelaciones que parecen
guiadas por Cochero: la estrella de los hombros inclinados... Y por él conocí
las nebulosas... Mis preferidas fueron la Nebulosa de Andrómeda, tan fúlgida y
alta que Cristian, al descubrirla una noche de 1695, creyó que era la Puerta
Refulgente por la cual se escapaban los siglos a la Nada; y la Cabellera de Berenice,
extendida en las estepas siderales, más visible en el alba, cuando manos de
nieves rapidísimas parecen adornarla de espejos y planetas.
Juan Gonzalo Rose en el exilio
2.
Por él supe los
nombres de quienes se asomaron, sanguíneos o biliosos, al hondón de los
cielos... Así Enópides, el joven taciturno de cabeza rapada, que solía trazar
en las arenas las elípticas rutas de los astros perdidos; o Seleuco, apodado
por mal nombre El Matemático, cuyo pecho dormido cubrían las mareas del
inquietante Jónico, mientras su sueño continuaba buscando, entre cifras y
cráteres, explicación para las fuerzas crueles que jalaban las túnicas
marítimas; o aquel Regiomontano, discípulo de Arquímedes y adorador secreto de
Apolonio, que enloqueció de gozo contemplando la cola de un cometa.
Por él supe de
estrellas… De Sirio, que los sacerdotes egipcios espiaban por las ranuras de la
pirámide de Cheops, para leer en sus fulguraciones las espumosas cóleras, los
idus apacibles, los cambiantes humores del Nilo; de Mizar, que no puede
separarse de Alcor, su compañera, sin que una grande y sombría tristeza inunde
los balcones infinitos; de Algol, la de lentos y rojos fulgores –sólo con
Antares comparable– llamada por los árabes la estrella diabólica, y en cuyo
nombre se multiplicaron en los atónitos desiertos las costumbres de castigos
infamantes.
Sencillamente
yo no encuentro parangón. Y así cien páginas como las que refería de aquel
libro. A lo cual habría que agregar 100 páginas más del libro póstumo Las nuevas
comarcas.
Juan Gonzalo Rose de charro mexicano
3.
En los
últimos años de su vida fue un bohemio consuetudinario y empedernido. Cuando
bebía ponía en la mesa un vaso solitario que permanecía servido de licor y que
nadie tocaba.
– ¿Juan
Gonzalo, para quién es este vaso?
– Déjenlo
aquí.
– ¿De quién,
o para quién, es? ¡Está demás, Gonzalo!
– Es de un
amigo. ¡No lo toquen!
Era un rito.
Y nadie se atrevía a poner la mano en él.
Una vez
alguien se puso necio en preguntar para quién en realidad era ¿A quién dedicas
ese vaso?, le insistió. Él, dándole cien soles para que pague la cuenta, le
dijo:
– Es del
amigo que nos está invitando a beber. ¡De quien nos está dando plata para
servirnos las botellas que nos acabamos de servir! Fue su evasiva
Y se
inventaron mil historias respecto a quién era el invitado invisible para ese
vaso. Él nunca lo dijo, pero muchos concluyeron que era César Vallejo.
4.
Ayer —no me lo dijo nadie: lo he sabido
como se advierte el olor del llanto
en la cama de hotel que nos cobija—,
alguien ha roto el vaso donde un niño
supo peinar la sed de lo jugado.
Por eso insisto:
guardad las cosas del que está lejano,
defendedlas de los vuelos terribles de la mano.
Estar ausente tantos años hace
sentirse un muerto al vivo más presente,
y por eso perdono (yo, el culpable)
tanto naufragio,
tanta rotura de alma impunemente.
Pero el vaso, no; el vaso, nunca:
otros vasos habrá, pero ninguno
que conserve los versos de la fuente.
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En los primeros años de la década del 70, yo solía visitar el diario Expreso que no era la cloaca en el que se ha convertido hoy. Había sido expropiada por el gobierno de Velasco y entregado a un sector del mundo laboral peruano. Era un diario, entonces, combativo y bizarro. Y tenía no sé si entre sus periodistas de planta, o como un simple colaborador, al poeta Juan Gonzalo Rose. Varias veces, pues, lo vi conversando con algún periodistas de ese diario: Owen Castillo, Guillermo Sheen Lazo, Paco Landa. Muchas veces, cuando no estaba, me contaban que estaba al frente del diario, en un bar de mala muerte donde iban los periodistas de Expreso, casi todos, un día sí y el otro también, a beber unas cervezas. O a comentar los azares del día a día, de una profesión tan emocionante como es el periodismo.
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