Las
historias de este libro mío, “Piedra de almas que penan”, están basadas en aquellos
relatos que abuelas, madres y tías nos cuentan cerca del fogón de la cocina en
las noches ateridas y profundas.
Y
que nos mataban, o hacían morir, de miedo porque cada soplo, cada golpe de
puerta, cada resuello en la noche ya era para nosotros el de las almas en pena
que andaban sueltas y padeciendo de estar extasiadas y merodeando de este
mundo.
Pero
más este libro está compuesto de manifestaciones y presencias que me persiguen
hasta ahora, porque por donde voy estas sombras me esperan, acosan y persiguen.
Y
da la casualidad que siempre coincido en reuniones en donde se cuentan
historias de almas, fantasmas y aparecidos.
Por
eso más bien las he escrito y se publican para librarme de su asedio y porque
leerlos pueden ayudar a otros niños y jóvenes a vencer sus miedos y a controlar
sus fantasías.
O,
al menos, ¡a cómo saber relacionarse con ellas!
2. A fin
de
exorcizarlos
Porque,
así como a través de la literatura infantil se tiene la experiencia mental de
la violencia y del terror y se los termina dominando, así también cabe tener la
vivencia del miedo a los espíritus para que no nos sorprendan con su hálito y,
a veces, con su presencia, como a mí me sucede.
Hay
que tener experiencia supuesta e ideal del miedo y del pavor, para enfrentarlo
a través de los cuentos.
Ellos
siempre son escenarios que por ser textos los consideramos supuestos, simulados
y artificiales, en donde podemos ensayar diversas soluciones y estrategias a
fin de no ser apabullados por su influjo, pudiendo implementar ejercicios
acerca de cómo salir de su imantado horror.
E
ideando qué hacer en caso de enfrentar una situación parecida, similar o
semejante.
Tanto
que los psicólogos y psicoanalistas piensan que a través de los relatos que
recrean estos contenidos nosotros podemos hacer catarsis, sacando a flote
fortalezas salvadoras a fin de exorcizarlos o, al menos, amenguar su efecto
malsano definitivamente.
3. Tenues
y
apacibles
Es
decir, nuestros miedos internos hay que hacerlos aflorar y convertirlos en
lenguaje. Y no, de una manera peligrosa, tenerlos confinados en el interior ni al
fondo de nuestro espíritu atribulado.
Es
mejor sacarlos a luz, airearlos, darles ocasión a venir más. Y, mejor aún, hay
que contenerlos en personajes o comprimirlos en algunas figuras que tiene
determinadas características: nariz ganchuda, ojos dolientes, ropa sombría,
urdida con hilos y telas de araña para que así, y ya representados saber
recluirlos en uno y otro ámbito y recinto.
Y,
por último, y de este modo, los confinamos a estar en el mundo de los cuentos.
¡Qué alivio, por Dios, que pueda ser así! De ese modo, si queremos deshacernos
de ellos, cerramos el libro y ya está, Se acabó. Y si se nos antoja lo
exponemos a la cotidianeidad para tratar con ellos, leyéndolos nosotros mismos
o dejando que libremente los lean los demás.
Porque
es solo allí que los tenemos guardados y confinados a los muertos en las
páginas de los libros, en donde quedan tenues y apacibles. Y que si queremos los
desempolvamos leyéndolos en esas horas en que se narran y leen cuentos.
4. No
se
iba
Santiago
de Chuco, el pueblo donde nací y me formé, es el espacio mágico de este libro,
comarca donde por la noche deambulan las almas de los muertos a sus anchas por
las calles desoladas, frías y solitarias.
Se
lo puede mirar desde el cerro Quillahirca, o desde la colina de Huacapongo,
como un libro abierto que se repasa cada tarde y cada noche cuando se narran cuentos
de muertos.
O
bien permanecen sonámbulos y entristecidos en la sombra de los patios y
corredores donde vivieron recordando sucesos de cuando vivieron y tenían
aliento, viniendo a estar silenciosos y demudados, sea de pie o sentados en
algún poya o grada de la puerta o la escalera hasta que amanezca.
Donde
el pueblo mismo es un libro añejo de cuentos, inclinado hacia sus dos vertientes
por donde se deslizan los ríos Huaychaca y Patarata, lo pueblan las lechuzas y
los tucos que vienen por las noches a posarse en los aleros y sobre los tejados.
Y
que las espantamos temerosos porque son de mal agüero, aunque a mí siento que más
bien me protegen.
5.
Quizá era
un
mensaje
He
concluido eso y ya lo digo sin ambages, porque la última vez que estuve en
Santiago de Chuco y ya para venirme, teniendo ya comprado mi pasaje para
embarcarme esa noche y viajar, me persiguió una lechuza desde el río por el
sitio denominado La Pamplona.
Hasta
allí yo había caminado, contemplando el paisaje en esa hora vespertina. Y desde
esa hondonada del río me siguió la lechuza, entrando por las calles de la
ciudad.
Cada
diez pasos, saltaba tras de mí y lanzaba su canto agorero. Me detenía y ella se
detenía. La espantaba y ella no se iba, sino que permanecía escondida.
Tanto
que pensé que de repente se dejaban atraer por el color verde esmeralda de la
chompa que llevaba puesta. Y pese a que hacía frío me la quité, la envolví y
seguí caminando. Pero, ¡nada!
Me
seguía ese espantajo ya de manera estremecedora. Era tan persistente y
ostensible su acoso que pensé que quizá era un mensaje para que yo no viaje esa
noche en ese ómnibus que iba a partir, porque algo podría ocurrir en el
trayecto y en aquel viaje.
6.
Encima
de
la puerta
Pero
pensé que lo ineluctable no lo podíamos atajar alterando siquiera uno de
nuestros pasos. Viajé y felizmente nada malo ocurrió.
Sin
embargo, al año siguiente que regresé y estando toda la familia reunida de mi
tío Álvaro en torno al fogón de la cocina les conté acerca de este hecho.
Sentí
que los niños que escuchaban mi relato se encogían de miedo, pegándose a las
faldas de sus madres.
Y
mi sobrina ya en el colegio, arrimándose a Jesús, que así se llama su mamá, se
le escapó un quejido, diciendo:
–
Ay tío. ¡Qué miedo lo que nos cuentas! ¿No te habrás imaginado que el tuco te
seguía?
Iba
a decirle que no, que todo era realidad como a ella lo estaba viendo.
Pero
no pude decir nada porque justo en ese instante la lechuza cantó en la teja
encima de la puerta de la cocina en donde estábamos reunidos:
–
Tucú.
–
Tucú.
–
Tucú.
7. Su canto
lastimero
Tres
veces emitió su signo agorero.
Esta
vez no solo Yeca, que así le decimos a mi sobrina, sino que todos, incluyendo
mi tío Álvaro, corrimos y nos abrazamos instintivamente cerca al fogón, y
temblando.
Después
de un año la lechuza seguía detrás de mí. ¿Acaso me había estado otra vez
esperando? ¡No!
Es
más bien seguro que ella va conmigo. A veces se hace evidente, pero las más de
las veces está allí, pero agazapada.
Y
ahora acaba nuevamente de lanzar su canto mientras esto escribo, que lo hago en
la casa de mi infancia, en Santiago de Chuco.
En
esta casa donde yo escucho en las noches, sea en el callejón, sea en el hueco
del terrado, sea en los rincones apartados, las voces gangosas de los muertos y
los suspiros de las almas que penan.
Claro,
ahora todavía puedo escribir, porque es el ángelus. Lo que no es obstáculo para
que la lechuza haya entonado su canto lastimero.
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