Desde
temprano nos asustan, ni bien nos desperezamos en la cama y abrimos los ojos.
En
primer lugar, mamá está de luto riguroso en todo su atuendo, sin dejar
resquicios ni en sus trenzas, donde todo es negro, hasta sus medias y zapatos.
Y hasta en su frente hay como una sombra de abatimiento.
Y
con voz, que no deja una sola brecha y fisura para las gracias y mimos, nos
advierte:
–
Por si acaso, hoy no se grita ni se habla fuerte. Hoy no se puede corretear por
el patio, ni por el corredor, ni menos por las habitaciones. Hoy no hay enojos,
alaridos ni protestas.
–
¿Por qué, mamá? –Preguntamos ya asustados.
–
Porque es ofender los oídos del Señor.
2. Dios
ha muerto
Es
tan hondo el día de hoy, que ya suplicante, le imploro a mi madre:
–
¿Qué ocurre mamá? ¿Qué pasa hoy?
–
¡Dios ha muerto! –Me contesta con rostro y alma afligida.
Y
esa frase, de que Dios ha muerto, es tan lapidaria y desoladora que deja un
vacío y una angustia insufribles en el alma.
–
¿Dios ha muerto?
–
Sí. Por eso, hoy tampoco se martillan clavos, porque es herir las manos y pies
de Jesús. Hoy no se hacen compras, porque es coger dinero y volverse Judas.
–
¿Hoy día comemos, mamá?
–
¡Hoy sí, pero se mastica despacio y no se come carne! Ni se miente ni se hace
llorar a los hermanos pequeños, porque es condenarse para siempre.
–
Tampoco se regaña ni se resondra a los niños, ¿no mamá?
–
¡Así es! –Me dice severa–. ¡Por eso hay que portarse bien!
3. Ya
en la tarde
Es
tan atroz el día de hoy que es como si el mundo y la tierra se cayeran y
rodaran a pedazos por un barranco, o por una pendiente dando tumbos. Y ni
siquiera eso sino cayendo en plomada hacia el vacío, ¡y hacia la nada!
–
Y, ¿es para siempre, mamá? –Le decimos ya también llorando junto con mis
hermanos.
–
No. El sábado resucita y asciende al cielo. Pero hoy Viernes Santo es día de
duelo.
Y
es cierto: hoy no se puede cantar, ni reír ni jugar. Y nadie lo hace. Todos los
niños caminan parcos y tiesos. Parecemos exorcizados. Ni se puede hablar
imaginando o mintiendo, que casi es lo mismo. Y es bien difícil para los niños
caminar sin rozar la tierra.
Ya en la tarde es la misa solemne en la
iglesia. Hay ruido de matracas y guardias solemnes y emperifollados en la
puerta del templo, adonde no entran los niños. –Porque todos somos movedizos e
impacientes.
4. Velas
afligidas
Solo
entran señoras compungidas vestidas de negro y con mantillas moteadas
cubriéndoles la cara. Y señores estirados e indescifrables. Y todos con los
rostros colgados y las mejillas ajadas.
Realmente,
en ningún instante podemos quedarnos solos porque da inquietud y hasta pavor.
Dios ha muerto, estamos huérfanos, el caos reina, el diablo acecha.
Es
el demonio, hoy por hoy, el rey y el amo todopoderoso del universo. Y se
revuelca de placer y se ríe a carcajadas. Y eso es atroz.
Ya en la madrugada oscura y lloviznosa, desde
la esquina de la botica de don Luis Médico, vemos pasar la procesión solemne
del Señor Jesucristo en su urna mortuoria.
Un
cortejo de velas afligidas y rostros demudados avanza lentamente a los sones desgarradores
de una banda gemebunda de músicos transidos de honda pena y amargura.
5. Es
cuando
Volteando
la esquina aparece el ataúd del Cristo Yaciente, iluminado por fluorescentes
¡que no sé cómo los encienden en estos tiempos de candiles, mecheros y, a lo
sumo, lámparas a kerosene!
Sobre
la urna, refulgiendo en blancura, van dos arcángeles guardianes de espadas
flameantes y dentro, golpeado y sangrante, ya muerto el Señor nuestro Dios,
cargado por varones descalzos que van pisando los charcos que ha dejado la
lluvia, vestidos de túnicas de un blanco cruel e inexorable con los bordes ya
salpicados por el lodo y por el barro.
¡Qué
atroz!
Un
terror lacerante nos invade. Los mayores encomiendan sus espíritus, piden
misericordia y lloran.
Muy
ceñidos al anda del cadáver de Cristo, nuestro Señor, van los músicos, asidos a
los pocos retazos de luz que quedan tras del cortejo.
Es
cuando repentinamente el cielo se arremolina, se carga de nubes oscuras y
revienta el fogonazo de un relámpago, con el retumbar de truenos sucesivos.
6. Nadie
se defiende
Y
se descarga primero una lluvia acre y sufrida, y luego la tempestad que con
sordo rumor golpea el suelo, los muros, las tejas y los cuerpos ateridos de los
feligreses que inclinan más aún sus cabezas. Pero nadie se mueve de su sitio ni
se inmuta ni siquiera levanta los ojos.
El
cortejo de sahumadores encorva sus cuerpos protegiendo las brasas de sus
sahumerios.
Los
ángeles sin sacudir sus alas chorreantes se concentran aún más en sus pasos
lastimeros.
Quienes
cargan el anda del Señor con sus túnicas blancas y sus pañuelos amarrados en
torno a sus frentes parecen más abstraídos mientras los dos arcángeles encima
del ataúd hacen flamear más el brillo temible de sus espadas.
Nadie
se defiende ni protege y el tronido de la tempestad pareciera un trombón más en
los acordes quejumbrosos de la banda de músicos gemebundos.
7. ¡Retro,
Satanás!
En
ese momento es que los padres nos retiran. Y ya caminando de regreso nos tapan
los ojos, para no ver lo que viene detrás retumbando sobre las piedras.
Allí,
en la oscuridad más espantosa van los penitentes envueltos desde la cabeza
hasta los pies en mantos que alguna vez fueron blancos y ahora van percudidos
por los pecados y ensangrentados por los azotes.
–
¡No miren! ¡No miren! ¡No miren! –Se alarma la gente. Y todos se retiran. Y se
elevan los ayes, sollozos y gemidos.
–
¡Sus pecados contaminan al mundo! –Profiere la gente que corre.
Ellos
mismos, los penitentes, se infligen golpes en la espalda, el pecho, los brazos
y las piernas con una "disciplina", hecha de bolas de cera y
tachuelas cortantes.
Y
a cada golpe en espalda y pecho, rugen con voz gutural y desgarrada que parece
del otro mundo:
–
¡Retro... Satanás!
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