E
hicimos una amistad entrañable junto a Andrés Cloud, el varias veces galardonado
narrador nacido en Huánuco, con quien me conocí antes, justo el día en que
rendimos la primera prueba escrita del examen de ingreso a la universidad, al
tomar él asiento en la carpeta inmediatamente delante de la mía.
Después
de conocernos los tres tomábamos juntos café en el bar restaurante Jamaica, al
costado de la Casona del Parque Universitario, contiguo al Panteón de los
Próceres, en donde por las mañanas los empleados se servían desayuno y por las
noches se llenaba de parroquianos principalmente de gente ligada al campo del
Derecho, que bebían cervezas y fumaban acaloradamente, discutiendo de lo serio
y de lo vano de la vida del país.
Andrés Cloud
2. Sin
puntos fijos
Al
conocemos con Juan, acerca de quien escribo esta nota, supimos al instante que
estábamos hechos del mismo quebranto, que nos animaba el mismo aliento y se nos
había arrojado a idéntico pozo sin fondo. A idéntico vacío y a batimos con
similares o parecidos enigmas.
A
partir de ese momento fuimos amigos inseparables. Y día a día, después de
agotar todo lo que se podía hablar o decir al encontrarnos, establecíamos
muchas horas de comunicación silenciosa. Nos consumíamos contemplando la
ciudad, llenándonos del mundo de manera tácita, calmada y espontánea.
Y
enrumbábamos hacia cualquier lugar, ¡a cómo nos guiaran nuestros pasos! Así, podíamos
caminar horas de horas únicamente por el gusto de ver el desenvolvimiento del
mundo de la manera más simple, sin hablar, deambulando incansables y callados
por parajes desconocidos, calles, plazas y avenidas.
A
veces subiéndonos a los ómnibus sin rumbo fijo, nos sumergíamos en la
contemplación de la ciudad. Por gusto y reverencia. O por la reverenda gana de
hacerlo. Sin puntos fijos adonde ir.
3. En la noche
helada
En
realidad, no íbamos a ninguna parte. Solamente nos interesaba testificar el
"hoy" y el "aquí". En el fondo gozando profundamente de la
poesía que significa echar una mirada por la realidad y que se siente más
profundamente cuando vamos en soledad, como ocurría con nosotros, juntos, pero
a la vez cada uno dentro de sí.
Fue
en una de esas oportunidades, en la cual íbamos los tres, con Juan Ojeda y
Andrés Cloud. Era el convaleciente mes de septiembre del año 1963, y que al ver
en el Parque Universitario a un ómnibus de San Marcos que iba a partir en la
noche, fue que subimos, creyendo que se dirigía a la Ciudad Universitaria. Pero
pronto estábamos sobre la Carretera Panamericana Norte, y ya por Ancón.
Y
cuando preguntamos por la ruta supimos que iba rumbo a la ciudad de Trujillo
adonde los chicos de Letras y Derecho iban a divertirse en la Fiesta de la
Primavera. En esa oportunidad Andrés Cloud tuvo que entregarles su reloj para
que no nos arrojaran en el desierto, en la noche helada y lloviznosa. ¡Y es que
eso, la frivolidad, también contaminó, en parte, a San Marcos!
Santiago de Chuco
4. Ejes
de un cuadrante
Ya
en Trujillo nos animamos a llegar hasta Santiago de Chuco, mi tierra natal, adonde
arribamos de madrugada, golpeando el viejo portón por el lado de la casa de mi
abuela Sofía, que fue abierto con el alborozo de mis padres que a esa hora
encendieron la cocina para luego servirnos leche espumante, cecinas fritas y
panes amorosos del lugar.
Horas
después, y en ese mismo día, visitábamos en silencio y cuarto por cuarto la
casa del poeta César Vallejo; que es cuando vi a Juan conmovido, poseído,
alucinado; temiendo que en algún momento pudiera ocurrir una desgracia, al
sentir que en esa circunstancia los ejes de un cuadrante o de dos planetas coincidían
en el mismo punto y bajo un horizonte sin límites.
Ya en el viejo panteón, situado en lo alto de la colina, rebuscamos tumba por tumba, con la agitada esperanza de encontrar los nombres de la madre, el padre y el hermano Miguel que era el más próximo y compañero de juegos de César Vallejo, quien murió muy joven y a quien el poeta le dedica dos poemas: A mi hermano muerto y, otro, A mi hermano Miguel. Y donde dice:
5. La misma
máscara ósea
Miguel tú te escondiste
una noche de agosto, al
alborear;
pero, en vez
de ocultarte riendo, estabas triste.
Así
durante los quince días felices que estuvimos visitando pueblos y haciendo vida
de campo, se afianzó fuertemente el lazo de unión y se tendió la viga maestra
de identidad con César Vallejo. A quien buscábamos y encontrábamos su presencia
inmersa en la gente del campo, y en el lenguaje humilde de la vida cotidiana.
Juan
establecía una relación muy personal hasta el grado de la complicidad, del
secreto y la confidencia, con César Vallejo.
Por
lo demás, también era enorme el parecido que tenía con la máscara ósea, el
talante y hasta con el color de la piel del poeta santiaguino, habiendo sido yo
testigo más de una vez, de cómo las personas al conocerlo destacaban esta
coincidencia y se lo decían abiertamente a Juan.
Quiero
revelar, inclusive, un hecho que él me lo contara con emoción profunda y
todavía con el miedo y estupor que aquello le produjo:
Portada de ingreso al cementerio de Santiago de Chuco
6. Comprender
los hechos
Fue
cuando un día leyó que César Vallejo había titulado inicialmente su libro
Trilce con el nombre de Cráneos de bronce, que era exactamente el título que
Juan había puesto al conjunto de sus poemas, sin tener ni la más remota idea de
que a Vallejo se le había ocurrido un nombre similar, sin cambiar una sola letra
ni sílaba.
Por
este hecho él pensaba que su identidad con César Vallejo estaba marcada, que iba
más allá de lo común, existiendo un secreto pacto y un respeto muy grande de
Juan por el autor de los Poemas Humanos, caso especial de parte de alguien muy
severo y descalificador en sus juicios de todo lo que había en el panorama de
la poesía universal.
Releyendo
una nota escrita por Tulio Mora con ocasión de la publicación de mi libro
“Scorpius”, me trae a la memoria este vínculo que establecimos con César
Vallejo, sin que ello signifique de ninguna manera imitación de su estilo, que
nunca lo hicimos, como tampoco de la manera que el autor de Los heraldos negros
tenía de enfocar y comprender los hechos.
7. Hacia
el amanecer
En
esa misma nota el poeta Tulio Mora hace referencia a algo muy cierto: Recuerda
que lo que le sorprendió al conocernos en la Universidad de San Marcos fue que
nosotros, Juan y el suscrito, fuéramos grandes lectores de vidas de santos y de
filosofía tomista, acerca de lo que ciertamente hablábamos mucho, pero además
que lo vivíamos y padecíamos intensamente.
Así
como también, refiere Tulio, –y es exacto– nuestra predilección constante,
entusiasta y apasionada, por la poesía griega y latina mientras otros se
embebían con la poesía inglesa, ¡aunque tampoco voy a mentir, también la
leíamos con sumo interés!
Pero,
ciertamente, más nos inclinamos a beber en las fuentes del inescrutable Homero,
del sereno y siempre augusto Virgilio, del laborioso y paciente Horacio, del
proscrito y expatriado Ovidio y en las aguas fantasmales del sombrío y conturbado
Propercio, merodeador constante de los dominios misteriosos de la muerte en sus
sentidas Elegías.
Pero
más cierto fue que con Juan nuestra concepción de la poesía, y hasta escribimos
poemas juntos, garabateando con nuestros pasos insomnes en las baldosas nuevas
o gastadas de calles y plazuelas de nuestros pueblos recónditos y entrañables.
Y ya hacia el amanecer de los días efímeros.
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