lunes, 22 de febrero de 2021

22 de febrero, 1732. Nace George Washington. / El árbol de cerezas.


22 DE FEBRERO, 1732
NACE GEORGE WASHINGTON

EL ÁRBOL
DE 
CEREZAS

Danilo Sánchez Lihón



Retrato de George Washington



“Espero tener siempre suficiente firmeza
y virtud
para conservar lo que considero que es
el más envidiable
de todos los títulos: el carácter de hombre
honrado”.
George Washington


1. Los frutos
de la tierra

 

El prócer, conductor y protagonista principal de la independencia de los Estados Unidos de Norteamérica es George Washington.

De él se cuenta la siguiente anécdota, que ocurrió en aquella edad en que se va dejando de ser niño y ya se es un adolescente vivaz, intrépido y cada vez más autónomo, arriesgado y hasta impulsivo.

En aquella época él vivía en la estancia campestre de su padre en Mount Vernon, en Virginia, campo de praderas fértiles, de vegetación amena y profusa; de suaves y húmedas colinas donde brotaban plantas aromáticas, serpenteadas por ríos de aguas apacibles y cristalinas, y donde crecían, aquí y allá, bellos boscajes de alerces, cipreses y acacias.

George amaba la vida libre y recorría la campiña montado a caballo, feliz y lozano; completamente integrado a las tareas que ejecutaban los pobladores rurales en los campos de cultivo y en las granjas, y a la vida en comunión con la naturaleza.

Participaba en las faenas agrícolas, sembrando, cultivando y recogiendo los frutos que prodigaba aquella tierra feraz, a veces arreando el ganado, dichoso de compartir con la gente del lugar.

 

Villa donde nació George Washington, en Mount Vernon


2. Por

probar

 

Era un mozo pletórico e impetuoso que ostentaba probar su fuerza, su capacidad y poder en toda competición que se presentara a su paso.

Ya sea arrancando cañas, cruzando a nado las aguas de un río caudaloso o rajando leña con golpes certeros del hacha.

De un solo golpe, con buena puntería y técnica, partía en dos los troncos de madera de los árboles divididos en trozos, y que primero ponía de pie para partirlos de un solo hachazo, sean troncos ya verdes, ya a medio secar o ya añosos.

Era tan hábil en estos trabajos que un día recibió como obsequio un hacha filuda y reluciente que en sus manos parecía flexible y hasta volátil.

Estaba orgulloso de ella y no cabía de gozo en usarla en lo que fuera.

Con esa hacha andaba de uno a otro lado, y de un solo golpe certero desbrozaba la maleza de tallos ya consistentes y gruesos que solían invadir los caminos.

Y así andaba derribando arbustos silvestres solo por probar el poder de su hacha, pero también el de sus brazos ágiles y fornidos.

 

Alrededores de la casa donde nació G. Washington


3. Bajo

su follaje

 

Su padre había sembrado con sus propias manos un cerezo cuyo almácigo recibió como un obsequio preciado que le enviaron desde un país extranjero, y como homenaje a la probidad y nobleza de sus decisiones. El árbol ya había dado su primera floración de pimpollos blancos y de frutos de un dulzor exquisito, como de un aroma embriagante y primoroso.

Adoraba su padre aquel tierno arbusto. Era su preferido, y se detenía bajo su copa, solo por el placer de aspirar su aroma y contemplarlo. Era lo primero que divisaba desde lejos y reconocía orgulloso. Y, ya cerca, lo acariciaba y se arrobaba bajo su sombra y su follaje.

Sin darse cuenta hasta allí llegó el jovenzuelo de su hijo y por probar su hacha y su destreza en un dos por tres derribó aquel árbol sin pensar en lo que hacía, ni mucho menos de cuál era el árbol que derribaba con los músculos poderosos de sus brazos y el filo de su hacha contundente. Y sin saber después cómo volver a ponerlo en pie.

Al darse cuenta de esta atrocidad fue inmensa su tristeza, su angustia y su congoja. Y allí estuvo destrozado él mismo de dolor, desesperación y angustia. Cavilando y cabizbajo pensando qué hacer. Quizá huir, buscar otro destino. Sin saber adónde ir; elucubrando en lo que debía y no debía incurrir, sintiéndose ruin, envilecido y abyecto; derrotado. Y más por el inmenso cariño y respeto, rayano en la veneración, que tenía a su padre, lloró amargamente su desgracia hasta muy altas horas del anochecer.

 


Árboles de cerezas

4. Fue a buscar

a su padre

 

Allí estuvo, lamentándose:

– ¿Cómo he podido derribar el árbol de cerezas de mi padre que es su orgullo y su jactancia? ¡Qué enorme será el dolor y la aflicción que yo le cause, por mi culpa! –Se lamentaba.

Y continuaba en su contrición:

– ¿Y este agravio y amargura tenía que venir de un hijo suyo? ¡Siendo el árbol al cual él le da el mayor significado y valor! ¡Y que ama como a un familiar!

­ Y proseguía gimiendo:

– Y ahora, ¿cuál será mi suerte? Pero cualquiera sea el castigo que él pueda darme será poco comparable al dolor que yo he de darle, ¡a él a quien yo más quiero en esta vida!

Compungido y ya tarde regresó a su casa doblegado por la pena. Y directo fue a buscar a su padre, diciéndole:

– Padre, te pido perdón. Por equivocación he derribado tu árbol de cerezas. Ha sido por probar el filo de mi hacha y la fuerza de mis brazos. Soy indigno y merezco tu castigo.

– ¿Qué? ¡No! –Gritó su padre.

 

Estampa en un texto


5. Se abrazó

a él

 

– Tumbé tu árbol de cerezas, padre.

– ¡No! ¡No!

– Soy culpable y castígame tal cual lo consideres justo. Si es tu parecer expúlsame de esta casa. Y yo me iré muy lejos.

– ¡Oh, Dios! –Volvió a gritar su padre–. ¡Imposible! ¿Cómo ha sido?

Y como un desesperado corrió hasta el lugar en donde aquel árbol se erigía, antes bello y lozano.

Y lo encontró en el piso, con el tallo y follaje tumbados y esparcidos en el suelo.

Eso sí, emitiendo su olor más fragante y profundo. Y se abrazó a sus ramas conmovido. Y allí estuvo largo rato. Y al lado estaba atónito su hijo:

– Merezco el castigo que quieras imponerme, padre. Dime qué debo hacer y yo mismo lo haré.

Su padre permaneció ya sentado y en silencio. Después volteó a mirarlo a los ojos. En su abatimiento, lo abrazó y le dijo:

 

Comandante en Jefe del Ejército Continental Revolucionario


6. Decir

la verdad

 

– Eres íntegro y valeroso, hijo mío. Pudiste callarte, mentir, aparentar que lo hizo otro. Y eso hubiera emponzoñado a la gente. Y tú mismo te hubieras corrompido. Al afrontar esta situación y decírmelo tú mismo y directamente a mí, y mirándome a los ojos, demuestras ser íntegro, valeroso y verdadero.

Y prosiguió:

– Así como siento veneración por un árbol siento admiración y regocijo porque sabes reconocer tus errores, hijo mío. Y afrontarlos con todas las virtudes de tu mente y de tu corazón.

Y George Washington en cada fracaso como gobernante nunca olvidó este pasaje ni la lección de su padre.

Y, sobre todo, según él, jamás dejó de decir la verdad, cueste lo que cueste. Se pague por ella el precio que se tiene que pagar, porque lecciones nos da la vida.

Por esa y muchas otras razones a George Washington en los Estados Unidos de Norteamérica se le considera el Padre de la Patria, como uno de los grandes fundadores de esa poderosa nación, junto con John Adams, Benjamín Franklin, Alexander Hamilton, John Jay, Thomas Jefferson y James Madison.

 

El autor en la tierra de Washington


7. El primero

en la virtud

 

George Washington, quien nació el 22 de febrero de 1732, fue el comandante en jefe del Ejército Continental Revolucionario en la guerra de la Independencia de los Estados Unidos, entre los años 1775 y 1783. Y el primer presidente de esa confederación de Estados, entre los años 1789 y 1797.

Henry Lee III, un compañero de la Guerra de Independencia y padre del general Robert E. Lee de la Guerra Civil, dio el famoso elogio fúnebre de Washington, el 14 de diciembre de 1799, expresando de él lo siguiente:

Primero en la guerra, primero en la paz y el primero en los corazones de sus compatriotas. Fue insuperable en las escenas humildes y perdurables de la vida privada. Piadoso, justo, humano, templado, sincero, uniforme, digno y sobresaliente.

 Su ejemplo fue tan edificante para todos a su alrededor, como igual fueron los efectos de dicho duradero ejemplo... Todo correcto, el vicio se estremecía en su presencia y la virtud siempre se sintió fomentada de su mano. La pureza de su carácter privado dio fulgor a sus virtudes públicas...

Seres humanos como él son baluartes de sus pueblos, a quienes la historia humana coloca siempre laureles en su frente porque constituyen grandes ejemplos y el cimiento de toda virtud y fortaleza.

 

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