De chicos en nuestra casa de Santiago de Chuco,
nuestras dos familias, tanto del lado de mi madre, como del lado de mi papá,
compartimos juntos y frecuentemente momentos de inmensa cordialidad y cariño
cuando de tomar el café se trataba.
Y ocurría cuando ya al atardecer mi abuela Rosa con
algunas de mis tías, sus hijas, preguntan desde la sala de nuestra casa hasta
donde han entrado:
– ¿Elvi? ¿Dónde estás? ¡Hemos traído bizcochos y
roscas para tomar el café! ¿Hay alguien en la casa?
– ¡Sí, mamá! ¡Aquí estoy! Aquí, arriba. Pero, ahorita
bajo a preparar el café.
Mi madre baja y también baja corriendo desde el
segundo piso papá a saludar a mi abuela.
– Venimos antojadas de café, así que hemos dicho: no
hay café como el que prepara Elvira y aquí estamos.
– Pasen, pasen. Qué bueno que hayan venido. Adelante
señora Rosa. ¡Pasen! ¡Pasen!
Casa de infancia, fachada crema con puerta y balcón verdes
2. Pan
de yema
Y junto a mi abuela y mis tías viene Mirtha, nuestra
prima quien es casi de mi edad. Y ya nosotros con Rosita y Jaime estamos
mostrándole algún juguete nuevo, o alguna cosa curiosa, mientras los adultos en
la cocina acomodan la mesa con voces alegres y dichosas que es lo que a
nosotros nos pone contentos.
– ¿Hagamos una casa juntando las sillas y colgando
mantas?
– ¡Ya, pues! ¡Y una tienda! De unos que venden y otros
que compran.
Y pronto ya estamos llamando a Amelia y a Víctor y a
otros primos. Y hasta a niños que son vecinos. Y ya somos un grupo grande que
correteamos por el patio, mientras los mayores en la cocina acomodan platos, tazas
y cubiertos, cuando mi mamá sale y nos dice:
– Llamen a su abuela Sofía para tomar el café.
– ¿Ha venido tu abuelita, la señora Rosa? –Nos
responde la abuela Sofía.
– Sí, con mi tía Zarela y mi tía Bety. Están en la
cocina.
– Díganle a su mamá que ya voy. Y que llevaré pan de
yema y pasteles.
3. Así es
el amor
Y mi abuela Sofía deja su rueca, y entra a su
dormitorio a ponerse su vestido largo y a cuadros verdes con blanco. Y aparece
con su canasta de pan de yema y pasteles caminando despacio y con su rostro
sonriente por el corredor de sombra violeta.
Se ha tendido ya el mantel largo. Chisporrotean las
llamas del fogón. Y se elevan las voces alegres, jubilosas y las risas,
mientras nosotros ya jugamos a la casita. A ser el papá, la mamá y los hijos.
¡Tardes de café en que los adultos se enzarzan en un
tema, mientras desde afuera vemos cómo flota en el ambiente de la cocina el
enigma, el misterio y la sombra que gobierna nuestras vidas, mientras conversan!:
– Pero, qué lo vamos a hacer: ¡así es el amor ahora de
los muchachos!
– Sí, pero, ¡cómo es eso de estarse besando en plena
calle! ¡Tienen que ser más discretos, recatados y prudentes!
– ¡Esas son conductas de otros tiempos! Nosotras qué
íbamos a permitir que un enamorado nos diera un beso en un lugar público.
¡Jamás! –Conversan.
Mi abuela Rosa
4. Aquel
enigma
– Pero, ¿dónde están los padres de esos chicos para no
reprenderlos? ¡Seguro que no saben nada!
– Los últimos que se enteran de estas cosas son los
padres.
Los mayores en el comedor bajo el aroma del café revisan
los aconteceres de la aldea, antes apacible, comentan los asuntos de la vida
cotidiana que transcurre como el agua bajo las adelfas siguiendo el curso de la
acequia.
Mientras tintinean las tazas, las cucharas y los
platos. Y ya es de noche, tanto que las llamas del fogón se transparentan en
las paredes de adobe; y se hace densa la penumbra bajo el techo, y la sombra
que es misterio y es enigma en la casa que nos cobija.
– A mí sírveme otra tacita de café.
Mientras ha invadido la noche en el patio, el
corredor, la sala y nosotros jugamos a las escondidas, a perdernos y a encontrarnos
unos a otros, y en este afán subimos hasta los rellanos del terrado que hay
bajo los techos.
Y se hace más evidente entre nosotros, en las voces de
quienes toman café, el enigma, el misterio y aquella sombra que rige nuestras
vidas y coincide tanto con el rito del café que se sorbe.
Abuela Sofía sentada. Tía Carmen de pie
5. Une la vida
con la muerte
Además, porque se han olvidado de prender la lámpara y
solo proyecta sus sombras la luz del fogón.
Y nosotros exploramos el mundo de otra manera,
palpándolo en los grumos de polvo, con las yemas de nuestros dedos por los
rincones donde nos escondemos.
Y miramos desde el corredor el panteón y la colina
lejana. Y comparamos la muerte con la vida, con esta que discurre tan llena de encanto,
de regocijo, como de gracia de vivir.
Y la otra tan fría de los muertos en sus tumbas, de
quienes ya no están en este mundo y han desaparecido por más que los busquemos
y queramos encontrarlos.
Y en esta aparentemente vida amable del café y de las
llamas del fogón que chisporrotean, descubrimos que el café es lo que une la
vida con la muerte.
Por eso será también que se toma café en los velorios
para despedir a los difuntos bajo la incógnita y el misterio que es esta vida,
en la penumbra y el crujido de la sombra en la cercha del techo vetusto, polvoriento;
pero, en fin, aún presente.
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