Para ilustrar la situación del
niño en nuestro país, que quisiera esclarecer, aludiré a una experiencia que
tuve en mi desempeño como trabajador en el INIDE del Ministerio de Educación
del Perú. Se me encomendó en cierta oportunidad atender y guiar a una
funcionaria de Unicef que visitaba nuestro país.
Era una especialista belga en
temas de infancia que tomó contactó para hacer una serie de entrevistas, a las
cuales yo tenía que acompañar. Al tercer día de su visita, y de caminar por las
calles de nuestra ciudad, me hizo la siguiente pregunta:
– ¿Dónde están los niños? –Fue
lo que dijo.
Esa pregunta me reveló una
realidad nacional de espanto, cuál es el confinamiento en que los tenemos, su
presencia mínima en los ómnibus y en los espacios públicos.
No pasean por las calles, no
ingresan a los restaurantes, no corretean por las plazas; no están en las
agencias de viajes, no caminan en los aeropuertos, no acompañan a sus madres en
los mercados, no se los ve al lado de sus padres en una oficina.
2. En
sus casas
Claro, en ese momento no
habíamos pasado aún por las esquinas en donde sí hay niños, pero en condición de
mendigos.
De lustrabotas, limpiadores de
lunas de autos, infladores de llantas en los grifos o de vendedores lastimeros
en los vehículos de servicio público.
O de malabaristas, exorcistas,
saltimbanquis y de cómicos ambulantes en cualquier paradero.
Pero a punto estaba de decirle,
recurriendo a un lugar común, cuál es:
– Están en sus casas.
3. Debe haber
algún error
Dicho y hecho. Así fue. No
estaban los niños. No los presentaron y ni siquiera los aludieron ni
aparecieron por ningún lado ni motivo en sus conversaciones.
Tampoco hicieron ruido, lo que
indica que los habían amenazado. Estaban, pero escondidos. Ya de vuelta hacia
su alojamiento me preguntó:
– ¿Qué porcentaje de población
infantil tiene el Perú?
– Es muy alta. Más del 50 por
ciento en nuestro país somos niños. –Respondí.
– ¡No! ¡No puede ser! –Me dijo
espantada–. Debe haber algún error. Pues se ven menos niños que en países en
donde la población infantil es mínima, escasa y casi nula; al punto de ser el
niño una especie que está desapareciendo.
4. El orden
y paradigma
Cuando dijo esto me conmoví a
tal punto que en mis adentros pensé: nos preocupamos porque están
desapareciendo los glaciares, la capa de ozono, la tierra firme invadida por la
subida de los mares. Y, ¿por la salud y bienestar de los niños? ¡Nada! ¡Y sin
inquietarnos siquiera, por ellos!
Y es que al niño en nuestra
realidad se le confina, porque se le trata como elemento de tercera, cuarta o
quinta categoría.
Se lo esconde porque creemos
que es impresentable, imprevisible y díscolo. Y el lugar adonde se le determina
estar es en el patio trasero, o en la azotea junto a los trastos, los muebles y
las cosas viejas, desvencijadas e inservibles.
O están junto a las
“sirvientas”, porque aun así llamamos a ciertas personas y esta palabra para
muchos sigue existiendo y se la usa con desparpajo y con frecuencia sin ninguna
vergüenza, existiendo aún aquí personas a quienes llamamos y tratamos de ese
modo.
5. Cada
paso
O tenemos enclaustrados a los
niños al lado de las abuelitas y abuelitos ya enfermos, si a éstos se los trata
mal, por supuesto. El niño no puede estar en la sala porque está encerada,
perfumada y lista para recibir a las visitas y amistades; porque allí rompe la
vajilla, desportilla los muebles, reordena las cosas a su modo. Porque la
consideración, el orden y el paradigma se ha establecido desde la perspectiva
del adulto.
Tiempo después, al caminar con
mis hijos por la ciudad, he comprendido por qué Lima, y en realidad todo el
país, está deshabitado por los niños. Y es que no hay condiciones para que los
padres lleven consigo a los pequeños; y que es otro aspecto de esta historia,
arisca y de esta realidad a todas luces penosa.
Nuestras ciudades están hechas
para hombres físicamente fuertes, agresivos y hasta inescrupulosos. Porque cada
paso que se da en nuestras ciudades hay que pelearlo a empellones. Y es una
lucha a muerte que hay que sostener y ganar para vencer. Si es posible en esta
pugna hay que abrirse a codazos, arrollar y pasar adelante.
6. En la tierra
buena
Es esta una batalla para
apropiarse de un lugar. Es una guerra a muerte donde hay quienes se imponen,
que son unos cuantos. Pero más hay los avasallados, heridos, contusos y
perdedores. Y muertos y heridos, de los cuales están sembradas las calles y las
pistas y los campos por donde andamos.
Tenemos que cambiar.
Reconociendo en primer lugar que no hay bienes más preciosos que los niños. Que
no hay joyas ni tesoros más grandiosos que ellos mismos, puesto que son
promesas hacia lo más subyugante que se puede pensar y soñar como es el mañana.
Cupiéndonos trabajar, como hace
el horticultor, asegurando que la planta hunda bien sus raíces en la tierra
buena; y que el suelo esté libre de piedras, y de cascajo. O que se erosione,
proveyéndole de agua, librándole de mala yerba y cizaña, refrescándole el
terreno y poniéndole algún abono; de tal modo que crezca fuerte, vigoroso y
bien arraigados al solar para que no lo sacuda ni abatan las tempestades.
7. Hacernos
niños
Además, hemos de asegurar que
tenga buen tronco y buenas ramas, que crezca derecho, que no se tuerza, que su
follaje sea abundante y coposo. Y que a su debida estación se colme de flores y
de frutos.
Que dé buena sombra y cosecha;
y su aroma cubra y perfume el huerto y la casa en donde ha sido plantado y a
los cuales cuando crezca cobije con su fronda.
Y. así como también, que
avizore el cielo, que tenga sueños y visiones y le crezcan alas para remontarse
y aspirar a crear mundos nuevos, inaugurar linajes, clanes, y una rica progenie.
Que de ellos se desprendan
nuevos aires y nuevos paisajes, siendo nosotros incluso los que tenemos que
hacernos niños, porque si no lo hacemos, como lo dijo el maestro, no entraremos
al reino de los cielos.
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