En la procesión del jueves de Semana Santa en mi
pueblo el anda de Jesús hace siete caídas. E igual este día sentimos los niños
que padecemos igual número de padecimientos.
El primero ocurre camino a la iglesia en la noche sin
luz, salvo en algunas tiendas, pero el resto son tinieblas en que nos topamos
con la gente. Y acontece por el delito de confundir un charco de agua que dejan
las lluvias de marzo como si fuera una piedra blanca y que al querer pisarla
para evitar el barro de la calle se ha hundido mi pie hasta por encima del
tobillo en el agua helada.
Todo quedaría bien, salvo que a nuestros padres se les
antoja que hay que regresar a casa para cambiarnos las medias. Y dejar estos
zapatos nuevos por los zapatos viejos. De lo contrario me enfermaría, hecho al
cual me opongo y niego rotundamente con toda mi humanidad en ristre. Hacemos las paces en nombre de Jesús. Y tengo
que sentarme allí mismo, en cualquier sitio de la vereda, desamarrar los
pasadores, escurrir el zapato y torcer la media para que chorree toda el agua
del mundo.
Eso sí, no acepto ponerme como plantilla entre el pie y el cuero el papel periódico doblado en ocho que me alcanzan. Y por no querer hacerlo e ir chapoteando el agua dentro de la suela, primera regañada y el anuncio de que con este modo de proceder Dios nos condena desde ahorita, severo e inapelable, felizmente a expiar en el purgatorio:
2. Segunda
caída
La segunda regañada, con rezongo y estrujada del
brazo, es cuando descubren que hemos roto la vela para alumbrar al taitito.
¡Pese a que nos han advertido cien veces!, –aunque yo
crea que más–, que debemos llevarla con cuidado como la porta el hermano mayor.
Como siempre, en mi caso, son más de tres las
quebraduras y entonces la vela ha quedado como "moco de pavo".
Ahí viene la razón de tanta maldad que hay en el
mundo, porque es tan fuerte el jalón que me dan, que prefiero volverme a mi casa.
Intento, pero me acuerdo que voy a estar solito y ahí
están los gangosos de los muertos, aparecidos y fantasmas.
Felizmente me alcanzan. Y para mí bien, es invencible
el garfio que me aprisiona la mano y me arrastra siempre con disimulo para que
no se entere la gente.
¡Ingenuos, que son siempre los adultos! Nos demoramos
un rato en la tienda porque hay que comprar necesariamente otra vela, mientras
la gente ya pasa apresurada.
3. Tercera
caída
La tercera caída es cuando nos empacamos ante la mesa
del dulcero, que lucha en plena alameda porque el viento no le apague su
cucurucho de luz, plantado al borde del tablero lleno de golosinas que apoya
sobre un trípode.
Allí no hay santo que haga el milagro de hacerme
entrar en razón. Salvo después de que nos compran todo lo que es importante en
golosinas para ser fuertes y sanos.
Ahora pienso que abusábamos un poquito:
Tienen que comprarnos varios: gallitos en caramelo,
que es como un vidrio de colores sujeto a un palo de carrizo y envuelto en
papel celofán que sabe a almíbar.
También media docena de chancaquitas con maní,
envueltas primorosamente en un atado de suncho.
Y dos turrones, uno amarillo y el otro rosado. Como a
mí me gustan tanto, aunque vayan ensuciando con sus migajas y su miel nuestro
abrigo azul.
Y por lo cual esta vez a las que apuntan son a mis
pobres orejas que tratan de jalar, pero que yo mantengo lejos de los mayores y
a buen recaudo.
4. Cuarta
caída
La cuarta caída es ignominiosa, y es cuando ya estando
sentados en una banca de la plaza y lloramos desconsolados por recibir en plena
cabeza el "Pan de Boda".
Me la ha asestado un malcriado, con buena carrera,
aunque con pésima puntería, aunque esto nunca lo sabrá el tonto. Y es que
creyendo dar en el cráneo de nuestra hermanita, ha ido a caer el golpe del
cartucho en mi pobre cabecita.
Pero esta vez nos consuelan y con la mirada persiguen,
y se contentan que sea solo con ella, que persiguen y matan al malhechor.
Aunque sé que en sus adentros agradecen al santo que
va a salir en la procesión que el golpe mejor haya caído donde cayó. Y no en la
mollera de nuestra hermanita, delicada y consentida, como era la intención del
agresor. Porque a ella, con ese golpe, la hubieran partido en dos.
Costumbre nefasta, ésta del "Pan de Boda",
que nada tiene que ver con la Semana Santa y que los maestros hace rato que
debieran combatirla. Salvo que así se quiera reproducir el martirio que padeció
nuestro Señor Jesús en el camino al Monte Calvario.
5. Quinta
caída
La quinta caída es por dar alaridos y salir en
estampida cuando entramos a la iglesia iluminada de cirios y hecha un mar de
lamentos y murmuraciones, de rezos y de súplicas.
Y es que nuestros ojos desprevenidos han chocado con
la imagen del Señor de la Piedra Verde
En realidad, es el buen Jesús, pero maniatado y
exangüe, coronado de espinas y manando abundante sangre por la frente, la
barbilla, los dedos tumefactos y las rodillas doloridas.
Tiene ambas manos clavadas a una columna gótica,
relievada con racimos de uvas, ¡maldad de los hombres que hacen las estatuas!
Pero es tan real el dolor y el sufrimiento en la imagen que no sé cómo la
mayoría cree que no está viva.
Yo, que he mirado siempre de improviso su rostro, sé
que sus ojos se mueven.
Por saber eso, nos quieren obligar a que entremos y nos sentemos impasibles en una banca mientras él agoniza. Eso no lo van a lograr ni hoy, ni mañana ni nunca, hasta el fin del mundo.
6. Sexta
caída
La sexta caída es simple y escueta:
Querer llevar la borla del estandarte que avanza
hermosa, luciente e impertérrita por mitad de la calle.
Pero, ¿por qué solo ha se ser mi hermano Juvenal quien
lo porte? ¿Acaso yo no puedo reemplazarlo siquiera un ratito?
O, ¿por qué el niño del otro lado no descansa y yo voy
atildado y compuesto llevando la borla? Porque algo se debe sentir cuando ponen
tanto empeño en hacerlo, ¿no?
Por insistir, jalonear y hacer chorrear la vela
encendida en el terno de papá y casi incendiar el abrigo de mamá, presión en
los huesos de la mano.
Cristo fue horadado, pero igual: a mí me aprietan
tanto y disimuladamente para que no supiera la gente, que creo que este hecho
repite exactamente el acto de haberle traspasado las manos de clavos a Cristo
en la cruz.
– ¡Pero este niño es caprichoso y no entiende! –Regaña una tía entrometida.
7. Séptima
caída
La séptima caída es la peor y más nefasta. Porque se
produce a través de pellizcos en brazos, hombros y costillas. ¡Y hasta en la
nuca o en la cara!, tal y como lo hicieron sangrar a Jesús.
Claro que va acompañada, a la par de nuestros
chillidos, de rabietas y reclamos enfurruñados. Esto sin importarnos que
estemos delante de las imágenes benditas de los santos en sus andas.
Y todo por la simple razón de tener sueño. Y por el
delito imperdonable de pestañear ¡y querer dormirnos!
¡Por recostarnos a las faldas de mamá y querer que nos
cargue! El colmo, ¡si ya tenemos seis años! Y por cerrar los ojos, entre el
rechinar de la banda de músicos y el rezo de mujeres alharaqueras.
Pellizcos por todo el cuerpo –¡cuándo no!–, los mismos
que hasta ahora me duelen.
Con lo que se entiende que los inocentes siguen
padeciendo y continúan la senda de Jesús por el monte Calvario.
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