El 10 de julio es otro día de la heroicidad, al
cumplirse el aniversario de la Batalla de Huamachuco, librada entre los
montoneros de Andrés Avelino Cáceres y el ejército chileno en el año 1883.
Constituye una página de heroísmo sublime de hombres
humildes, como también de quienes como Leoncio Prado –hijo del presidente de la
República–, era indoblegable en la defensa de la dignidad humana, y frente a la
invasión.
Sacrificio rayano en el holocausto, enarbolando el
estandarte del honor y de fe en nuestro destino.
Ejército de Cáceres que estaba en su gran mayoría integrado
por indígenas, quechua hablantes, prójimos sencillos, campesinos, hombres de
hogar, y no soldados.
No eran militares sino labriegos, artesanos, hombres
de trabajo que sufriendo las más duras penalidades marcharon únicamente por el
amor sublime a su tierra, a su pertenencia y a sus lares natales.
Es la reserva moral sufrida y legítima que constituye
la vena más prístina y fiel de la patria, porque deviene del ancestro incaico.
2. El ancestro
incaico
Y digo mayormente porque en esa epopeya también
lucharon peruanos de otras condiciones sociales, profesionales, cultores de
oficios diversos. Con desempeños, grados o edades que hacen un arco iris;
imagen precisa por su naturalidad, belleza, portento y sentido de vida fecunda.
Había niños
como Francisco Gamero cuyo cadáver quedó regado en el campo de batalla en
Huamachuco. Había hombres viejos como Manuel Tafur de 67 años que sucumbió
perforado el pecho de balas en el fragor del enfrentamiento cuerpo a cuerpo.
¿El de un anciano frente a una tropa avezada?
Antes, Manuel Tafur vio caer a su hijo de 34 años,
gritando a pulmón lleno “¡Viva el Perú!”. ¿Cómo no recoger de esos terrones
sacrosantos valor para ser en el mundo personas que portan, cada uno de
nosotros, una bandera imperecedera de dignidad en el alma?
Otro héroe, Juan Gasco, frisaba 69 años y la noche
anterior escribió: “Estoy resuelto a morir en defensa de mi patria”. Y murió
mirando al infinito, pleno de convicción y de esa fe que ni el cierzo ni la
nevasca podrá borrar jamás.
3. Matar
con su agonía
¿Podemos olvidarlo? ¡Jamás! ¡Nunca! Casi todos los
jefes y oficiales ese día sucumbieron en el campo de batalla. ¡Y muchos de
ellos fueron los primeros en caer, por el ardor que los consumía! ¡Honor y
gloria a ellos!
Pero, todo ello, ¿qué prueba? Nos demuestra un hecho
muy sencillo: que ya no se peleaba con la cabeza, ni con cálculo, ni con
inteligencia; ¡sino con el corazón, con el sentimiento y la pasión!
Ya no se peleaba con la mente puesta en la victoria, o
con la razón que guía e ilumina, sino con la sangre borbotando su nívea espuma
en la boca y en el firmamento. Por eso Vallejo escribió acerca del voluntario y
miliciano, que puede ser de esta u otra contienda.
No escribió, por si acaso, de los sabuesos que matan
por botín o por mesnada, sino de los íntegros y puros:
“Cuando marcha a morir tu corazón,
cuando marcha a matar con su agonía mundial...”
4. ¡Hombre
de Huamachuco!
Porque todos los nuestros eran voluntarios y
milicianos. No eran soldados a sueldo, ni esbirros hechos con reflejos
condicionados para matar. Aquello diría César Vallejo, hombre también de
Huamachuco. Y no me equivoco y lo recalco.
Porque yo, que soy de Santiago de Chuco, habiendo
nacido en la misma calle en que nació el poeta de “España, aparta de mí este
cáliz”, y amándolo entrañablemente, digo en este caso y en su honor:
¡Hombre de Huamachuco!
Porque solo se puede dar ese título a todo varón
íntegro, como lo fue Vallejo. Porque a todo ser auténtico y valeroso debiéramos
llamarlo así entre nosotros así:
“¡Hombre de Recuay!” “¡Hombre de Chumbivilcas!” “¡Hombre
de Moyobamba!” “¡Hombre de Huamachuco!” Y de tantos lugares que han quedado ya
en nuestras vidas como espadas fulgurantes. César Vallejo en el Himno a los
Voluntarios de la República se refería a los mismos voluntarios y a la misma
causa.
5. Nunca la ira
fue más santa
Más aún: Vallejo pudo escribir los versos que escribió
en España, aparta de mí este cáliz, solo porque pudo nacer y crecer en la
tierra donde nació y creció. Porque es un chuco, quien porta en la sangre el
ancestro de estas batallas que allí ocurrieran.
Porque entonces sabía cómo se guerreaba con la
entraña, como sabe hacerlo un país de fibra legendaria. Como cabe esperarlo de
esos hombres retados con abismos a bisel y con esas montañas abruptas y de
vértigo que son los Andes.
Porque nunca la ira fue más santa, ¡ni más pura la
sangre derramada! ¡Y nunca vistió más auroral la muerte! Y eso mismo ocurrió en
Angamos, aconteció en Arica, devino en Tarapacá, y volvió a suceder en
Huamachuco, y tantos otros lugares a partir de entonces sacrosantos.
Pináculos así sean llanuras, cúspides así sean
hondonadas. Y altares tremolantes así tengan abrojos. Y todo ello en relación
al fervor que debemos tener por el legado del cual desde entonces y desde mucho
antes somos herederos para siempre.
6. En la fibra
de cada uno
Se trata de procesar entonces, y ahora, que hay pérdidas
¡que honran o enaltecen por lo que se defiende, acerca de cómo se dieron los
hechos y quienes lucharon!
Así como hay victorias que infaman y enlodan; que
denigran y envilecen. Cáceres en pleno fragor fue herido. Leoncio Prado
sobrevivió apenas unos días con una bala en el pecho y la pierna hecha
astillas.
Aun así, fue fusilado. Otros 200 fueron asesinados con
sable al ser alcanzados por la caballería. O fueron desgarrados por el pecho o
por la espalda con el “corvo”, o puñal curvo. Pero sabían que iban a morir así,
para que a nosotros nos constara, nos enalteciera y nos sobrara orgullo.
Muchos fueron fusilados de rodillas y por detrás, sin
derecho a tener tumba ni poder ser sepultados, como afrenta por no ser
militares. Esto, por el alto honor de ser montoneros, es decir hombres que
suspendieron sus faenas para defender su tierra.
7. Aquello
que nos realza
En la misma línea de fuego se habían juntado todas las
sangres del Perú. En la misma trinchera aguardaban vigilantes todas las
tonalidades de mejillas y pómulos morados. Luchaba el Perú de todas las
progenies y ascendencias. Nunca estuvimos más juntos.
En el mismo grito estaban todas las voces, en el rojo
y el blanco de la bandera todos los matices. En el iris de aquellos ojos el
prisma de todas las miradas fusionadas en un solo anhelo. En las formas
diversas del pabellón de las orejas todos los arrullos y las voces.
En todas las arremetidas y caídas el mismo tejido
tembloroso de nuestro ser indoblegable. ¡Nunca nos unimos tanto como para morir
con gloria! Pero ver caer a los jefes y oficiales desconcertó a los
voluntarios. ¡Y esto no lo habían previsto ni supuesto! Pero tenían que morir,
porque era ineludible.
Porque en esa dimensión ya no importan resultados sino
¡cómo se asumen los hechos de la vida y de la historia! Importa en qué pliegue
de la hombría te eriges, para defender lo que es tuyo y del común que somos
todos. Por eso, niño, siéntete jubiloso, ¡hoy es un día de gloria!
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